Me complace Londres, donde escribo en paz porque nadie me llama y nadie me conoce. Miro por la ventana. No saldré a la lluvia pertinaz. Mi viaje es mi escritorio. Mi trópico es de papel. Oigo un insólito teléfono. El contestador se encargará de atestiguar mi ausencia. Estoy. No estoy. Escribo y escribo. Todo lo que necesito oír y entender lo oigo y escucho por boca de mi media docena de amigos ingleses.
No puedo abandonar, de todas maneras, las ciudades que me vieron crecer, me marcaron y me educaron. Panamá que se dice a sí misma Corazón del Mundo y Puente del Universo y es sólo una cicatriz de mar en la selva. Montevideo que yo conocí sin rascacielos pero con gracia antigua, perfecta capital ideada para sus escritores más que por sus escritores: Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y el fantasma de Lautréamont… Y Quito el dorado doblón ecuatorial cuyos habitantes solo piden: «En la tierra, Quito, y en el cielo, un hoyito para ver a Quito.» Y la ciudad maravillosa. Río de Janeiro, donde, digo, aprendí literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes, pues ¿no es la literatura la mentira que nos revela la verdad en una ciudad jánica, ese «no de enero, río de enero, fuiste río y eres mar», que canto el propio Reyes? Santiago de Chile donde hermané para siempre libertad y poesía. Santiago del Frente Popular y las mujeres hermosas con miradas de uvas y colegios de disciplina británica donde la indisciplina de querer escribir se volvía orden y lección de constancia frente a la abrumadora obligación de demostrar todos los días que Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton… Buenos Aires donde me hice hombre y amé y circulé libremente y leí a Borges y me negué a repetir las consignas fascistas del régimen y entendí por qué el tango es un pensamiento triste que se baila y por qué un hombre podía enamorarse hasta el deshonor por Mecha Ortiz o Tita Merello. Junto al río color de león. dijo Lugones Buenos Aires es una ciudad fundada dos veces, la ciudad donde se encontraron el Atlántico y la Pampa igualmente vastos y sin facciones, dándoselas a Buenos Aires ciudad privilegiada por la distancia, la ausencia, la melancolía de ser única, no parecerse a nada y cargar con la cruz de querer ser otra, París o Babel. Si no hay ciudad más sólida, construida y «hecha» en América Latina. tampoco hay ciudad más desvanecida en la bruma de su lenguaje, su literatura, su música pasajera, no la hay más herida por sus promesas rotas, sus crueldades inimaginables, sus desaparecidos, sus torturas, sus sevicias que no alcanzan a compensar el asombro carnavalesco de sus dictadores, sus santas embalsamadas, sus bailarinas presidenciales, sus brujos áulicos. Que Buenos Aires lo soporte todo y siga viviendo se debe, acaso, a que es una ciudad que existe de milagro, porque no se la comieron los caníbales y por eso Buenos Aires come bife. Fundada dos veces, puede refundarse cien veces.
Washington fue la ciudad de mi infancia, con vacaciones de verano en México a cargo de mis espléndidas, valientes abuelas. Washington se quedó en mí, sin embargo, como un largo verano ardiente, faulkneriano, con olor de sudores negros, de parques corruptos, de ríos lentos y pesados, de raspados con sabor de frambuesa, de cines ardientes donde Hollywood escondía la miseria de la Depresión detrás del encanto erótico de Fred y Ginger bailando, la desopilante comedia anarquista de Laurel y Hardy, la maravillosa reinvención de una Eva cómica, accesible e irónica en Irene Dunne y Carole Lombard, a cambio de la inaccesible distancia sexual de las divas europeas, Greta y Marlene. ¿Por qué recuerdo todo esto en un verano que apenas viví y no en un invierno en que iba en trineo a la escuela y recibía la recompensa de dos inolvidables idas al cine, de la mano de mi padre, por semana?
Hoy detesto Washington. Todo lo que era grande en mi niñez se volvió enano en mi vejez: los parques, las avenidas, las casas, la política, los políticos… Comparable a un gran cementerio de mausoleos griegos, Washington, como Buenos Aires, es ciudad inventada, sin preexistencia. Pero si Buenos Aires conjuga pampa y océano con letra de Cortázar y música de Discépolo y voz de Goyeneche, Washington es sólo cementerio hacia la vasta nada de la carretera número uno que va del Atlántico al Pacífico, de la entrada europea a la salida asiática, de un Nueva York cada vez más repetitivo, arrogante y grosero y paradójicamente, más amistoso, original y afable, pero siempre Gotham, la ciudad de la energía insoportable que se nos impone, nos chupa la existencia, nos hace creer que su vitalidad es la de nosotros, pasivos y engañados por el torbellino de la Gran Manzana y su pesadilla de cócteles donde nadie le dedica a nadie más de una mirada o dos segundos de conversación, pero donde una proyección de la película Hamlet provoca, en el intermedio, el más animado e inteligente debate de un público de gente joven…
Acaso mi actual distancia de Nueva York se deba a mi anterior cercanía. El Nueva York que yo viví en los sesenta era un espacio tribal de reconocimientos juveniles. Éramos banda de amigos, compartíamos mujeres, lecturas, bares. Nos unía el fervor entusiasta de la época. Nos unía el descubrimiento mutuo de la nueva literatura de Hispanoamérica por los norteamericanos y de Norteamérica por los latinoamericanos. Manhattan se extendía hasta la punta de Long Island y su tribu de jóvenes y vitales dramaturgos, hasta Martha’s Vineyard y de vuelta a la Segunda Avenida para recalar cada noche en los feudos de Elaine y sus habitués, y las gloriosas muchachas que estrenaban minifaldas, luengas melenas y cuerpos ondulantes al ritmo del watusi entre las luces y sombras del Peppermint Lo unge antes de amanecer melancólicamente oyendo al genial Cannonball Adderley y recompensar lo que nos pudo faltar de noche con mañanas de verano en lechos de penumbra dejando apenas pasar un calor de julio filtrado por las sombras frescas de una juventud que imaginábamos interminable… Como no he vuelto a encontrar lo que sólo puedo evocar, culpo injustamente a una ciudad que sentí tan mía y que hoy se me ha vuelto tan ajena. ¿Quién toca hoy la flauta africana del melancólico Hermano Yusef Lateef en una ciudad entregada a la celebridad, el dinero y el desdén darwiniano? Oh paradoja: la primera y la única potencia mundial, tan pagada de sí misma, se da el lujo de desdeñar la información internacional. Salvo en las dos costas —Nueva York y Los Ángeles— se buscarán en vano las noticias del mundo en prensa o televisión.
Y un día terrible —el 11 de septiembre de 2001— el horror despierta a Manhattan, desvanece todas sus liturgias egoístas y resucita todas sus solidaridades, todos sus heroísmos, toda su fraternidad humana en la hora del terror. ¿Por cuánto tiempo? No lo sé. Sólo sé que nada puede vencer la energía de Nueva York.
Toma más tiempo volar de Nueva York a Los Ángeles que a Londres o París. Un Los Ángeles cada vez más perdido en su enjambre de carreteras y en su azoro continental: ¡cómo es posible!, aquí se acabó América, aquí todo se derrumba hacia el mar y ya no hay más frontera que conquistar. California, the slide area. Y en medio del continente, brilla una gran ciudad enamorada y amorosa, ciudad que se quiere a sí misma y se hace querer por el visitante, Chicago, that toddlin’ town, la ciudad de los hombros grandes, donde los hombres sacan a bailar a sus esposas…
El espacio norteamericano impone las generalizaciones de la uniformidad, el vacío, el inmenso y tedioso llano, la ignorancia, la falta de información, el provincialismo… Pero ello mismo impulsa a buscar cuanto desmienta el lugar común, celebrando el hallazgo de una casa desconocida de Frank Lloyd Wright en las llanuras del Medio Oeste, el maravilloso retrato de Pedro Romero, el fundador del toreo moderno, pintado por Goya, en Fort Worth, la librería más vasta y completa del mundo entre las rías bellísimas de Portland, Oregón, Richard Ford en una calle de sencillez, evocación y elegancias calladas de Nueva Orleans, William Styron y su perro caminando por las playas de las viejas islas balleneras de Massachusetts, el perfecto Martini del Hotel Plaza, Dorothea Straus conquistando cada tarde las calles de Manhattan con paso de amazona y atuendo de Belle Époque, un burdel de maricas chinos en San Francisco, los manuscritos originales de la colonia española en la Biblioteca Ann Arbor, las risas cantarinas y los senos cálidos de las chicas de Boulder, Colorado, el perfil orgulloso de un estudiante chicano en San Antonio, Texas, el olor embriagante de la tinta, la madera, el cuero y el barniz en la Biblioteca Widener de Harvard, la irónica sabiduría de los grandes demócratas, Arthur Schlessinger, John Kenneth Galbraith.
Llego entonces a una conclusión. Las ciudades no soportan ser comparadas. Y «América» es una ilusión uniforme que esconde mil misterios accidentados. Hay la «América» que se sueña en Hollywood como Gene Kelly y Cyd Charisse: «Bailo, luego existo.» Hay la «América» que se afirma en la hegemonía sólo para descubrir que el poder fue en vano (Ciudadano Kane). Hay la «América» que lamenta sin cesar la pérdida de su inocencia en Bostón o en Long Island (Henry James, Scott Fitzgerald). Hay la «América» que nunca fue inocente (la Natchez, Mississippi, de Richard Wright, el Harlem, Nueva York, de James Baldwin) y la «América» que siempre fue violenta, corrupta y supremamente indiferente al idilio nacional (el Los Ángeles de Chandler, el Poisonville de Hammett).
Tengo una ciudad a la que le debo pasar de adolescente a adulto, disciplinar mi vida, ordenar mi mente, organizar mi trabajo de escritor. Esa ciudad es para mí Ginebra, mi altillo incomparable en la Place du Bourg du Four, el Forum Boarium fundado por Julio César, el Café de la Clémence enfrente para discutir con los amigos, el Café Canónica con vista al lago para recoger putas de pelo oxigenado y perritos falderos, la universidad para conocer y enamorar muchachas fragantes de juventud y asombro amoroso, el ambiente de disciplina y Anden Régime intelectual del Instituto de Altos Estudios Internacionales y su pléyade de internacionalistas-estrella, Brierly, Bourquin, Ropke, Scelle, que me privilegiaron con sus enseñanzas, las librerías de la Vieille Ville para comprar ediciones antiguas de los clásicos franceses y leerlas en la tranquilidad de la Isla Jean-Jacques Rousseau entre el Ródano y el Leman…
Ciudades de paz y contemplación supremas. Sevilla de equilibrio árabe, judío y cristiano. Oaxaca color de jade, única ciudad de perfil conyugal indígena y español. Berlín resurrecta en medio de sueños mecidos por la cercanía de cien lagos. Cartagena de Indias, la ciudad perfecta del Caribe colonial, amurallada ayer contra los piratas ingleses, hoy contra las guerrillas del narco: el oasis milagroso de un país desangrado y fantasmal. Savannah, Georgia, ciudad que Borges debió inventar, plazas de donde nacen calles que van a dar a más plazas de donde irradian más calles en una red geométrica infinita, perfecta, al cabo desolada como un cuadro metafísico de Chirico.
Pero no hay ciudad sin clima. La temperatura es la venganza de una naturaleza que, al cabo, no puede ser dominada por techo o calle, por puerta, llama del hogar o hielo del congelador. La naturaleza circundante proponiendo una y otra vez: Escoge. Nadie escapa al dilema de abandonarme para salvarse de mi abrazo sofocante, aun al precio de la orfandad errabunda, o permanecer para siempre en mi selva salvaje y protectora, aun al precio de abdicar los riesgos de la libertad…
México: el verano llegará con un llanto de polvo vencido. Londres: la primavera brotará en dos tetas juveniles detrás de una gasa transparente. Nueva York: el otoño tendrá una corona de oro. París: el invierno será un río de brumas.
Y afuera de las ciudades, lagos y vías fluviales, bosques y tierras, se mueren a una velocidad sin precedente. Corremos el riesgo de perder el equilibrio de la biosfera y condenar a nuestra descendencia a vivir y morir sin naturaleza. «El universo requiere una eternidad», escribió Jorge Luis Borges. Y en el cielo, añadió, los verbos conservar y crear son sinónimos. En la tierra, se han vuelto antagónicos. Conservar y crear son verbos enemigos en este inicio de siglo.
El artista pregunta. La representación puede adoptar mil figuraciones diferentes. ¿Cuál desea usted? ¿La figura del que fue, del que es o del que será? Y en cuál lugar: ¿El de su origen, el de su destino o el de su presencia? ¿Cuáles lugares y cuáles tiempos?
En el arte icónico de Bizancio, símbolo culminante y extremo de la pintura medieval, la respuesta a estas preguntas eternas de la pintura es una sola: el tiempo de la pintura es un solo tiempo, la eternidad propia de una sola figura, Dios, el Pankreator. La mirada del Pankreator bizantino está, como la circunferencia de Pascal, en todas partes y en ninguna. Nos mira y lo miramos, pero una barrera —la divinidad— nos separa. Nosotros estamos aquí y ahora. Él está aquí y en todas partes. Mañana, nosotros ya no estaremos aquí. Él continuará estando, por los siglos de los siglos.
Tiene razón Fernando Botero cuando hace arrancar de Giotto la gran revolución moderna del arte. En vez de la distante veneración bizantina, Giotto trae a la pintura la inmediata pasión italiana y, cabe añadir, franciscana. Pues el compromiso personal, pasional, de San Francisco es materia de religión y vida, es hermano del engagement pasional que Giotto trae a la pintura. Quien consolida esta revolución es Piero della Francesca. Los frescos de Arezzo y Sansepolcro arrancan definitivamente a la pintura de la parálisis divina y la mirada frontal. Las figuras de Piero, a veces, sueñan —se atreven a soñar, como los durmientes de Sansepolcro—. Pero sobre todo, se atreven a mirar. En Arezzo, las figuras miran fuera del cuadro, más allá de los límites formales de la obra, hacia un horizonte o una persona que nosotros no vemos. Muerto en 1492, el año mismo del encuentro americano, quizás Piero mira tan lejos como el Mundus Novus que bautizó otro italiano, Amerigo Vespucci. Es como si Piero nos dijese: Voy a pintar una plaza de profunda perspectiva, fluyente como el tiempo en el que nacen, se desenvuelven y perecen los seres humanos y huidiza como el espacio irrestricto en el que se van cumpliendo, por la acción humana, los designios de Dios. He aquí las casas, las puertas, las piedras, los árboles, los hombres verdaderos, ya no el espacio sin relieve o el tiempo sin horarios del original Dios Creador, sino el espacio como lugar y el tiempo como cicatriz de la creación. A partir de Giotto y Piero, el pintor puede decir: Ciegos, miren, pinto para mirar, miro para pintar, miro lo que pinto, y lo que pinto, al ser pintado, me mira a mí y termina por mirarlos a ustedes que me miran al mirar mi pintura. «Sí —dice Julián, el pintor de Térra Nostra—, sólo lo circular es eterno y sólo lo eterno es circular, pero dentro de ese eterno círculo caben todos los accidentes y variedades de la libertad que no es eterna sino instantánea y fugitiva.»