De allí que sólo lo indecible tenga valor, entendiendo por «indecible» lo que jamás puede decir el discurso propositivo. Para el pensamiento positivista, tan dominante, paradójicamente, en un continente de mitos y fábulas como el llamado Nuevo Mundo, el silencio es inconcebible. Sólo existen lo que puede decirse y lo que no puede decirse. (O, más políticamente, lo que debe decirse y lo que no debe decirse.) Pero esto se traduce en destierro de lo que realmente importa, que es todo aquello que no podemos decir racionalmente. El silencio de la razón no engendra monstruos. Sólo nos indica que lo que es indecible en términos filosóficos es, precisamente, lo dicho en términos estéticos.
El escritor sabe que Wittgenstein tiene razón. El historiador, el economista, el jurista, el hombre de ciencia, están sujetos a un solo significado. Napoleón invadió Rusia en 1812. El dinero malo expulsa al dinero bueno. La cosa ha sido juzgada. Dos más dos son cuatro. Para el escritor, Napoleón invade Rusia cada vez que un lector abre las páginas de La guerra y la paz. El oro, en el Timón de Atenas de Shakespeare, es un «amarillo esclavo… que encumbra a los ladrones, dándoles título, genuflexión y aprobación». La justicia puede ser, advierte Francis Bacon, sólo una salvaje venganza. Y para Lewis Carroll, dos y dos nunca son cuatro. En la literatura, todo es plurívoco. La poesía vive del signo múltiple.
Una rosa es una rosa es una rosa, dijo con cara de jugadora de póquer Gertrude Stein. Pero cuando Carlos Pellicer dice: «Aquí no suceden cosas / de mayor importancia que las rosas», la flor se transfigura como esa que Coleridge sueña y que, al despertar, tiene en una mano.
Mi lectura de Wittgenstein no anula la de otros filósofos, sino que la transfigura. El estilo mismo de Nietzsche, famosamente aforístico, supone la negativa de crear un «sistema» filosófico que requiere, para presentarse vestido ante el mundo, de premisas incuestionables para el pensador. Nietzsche considera a los «sistemas» de pensamiento «delectables, aunque equivocados». Las grandes construcciones sistemáticas no son capaces de criticar sus propios presupuestos; el edificio se derrumbaría. Nietzsche se propone escribir aforismos que, cada uno, contenga al todo o por lo menos lo ilumine. La brevedad misma del aforismo ayuda a ver las cosas de otra manera y a salir de las múltiples prisiones en que los sistemas filosóficos van encarcelando el pensamiento. En La gaya ciencia, dice que no cuestionar es «despreciable». En un mundo de virtudes agotadas, es necesario aplicar el bisturí a todo lo que en nuestro tiempo pasa por virtuoso. Hay más ídolos que realidades en el mundo, y las convicciones suelen ser prisiones. Es como si el universo entero fuera una de esas espléndidas, espaciosas pero grises y enterradas cárceles del Piranesi. Salir de las prisiones: quizás ésta sea la acción que propone Nietzsche contra las verdades recibidas, contra la complacencia, contra la existencia como mero accidente o descuido.
En cambio, la propuesta nietzscheana es tan ardua como la pregunta que se hace, otra vez, en La gaya ciencia: «¿Qué te dice la conciencia? Que serás el hombre que eres.» El hombre que eres, revelado o desnudado por un paso de la negación a la diferencia, de la reacción a la acción, del resentimiento al sentimiento. Por supuesto que ser el hombre que eres requiere don, sacrificio, educación, valores. Pero también requiere, en Nietzsche, escepticismo, desencanto. «No hay armonía preestablecida entre el desarrollo de la verdad y el bien de la humanidad.» Cuando se cree que todo tiene un sentido, al cabo nada tiene sentido. No hay relación causal entre la felicidad y la historia. La historia objetiva suele convertirse en «furiosa subjetividad», porque el héroe le muestra al hombre su grandeza, pero ni el hombre es capaz de soportarla, ni el héroe de mantenerla. De allí la violencia histórica del héroe que se siente incomprendido contra los ciudadanos que no lo comprenden. El héroe tiraniza al hombre porque el hombre no entiende y aprecia al héroe.
Con Nietzsche, la dialéctica hegeliano-marxista deja de ser optimista antes de que la historia lo compruebe.
A pocos pensadores —quizás a ningún otro— se le han atribuido tantas cosas que no dijo o se le han arrebatado tantas cosas que sí dijo. ¿Nietzsche racista? «Donde las razas se mezclan, allí está la fuente de las grandes culturas.» ¿Nietzsche chovinista? «Grecia es original porque no se cerró al Oriente.» ¿Nietzsche germanófílo? «Las victorias militares del Reich no implican superioridad alguna de la cultura alemana. Al contrario, la deificación del éxito germano puede significar la muerte del espíritu germano.» (Meditaciones inoportunas.) ¿Nietzsche antisemita? «Para mí es cuestión de honor que quede absolutamente claro e inequívoco que me opongo al antisemitismo.» (Carta # 479 a Franz Overbeck.) Y si Wagner escribe sin tapujos que los mestizajes son «innobles», que Alemania sería pura si se «liberara de los judíos» y que «la raza judía es la enemiga natural de una humanidad pura y noble», Nietzsche rompe con Wagner, entre otras cosas, porque el compositor «fue condescendiente con los alemanes y se convirtió en un imperialista alemán» (Ecce Homo).
Podría continuar con las deformaciones impuestas al pensamiento de Nietzsche, sobre todo por su hermana Elizabeth, a quien Nietzsche le deseó que se perdiera en Paraguay para siempre —pero que regresó a censurar, prohibir, deformar e inventar lo que le convenía a sus prejuicios y fobias, aprovechándose de la reclusión y muerte de su hermano. «Quizás sea un mal alemán —le había escrito Nietzsche a Overbeck—, pero en todo caso soy un buen europeo.»
Un pensador tan radical, en ocasiones tan contradictorio e intolerante, tenía que suscitar escándalo, oposición y manipulación. Yo veo en él no sólo al escéptico que rehúsa las fáciles tentaciones de la historia, sino al ser vital que celebra «la alegría de las afirmaciones» y que, prefigurando oblicuamente a Wittgenstein, nos dice que cuando la lógica agota la esperanza, aparece una nueva forma de conocimiento que reclama «la virtud preventiva del arte».
Nietzsche pertenece más, siguiendo la clasificación de Nicolai Hartmann, al filósofo de problemas que al filósofo de sistemas. En esto se hermana con Platón, otro filósofo aclarado para mí por Wittgenstein. Y el problema que Platón me aclara es (como el del lenguaje poético como concha marina donde se escucha lo que la lógica no dice en Wittgenstein, como el conocimiento del arte que aparece cuando la lógica se agota en Nietzsche) el problema literario de la nominación. El Cratilo es, acaso, la primera obra de crítica literaria y su eje es una discusión sobre el significado de los nombres. Cratilo dice que todas las cosas tienen un nombre correcto, otorgado por la naturaleza, es decir, algo inherente a la cosa e independiente de la convención. Hermógenes, en cambio, sostiene que un nombre es producto tan sólo de la convención: el nombre que se le da a una cosa es el nombre correcto y si se cambia ese nombre por otro nuevo, éste será, a su vez, el correcto. Es más: la misma cosa puede ser nombrada de una manera por una persona y de manera distinta por otra. Nada es intrínseco al nombre. Todo es convencional. Sócrates supone que existe un legislador de nombres que los otorga y distribuye de acuerdo con la naturaleza de las cosas. Pero la ley admite demasiadas excepciones. Las cualidades de una persona pueden ser adversas al significado de su nombre. Y si son los dioses quienes nos nombran, resulta que nosotros no sabemos cómo se llaman los dioses, cómo se nombran entre sí. Sólo sabemos cómo los nombramos nosotros, Zeus, Cronos, Hera. Pero con demasiada frecuencia, el nombre es una máscara, sobre todo cuando quien lo lleva es el mensajero de un secreto. Hermes trae un mensaje, porta el poder del lenguaje, hace circular el lenguaje pero ese lenguaje puede ser verdadero o falso: Lo importante es que el lenguaje fluye, se mueve, y que la sabiduría (sofía) es sabia porque toca lo que se mueve, bautiza con rapidez misma las cosas. El nombre tiene la intención de demostrar la naturaleza de la cosa designada. Pero el nombre pertenece, con mayor amplitud, al proceso mismo del lenguaje —la formación de letras, de sílabas, de nombres, verbos y oraciones. ¿Puede escapar la nominación acompañando el flujo de las cosas, al flujo del lenguaje? ¿Podemos estar seguros de que el nombre correcto denota la naturaleza de lo nombrado? Sócrates advierte que «es posible asignar nombres incorrectamente» y, siguiendo esta lógica, terminar creando oraciones falsas, falsos lenguajes, un verbo enmascarado.
Si esto es cierto, Sócrates propone buscar otro principio más seguro de nombrar las cosas, y éste, al fin y al cabo, no consiste ni en conocer el nombre natural o intrínseco de un mundo en movimiento, ni en entregarse al capricho de la convención nominal, sino, lúcida, humana, verdaderamente, en nombrar las cosas de acuerdo con la relación que se establece entre ellas. Si Sócrates rehúsa el «catarro» de Heráclito, inmerso en el flujo interminable de todas las cosas, también rechaza la pura convención nominal derivada de una esencia que ignoramos. Sócrates propone, con cuánta libertad, con cuánta veracidad, con cuánta actualidad, que atendamos, al nombrar, el carácter de la relación entre las cosas, la manera como las cosas se reconocen y actúan entre sí. Tal es, en verdad, el nombre de las cosas: su relación.
El más grande filósofo español vivo, Emilio Lledó, ve con exactitud que los diálogos platónicos son una continua crítica del lenguaje. En otra parte, he evocado la paradoja del lenguaje como expresión del silencio roto por un sonido animal, el muuuu o mugido del ganado que se encuentra, nos dice Erich Kahier, en la etimología misma de la palabra «mito»: mugido, musitar, murmurar, murmullo y mutismo. De la misma raíz proviene el verbo griego muein, cerrar, cerrar los ojos, de donde provienen misterio y mística. El proceso del lenguaje nos lleva así de mu a mythos, de acuerdo con el proceso lingüístico descrito por Kahier y que consiste en dar a una palabra el significado opuesto. El mutus latín, mudo, se transforma en el mot francés, palabra, y la onomatopeya mu, el sonido inarticulado, se convierte en mythos, es decir, palabra. Gianbattista Vico, el filósofo de la España napolitana, propone en su Ciencia nueva de 1725 que sólo conocemos lo que creamos y lo primero que creamos es lenguaje, base del conocimiento humano. La dinámica lingüística es un proceso de cursos y recursos (corsi e ricorsi) que permite comprender el devenir de la historia, descendiendo a la oscuridad de sus propios inicios para luego ascender a la luz de su propia idea, que es su propia necesidad. Lledó, igualmente, ve en el lenguaje el vínculo activo y creador de la sociedad a partir de cuatro estadios de evolución. El vínculo primario de la necesidad: cacería, pesca, necesidad de la comunicación para el sustento. La necesidad crea lenguaje, el lenguaje crea imágenes y las imágenes pueden ser reactivadas «por toda clase de estímulos externos e internos». (Lenguaje e historia.) En segundo término, la ciudad es la creadora de símbolos y el lenguaje se compromete con la paideia, el ideal formativo del ser humano, a la vez historia personal y colectiva. Ya en una tercera etapa, el lenguaje no sólo identifica: relaciona, dialoga, revisa… Y finalmente, en nuestro tiempo, la homogeneización del lenguaje retorna a la identificación entre individuo y masa social, al precio de generar un bosque de símbolos inútiles. De allí, nuevamente, la «virtud preventiva» de Wittgenstein, su tarea profunda de limpia verbal, de higiene lingüística. Wittgenstein es consciente constantemente del «riesgo» que implica vivir y, por ende, pensar. Sobre todo en materia de religión, «el pensador honesto… es como un equilibrista. Parece como si caminase sobre el aire. Su apoyo es el más frágil imaginable. Y sin embargo es posible caminar sobre él».
Esta frase se hace eco de otra de Pascal: hagan lo que hagan, los seres humanos son como equilibristas obligados a asumir riesgos. Irse a la mar o quedarse en casa: nadie escapa al riesgo. Como Wittgenstein y como Nietzsche, Pascal es filósofo de aforismos y fragmentos.
Como Wittgenstein y como Platón, cuestiona la naturaleza del lenguaje. Como Kafka, condena al silencio parte de su obra, pero al contrario de Kafka, apuesta a que será encontrada en el simple inventario de sus pobres posesiones. Los Pensamientos de Pascal fueron hallados cosidos en el interior de una vieja camisa.
Los mil fragmentos de Pascal acaso sean, en su brevedad aforística, una respuesta irónica a su crítica de la tradición filosófica. Nada ha preocupado tanto a los filósofos, había escrito Montaigne, como la cuestión de lo que constituye el sumo bien para los hombres. Pascal, quien constantemente reelabora y secuestra frases de Montaigne, contesta que «para los filósofos existen doscientos ochenta tipos de bien supremo». El pesimismo pascaliano respecto a los sistemas filosóficos se extiende, prima facie, al ser humano mismo. El hombre es un enigma triste. La justicia que imparte es inicua. Su vida, mientras más afluente, es más hueca. La vanidad —«el juego, la caza, las visitas, los espectáculos, la falsa perpetuación del propio nombre»— son objeto del mayor desdén pascaliano. «¡Qué manera de monstruo es el hombre! ¡Qué novedoso, qué torcido, qué caótico, qué paradójico, qué prodigioso! ¡Juez de todo, débil gusano, depositario de la verdad, sumidero de la duda y el error, gloria y basura del universo!»
Blaise Pascal era, como todos saben, un hombre práctico. Su fama inicial se debe a su inventiva científica y a su pragmatismo. Pascal inventa el primer servicio de transportes públicos de Francia. Inventa la sumadora, la «pascalina». Y descubre las leyes del equilibrio hidrostático. Pero acaso sea, también, quien hace de un órgano corporal, físico —el corazón—, sede del conocimiento y de las emociones. Símbolo de amor, nombre de la ubicación central, es Pascal quien nos dice que el corazón tiene sus razones, que la razón ignora. Escéptico de la razón y la organización humanas, Pascal se dirige al corazón, a fin de ubicar una dimensión del ser del cual la razón no sabría dar cuenta completa. Pascal completa a la razón con tres razones que bien podrían ser, vistas con perspectiva, las de Wittgenstein. El corazón dice lo que no puede decirse racionalmente. Ese conocimiento-otro angustia a Pascal porque el joven filósofo francés cree que allí hay un vacío, un abismo que nos embarga en dos sentidos. Como descubridor de las leyes del equilibrio hidrostático, Pascal el físico conoce la existencia del vacío: «El eterno silencio de esos espacios infinitos me llena de terror.»
Transfiere el vacío físico al vacío del alma para preguntarse: ¿qué la llena, qué la equilibra? Pascal es el filósofo que transita precariamente —otra vez, el equilibrista— entre el vacío y la plenitud. Su pensamiento surge del vacío y se instala en la sociedad, la religión y la historia. Su mirada no puede ser más pesimista. Dios se ha escondido. La naturaleza está corrompida. «El robo, el incesto, el infanticidio, todo en un momento dado ha sido considerado acción virtuosa… La justicia es cuestión de moda… La opinión es la reina del mundo, pero la fuerza es su tirano.» En último análisis, «el poder gobierna al mundo, no la opinión». Y aun cuando la opinión venza al poder, la opinión misma se instalará en la fuerza. Su frase más pesimista es ésta: El mundo «no es el hogar de la verdad. La verdad vaga, sin ser reconocida, entre los hombres».