La gobernanza de los movimientos de centroizquierda en los países europeos representa, ciertamente, una reacción contra ambos dogmatismos. Pero todos han vivido una realidad inescapable que es la de la globalización económica y —a diferencia de la derecha thatcherista y reaganista— deploran, no el hecho de la globalización, sino el hecho de una globalización sin ley, abandonada a su capricho especulativo y superior a toda normatividad nacional o internacional.
Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de sujetar la globalización a la ley y la política. El «darwinismo global» sólo genera inestabilidad, crisis financiera y desigualdades crecientes. La misión de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico en el cual actuar.
La globalización le permite a la izquierda llamar la atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control político. Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del mercado en la distribución de recursos, a equilibrarlo con medidas de solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y prioridad a la política como instrumento de decisión racional. La globalización da enorme influencia a los agentes no políticos y despoja de poder a los poderes electos a favor de los no electos. El peligro no es ya el «ogro filantrópico», el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el «ogro desatado», el mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, «salimos del zoológico y entramos a la selva». Que el mercado y la política se apoyen mutuamente. Tal es el desiderátum de la nueva izquierda. «Vivimos en una economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado.» Esta consigna de Jospin es central a la filosofía de la nueva izquierda. Pero precisamente porque han surgido nuevas desigualdades al lado de las antiguas, la izquierda reafirma el valor de la igualdad y, lejos de temerle a la globalización, ha de ver en ella un nuevo territorio histórico en el cual actuar. Norberto Bobbio no ha dejado de insistir en la centralidad del tema igualitario para definir las políticas de izquierda como valores iguales y oportunidades iguales para cada individuo. La globalización, lejos de arrumbar el concepto de la igualdad, lo debe revalorizar en un horizonte ampliado, sin dogmas deterministas, pero con políticas tan concretas como puedan serlo, en primerísimo lugar, la oportunidad educativa en todas sus dimensiones modernas: educación básica, superior y, desde ahora, vitalicia.
Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neoluddismo sino una política de oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajavonismo soviético. Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y entrenamiento continuos. El gobierno francés de Jospin es el que más rápidamente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.
Más crecimiento con más igualdad. Ello requiere medidas tan concretas como la modernización de la infraestructura regulatoria de la economía, reformas fiscales, reformas de los mercados financieros, del sector bancario y de las empresas. Ello requiere una constante negociación social para combatir la inflación aumentando los ingresos reales de los trabajadores. La DS italiana hace notar que entre 1996 y 1998, la izquierda italiana logró un aumento del ingreso real del trabajo del 3 por ciento sin inflación, en tanto que los precedentes gobiernos tecnocráticos permitieron un gran deterioro del salario.
La izquierda puede atestiguar que la globalización no es ni un monstruo ni un valor en sí. No se trata de sujetarla a un juicio de valor, sino de someterla a poderes políticos responsables y elegidos. Hace falta, como insiste Massimo d’Alema, crear una dimensión política supranacional para gobernar a la globalización. Gobernada, la globalidad es una oportunidad para todos. Sin gobierno, redunda en la anarquía y desigualdad para todos. Hoy, globalidad e irresponsabilidad fraternizan en exceso. La izquierda deberá insistir en la necesidad de un ordenamiento político internacional que «regule la expansión y la haga conciliable con los valores de la democracia, de la libertad individual y colectiva, así como la justa distribución de la riqueza» (D’Alema).
El futuro de la izquierda, ha dicho el ex primer ministro italiano, es idéntico a su capacidad de proponer y transformarse. No hay izquierda que no sepa proyectar el futuro sin sacrificar valores permanentes de igualdad (no igualitarismo o nivelación) junto con valores de libertad para escoger; junto con valores que nos liberen de la necesidad. El capitalismo propone las razones de la economía. Pero la democracia propone los valores del consenso político. En el compromiso entre ambos, la izquierda es el espacio político en el que los más débiles de la sociedad y del mercado pueden combatir y negociar sus conquistas.
El desafío, por supuesto, es muy grande. Otra parte, más radical, de la izquierda italiana argumenta que el capitalismo global ha dejado de buscar consensos y vive en constante contradicción con su propio Estado de derecho y sus propias declaraciones de derechos humanos. No hay derechos del hombre. Hay derechos del mercado.
Esta crítica radical no excluye, al cabo, las metas de primacía política y gobernanza de la globalidad que propone la izquierda reformista. Pensar lo contrario, es darle todas las ventajas al statu quo y animar, incluso, el desaliento ante lo supuestamente inevitable. En Italia, Walter Veltroni y la democracia de izquierda ofrecen, en cambio, múltiples pautas para seguir distinguiendo, como nos lo pide Bobbio, a derecha de izquierda, otorgándole a ésta el proyecto de más crecimiento con más igualdad.
No paso por alto, sin embargo, la saludable actitud de mi amiga Rossana Rosanda: Es preferible tener más dudas que razonables certezas. Ello, quizás, también es parte de una nueva izquierda que abandona los terribles lastres de los dogmatismos que han conducido, una y otra vez, a su fragmentación, ayuno propositivo y, al cabo, derrotas. Duele admitir que el caso de la izquierda mexicana es particularmente ilustrativo en este respecto.
Después de las elecciones democráticas del 2 de julio de 2000, que pusieron fin a setenta y un años de gobierno por un partido único (el PRI o Partido Revolucionario Institucional), la vida partidista mexicana reveló su anacrónica insuficiencia. El PRI vivía de su simbiosis con el Presidente de la República. PRI sin presidente es como huevo sin sal: una gallina descabezada corriendo a tontas y a locas por un corral cercado de nopales. El PRD (Partido de la Revolución Democrática) representó la oposición de izquierda al PRI pero, como éste, da muestras de desfallecimiento interno. Sus consignas contra el PRI ya no tienen sentido: ambos son partidos de oposición. Pero las propuestas del PRD se parecen demasiado a las de la vieja izquierda nacionalista, hambrienta de un macroestado, grande por su tamaño aunque pequeño por su eficacia. Renuente a aprovechar las ventajas del mundo moderno e inclinada a condenarlas en bloque como parte de un complot contra la nación, exonerante de las dictaduras extranjeras si se dicen de izquierda, la izquierda mexicana requiere una puesta al día que la conduzca por el camino de la socialdemocracia. Hay una parte del viejo PRI sin redención: son los llamados dinosaurios incapaces de abandonar sus añoradas prácticas del fraude electoral.
Pero hay otra parte de talante socialdemócrata que preserva las mejores tradiciones de la Revolución Mexicana pero las pone al día en un país abierto al mundo, a la modernidad crítica y a las oportunidades de construir globalidad y modernidad a partir de la localidad.
Escribo en el 2001. El centroderecha (el Partido Acción Nacional del presidente Vicente Fox) está en el poder. Frente a él, la única oposición viable es la socialdemocracia de centroizquierda.
La transición democrática española ha sido el gran ejemplo del paso de una dictadura mucho más dura que la del PRI a un Estado democrático. Cuatro décadas de guerra civil y dictadura franquista impusieron obligaciones a España que sus actores políticos supieron cumplir con el ánimo de servir al país y a la democracia, no a sus intereses partidistas. El rey Juan Carlos fue el gran mediador de todas las tendencias, el fiel de la balanza.
La izquierda posfranquista sólo llegó al poder en 1982 con un político excepcional, Felipe González, a la cabeza. Durante trece años, González y el Partido Socialista en el poder enfrentaron y resolvieron el gran problema del posfranquismo: equiparar las estructuras políticas al desarrollo económico y social, adecuando las tres fúerzas —política, economía y sociedad— a la Europa que se preparaba para dejar atrás tanto los simplismos maniqueos de la guerra fría como las fórmulas vencidas del llamado socialismo real al este del río Elba.
El gobierno de Felipe González animó el desarrollo del mercado interno español, pero siempre acompañado de políticas sociales a favor del empleo, el salario, la producción y la salud. Demostró que la izquierda moderna puede satisfacer las demandas del crecimiento junto con las de la justicia, allí donde la derecha recalcitrante sólo contempla, sea la restauración de añejos privilegios, sea la exclusión pura y llana de las demandas sociales. Al integrar a España en la Comunidad Económica Europea, González obtuvo para su país ventajas enormes a fin de equiparar cuanto antes los retrasos de la Península Ibérica en materia de comunicaciones, modernización de la planta industrial y capitalización, a los adelantos del occidente europeo. La España socialista no perdió soberanía: ganó cooperación.
Como toda obra política, la de Felipe González y sus compañeros del PSOE fue imperfecta, tuvo altibajos y sufrió la usura del tiempo. Pero yo veo en González y el socialismo español los perfiles de una izquierda democrática para el siglo XXI, una izquierda que no satanice ni a la empresa privada ni al Estado, sino que a ambos les dé sus funciones propias y éstas se sostengan sobre el vigor y pluralidad de la sociedad civil, la vida partidista y el ejercicio efectivo y vigilante de los procesos democráticos.
América Latina, donde los estragos del estatismo excesivo por una parte y del mercado salvaje por la otra, han demostrado sus respectivas insuficiencias para atender la pavorosa miseria y desigualdad de un continente de cuatrocientos millones de seres donde doscientos millones se encuentran sumidos en la pobreza, tiene el derecho de confiar en una izquierda democrática postsoviética que le devuelva poder a la gente en un marco de atención a las prioridades del orden social: salud, educación, techo, trabajo, salarios, infraestructuras, derechos de la mujer, cuidado para la tercera edad, respeto a las minorías sexuales y a la libertad de expresión, protección a las etnias, combate al crimen, seguridad ciudadana. Una izquierda menos ideológica y más temática.
La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda. Éste será el desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron durante el siglo XX.
Busco en vano un personaje histórico más completo que Jesús, el Cristo. Las figuras que con paso más recio han cruzado el escenario del tiempo carecen, por su intensa actividad externa, del reino espiritual interno de Jesús. Los místicos mismos, dada la intensidad de su vida interior, no poseen el lugar en la plaza que ocupa Jesús, como ser histórico activo. Los más grandes científicos, por obediencia a la indispensable objetividad de los resultados creíbles, se abstienen de atribuibles dimensiones espirituales, ni siquiera morales. No se puede culpar a Albert Einstein de la muerte en Hiroshima, aunque sí se puede culpar a Himmler de la muerte en Auschwitz. Los defectos personales de los grandes creadores místicos son anecdóticos aunque interesantes, así como sus virtudes. Pero, al cabo, la obscenidad de Mozart, el desaliño de Beethoven, la descortesía de Gogol, la gula de Balzac, los vicios de Coleridge o de Baudelaire, en nada afectan nuestra admiración por sus obras. Nadie desearía tener de vecino a personaje tan neurótico como Dostoyevsky. Y seguramente, Bach sería el más sereno e invisible habitante de un condominio. Donde se mezclan más conflictivamente la personalidad pública y la privada de un artista es en el espacio ideológico. Aragón, Éluard, Neruda, Alberti como protagonistas del comunismo; Benn, Pound, D’Annunzio, Céline, Brasillach como soportes del fascismo, han merecido severas reprobaciones que, al cabo, no dañan intrínsecamente a su obra. En cambio, las víctimas de la intolerancia, la dictadura y el dogma, rebasan a veces el altísimo nivel de su obra para ser admirados, sobre todo, como mártires, de Vives a Lorca y Miguel Hernández, de Giordano Bruno a Osip Mandelstam e Isaac Babel, de Sor Juana Inés de la Cruz a Ana Ajmátova. La larga fila de los desterrados por la Alemania nazi, la Rusia soviética, la España franquista, las dictaduras latinoamericanas, el macartismo norteamericano.
La singularidad de Jesús es que la permanencia, fama o valor de su obra nace de la oscuridad y el anonimato. De no ser rescatado por los Apóstoles y propagandizado por San Pablo, es probable que el humilde predicador de Galilea se hubiese perdido, uno más entre los centenares de hombres santos que recorrieron las rutas del mundo antiguo. Pero nada, ni los Evangelios, ni San Pablo, ni la mismísima Iglesia cristiana, puede arrebatarle a Jesús su condición de hombre humilde, desprovisto de poder, desnudo de lujos, que gracias a su humildad y pobreza, se convierte en el más poderoso símbolo de la salvación humana.