Convertir la experiencia en destino. Si éste es un rasgo propio de lo trágico, la filosofía del progreso y la salvación de las almas los oscurece. No creer en el Diablo es darle todas las oportunidades, escribe André Gide. Y el mundo occidental, al expulsar la tragedia de la historia, permitió que su lugar lo ocupase el crimen. En vez del progreso fatal y feliz anunciado por el Siglo de las Luces y su heredero, el siglo XIX industrial, el siglo XX se convirtió en el siglo del horror histórico, el crimen impune, la tragedia enmascarada. Kafka y Beckett le dan su más alta representación europea. En Kafka, el héroe tradicional amanece convertido en insecto, pero en insecto que se sabe insecto y piensa: Hay un abismo entre el mundo y yo pero el abismo se presenta como algo colmado por el poder. Conocemos el vacío que ocupa el poder usurpador pero, aun conociendo la mentira, asistimos estupefactos e inermes a la representación que la disimula. Dios ha muerto y no lo mataron los ateos ilustrados, sino una banda de vagabundos que, contra toda evidencia, están esperando a Godot.
La tragedia faulkneriana se inserta en esta búsqueda dolorosa de un mundo en el que, graduados de la oscuridad, podamos mirar con claridad las consecuencias de nuestra «Libertad rebelde», como la llamó Büchner en La muerte de Danton. Faulkner, entonces, escribe desde la más optimista y futurista de las sociedades, los Estados Unidos de América, donde «nada tiene más éxito que el éxito mismo». Esto convierte a los Estados Unidos en un país excéntrico, ya que la mayoría de las naciones tiene una experiencia inmediata y desastrosa del fracaso.
Faulkner disiente del optimismo fundador de «el Sueño Americano» para decirles a sus compatriotas: también nosotros podemos fracasar. También nosotros podemos portar la cruz de la tragedia. Esa cruz lleva el nombre del racismo. El Norte no derrotó al Sur. El Sur ya se había derrotado a sí mismo esclavizando, humillando, persiguiendo y asesinando al Otro, al hombre, a la mujer y al niño «diferentes» del poder blanco. Pero el dolor de la tragedia puede redimirnos, si al cabo reconocemos la humanidad compartida con los otros.
La tragedia faulkneriana se inscribe dentro de un espacio definido —el condado de Yoknapatawpha, cuya traducción de la lengua chicasó es «la tierra dividida»— y a partir de las raíces familiares que se hunden en esa tierra: los Sartoris y los Compson aristócratas, los Snopes advenedizos. Pero la tragedia es desencadenada muy a menudo por el extraño, por el «intruso en el polvo», que llega a Mississippi con otro perfil, amenazante por diferente, trátese de Charles Bon en ¡Absalón, Absalón! o de Lena Grove en Luz de agosto —la extranjera de afuera que nos revela al extranjero de adentro, el negro Joe Christmas. Expándanse en grandes genealogías familiares o en grandes etapas históricas, las novelas de Faulkner son novelas de una tierra —el Sur— pero la historia, la geografía, la sociedad y las familias se resuelven y se significan, al cabo, en dos elementos trágicos: el destino individual y el testimonio colectivo. La serenidad de Lena Grove, la amarga sexualidad de Joanna Burden y la fatalidad del negro Joe Christmas son caracteres individuales en el gran coro colectivo de la tragedia faulkneriana. En el centro de este coro, una mujer resiste y sobrevive para contar: Miss Rosa Coldfield. Fuera del coro, un descendiente sobrevive para recordar: Quentin Compson.
Entre todos —protagonistas y escena, coros y corifeo—, la tragedia faulkneriana se integra, más allá de la historia del Sur, como la gran tragedia sofocleana se integra, más allá de la historia de Grecia, en el tiempo vivido como oportunidad de convertir la experiencia en destino. Acaso sea el tiempo, al cabo, el centro de la tragedia faulkneriana. Su prodigiosa amplitud, su incomparable receptividad, se encuentra en las palabras de Quentin cuando advierte que el presente empezó hace diez mil años y el futuro está ocurriendo hoy. Su trágica fatalidad, su prisión en la tierra, la define Joe Christmas cuando dice: «He ido más lejos en estos siete días que en los pasados treinta años. Pero nunca he logrado salir del círculo. Nunca me he escapado del círculo de lo que ya hice y nunca podré deshacer.»
Es esta tensión temporal entre nuestra manera de vivir, entender y sufrir el pasado, el presente y el futuro, donde la modernidad trágica de William Faulkner encuentra su grandeza narrativa.
Faulkner identifica su tema trágico: la restauración de la comunidad dividida, no por la historia, sino por hombres y mujeres que ya han dividido sus tierras y sus almas. Faulkner reúne todos los tiempos de sus personajes en el presente narrativo. Porque para el autor de ¡Absalón, Absalón!, la unidad de todos los tiempos es la única respuesta posible a la división. Lo que propone Faulkner es la afirmación del Yo Soy colectivo contra las fuerzas de la Separación. Sus novelas adquieren la forma de «la oda, la elegía, el epitafio nacidos de una reserva amarga e implacable que se niega a la derrota».
En mi vida, cuatro temas políticos a la vez que socioeconómicos han centrado la atención de la gente. Entre 1928 y 1939, la revolución, el fascismo y la crisis económica. Piers Brendon, de la Universidad de Cambridge, la ha llamado la era del «valle sombrío». Fueron once años en los que la estupidez y el mal combatieron por la supremacía calificativa. El mal lo personificaron los totalitarismos ascendentes: el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán, el militarismo japonés, y el estalinismo ruso. La estupidez, la cobardía ciega y la cautela elegante de las democracias europeas, Francia e Inglaterra. La zona de prueba y combate, la terrible guerra civil española, arena de todas las valentías y de todas las cobardías, de todas las glorias y de todas las miserias de eso que Eric Hobsbawm ha llamado «el siglo más breve». De esa década terrible quienes salen mejor librados son los Estados Unidos de América. Enfrentados, como todo el mundo, a la depresión económica, la inflación, el desempleo y la crisis del capitalismo, Franklin Roosevelt y el Nuevo Trato no tuvieron que apelar al totalitarismo estalinista ni al totalitarismo hitleriano. Convocaron al capital humano, a la imaginación democrática, a la dinámica social.
El segundo tema que nos absorbió fue la Segunda Guerra Mundial. Ha sido llamada la única guerra buena y necesaria. No cabía duda. Jamás se ha encarnado el mal de manera tan perfilada y atroz como en el nazismo. Combatirlo absolvía de pecado cualquier alianza con el mal menor —Stalin— pero imponía una fe casi absoluta en el bien de la libertad, que representaba la lucha de los Aliados. Los males del capitalismo occidental y del totalitarismo soviético eran opacados por el mal absoluto del Holocausto, los campos de concentración, la esclavitud impuesta a Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y los Balcanes, a Grecia… Incluso los crímenes de las purgas estalinistas parecieron borrados, un instante, por el sitio de Leningrado y la gloria de Stalingrado.
El júbilo del triunfo aliado pronto degeneró en la tercera, larga y terrible etapa de la guerra fría. Casi medio siglo de maniqueísmo a ultranza, los buenos aquí, los malos allá. El sometimiento total de la Europa central a la dictadura soviética. Y el reflejo simétrico de la intolerancia y la cacería de brujas en el macartismo norteamericano. Y si los Estados Unidos, al cabo, reaccionaron contra la «indecencia» macartista, impusieron a su corral vecino, la América Latina, una satanización represiva y regresiva contra toda reforma económica y social democrática en nombre de la paranoia anticomunista que hermanó al imperialismo norteamericano con el militarismo latinoamericano. Las guerras de Centroamérica se iniciaron en Guatemala en 1954 y sólo terminaron, gracias a la gestión diplomática de Contadora y las iniciativas del presidente de Costa Rica, Óscar Arias, en la década de los ochenta. De John Foster Dulles («Los Estados Unidos no tienen amigos, tienen intereses») a Ronald Reagan («Los sandinistas pueden llegar en veinticuatro horas de Managua, Nicaragua, a Harlingen, Texas»). Iberoamérica debió sufrir la muerte de más de trescientos mil centroamericanos y la tortura, desaparición y muerte de miles de argentinos, uruguayos, chilenos y brasileños. Atroz aritmética de la guerra fría en Latinoamérica, cuyas heridas no acaban de cerrarse. La memoria del horror está viva. He conocido mujeres chilenas violadas por perros en presencia de sus hijos y de sus maridos en las mazmorras del salvador del cristianismo, Augusto Pinochet. He conocido madres argentinas que no volverán a ver a sus hijos «desaparecidos» por la sevicia de los militares mandados por Jorge Videla. He visto el terror que palidece los rostros de hombres y mujeres del Sur con sólo mencionar al «ángel de la muerte», el rubio y bello capitán Astiz, especialista en arrojar monjas vivas desde un avión al Río de la Plata; con sólo mencionar al general chileno Contreras, asesino de Orlando Letelier en las calles de Washington, de Carlos Prats en las calles de Buenos Aires, de Bernardo Leighton en las calles de Roma. Ariel Dorfman no falta a la verdad en su pieza teatral La muerte y la doncella. En los separos [calabozos] de la DINA en Santiago de Chile, los esbirros de la dictadura se divertían introduciendo ratones vivos en las vaginas de las prisioneras.
El siglo más corto. De Sarajevo 1914 a Sarajevo 1994. Qué largo resulta en comparación el siglo XIX que va de la Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Qué largo, también, culturalmente, un siglo que se extiende en literatura de Goethe a Joyce; en pintura, de Ingres y Delacroix a Matisse y Bracque; en filosofía, de Schopenhauer y Kant a Husserl y Heidegger. Y qué corto un siglo XX que empieza con Picasso y termina con Picasso.
El tema final del siglo XX se prolonga ya en el XXI y se llama la globalización (la mundialización para la excepcionalidad francesa). Y yo, que he vivido las cuatro etapas, digo ahora que la globalización es el nombre de un sistema de poder. Y, como el Espíritu Santo, no tiene fronteras. Pero como el Monte Everest, está allí. Y como la ley de la gravedad, es una evidencia irrebatible. Pero como el dios latino Jano, tiene dos caras. La buena cara es la del avance técnico y científico más veloz de toda la historia. El libre comercio, postulado de la libertad económica desde los días del zoelverein prusiano que preparó la unificación de Alemania. Las inversiones foráneas productivas. La accesibilidad y difusión de la información que deja desnudos a muchos emperadores que antes se cobijaban con las hojas de parra de las selvas asiáticas, africanas y latinoamericanas. La universalización del concepto de los derechos humanos y el carácter imprescriptible de los crímenes contra la humanidad: el caso de Pinochet, el asesino y torturador chileno, fuente de toda orden criminal durante su dictadura.
Pero Jano tiene otra cara menos atractiva. La velocidad misma del desarrollo tecnológico deja atrás, quizás para siempre, a los países incapaces de mantener el paso. El libre comercio acentúa las ventajas de las grandes corporaciones competitivas (muy pocas) y arrumba a la pequeña y mediana industria sin la cual los niveles de empleo, salario y bienestar de las mayorías sufren y restan soporte al desarrollo del tercer mundo. En consecuencia, la globalización acentúa la división entre ricos y pobres, internacionalmente y dentro de cada nación: el 20 por ciento de la población del mundo consume el 90 por ciento de la producción mundial. Se levanta el espectro de un darwinismo global, como lo ha llamado Óscar Arias. Las inversiones especulativas privan sobre las productivas: el 80 por ciento de los seis mil millones de dólares que circulan diariamente en los mercados globales son capitales de especulación. Las crisis de la globalización, por este motivo, no son crisis de las empresas ni de la información ni de la tecnología: son crisis del sistema financiero internacional, provocadas por la ruptura de los controles sociales de la economía y la disminución del poder político frente al poder cresohedónico.
Unión de Creso —dinero— y Hedoné —placer—, la cultura global se convierte en un desfile de modas, una pantalla gigante, un estruendo estereofónico, una existencia de papel cauché. Nos convierte en lo que C. Wright Mills llamó «Robots Alegres». Nos condena, según el título de un célebre libro de Neil Postman, a «divertirnos hasta la muerte». Mientras tanto, millones de seres humanos mueren sin haber sonreído nunca. Un vasto traslado del mundo rural a las ciudades acabará, en el siglo XXI, por erradicar una de las más viejas formas de vida, la vida agraria. Sólo habrá vida citadina. Y sólo habrá una crisis generalizada de la civilización urbana: pandemias incontrolables, gente sin techo, infraestructuras desmoronadas, discriminación contra las minorías sexuales, la mujer, el inmigrante. Mendicidad. Crimen.
¿Hay respuestas a esta crisis? ¿Qué papel le corresponde en el siglo XXI a esa izquierda en la que yo me eduqué, cuyos ideales asimilé, cuyas crisis atestigüé y critiqué? ¿Puede volver la política a ejercer control sobre los mercados anárquicos? ¿Tiene un papel el Estado en el mundo global? Las hay. Lo puede. Lo tiene. El antiestatismo friedmanita de los años Reagan-Thatcher de mostró su hipocresía y su insuficiencia. Declarado obsoleto, el Estado resultaba bien vigente para rescatar a bancos quebrados, a financieros fraudulentos y a industrias bélicas mimadas. En 2001, nos damos cuenta de que no hay democracias estables sin Estado fuerte. Lejos de disminuir al Estado, la globalización extiende las áreas de la competencia pública. Lo que ha disminuido es el Estado propietario. Lo que es más necesario que nunca es el Estado regulador y normativo. No hay nación desarrollada en la que esto no sea cierto. Con más razón, deberá serlo en países con agentes económicos débiles: la América Latina.
Están a la vista los efectos nocivos de una globalización que escapa a todo control político, nacional o internacional, para favorecer a un sistema especulativo que en palabras de uno de sus más sagaces protagonistas, George Soros, ha llegado a sus límites. Si continúa sin frenos, advierte Soros, el mundo será arrastrado a una catástrofe. Las crisis de la globalización —Filipinas, Malasia, Brasil, Rusia, Argentina— tienen un origen perverso: sobrevalúan al capital financiero pero subvalúan al capital social.
La misión del conjunto social dentro de lo que, a falta de mejor denominación, seguiremos llamando «la nación», consiste en reanimar los valores del trabajo, la salud, la educación y el ahorro: devolverle su centralidad al capital humano.
¿Es tolerable un mundo en el que las necesidades de la educación básica en las naciones en desarrollo son de nueve mil millones de dólares, y el consumo de cosméticos en los Estados Unidos también es de nueve mil millones de dólares?