Como a muchos padres que nos quedamos en José Alfredo Jiménez y Ella Fitzgeraid, a mí me resultaba difícil seguirle a mi hijo por los meandros de sus gustos musicales. En cambio, sentía una identificación amorosa con sus gustos literarios. La poesía de Keats, Baudelaire y Rimbaud, el teatro de Oscar Wilde, las novelas de Jack Kerouac y la filosofía de Nietzsche… Me di cuenta de que, en la lectura, Carlos trascendía la imagen para buscar afanosamente —no sé si para alcanzarla— la metáfora, es decir, la encarnación de las cosas del mundo en su parentesco más misterioso, más lejano pero más cierto: la relación más olvidada pero más natural, simplemente, entre esto y aquello.
Carlos, desde el lecho de los hospitales que debió frecuentar a medida que recobraba milagrosamente la vista y el oído pero perdía, a veces por errores irresponsables e imperdonables de la cirugía, otras funciones vitales, no abandonaba nunca el papel y la pluma, el dibujo y el poema, en una búsqueda febril del sentido profundo de todas las cosas que le iluminaban la vida al tiempo que se la arrebataban. Digo «milagro». Tiene un nombre: la atención de un eminente epidemiólogo mexicano, el doctor Juan Sierra, devolvió a Carlos, una y otra vez, a la vida creativa.
Carlos realizó su trayecto artístico con urgencia, con alegría, con dolor, pero sin una sola queja. Sus ojos profundos, brillantes a veces, ausentes otras, nos decían que el dolor individual de nuestro cuerpo es no sólo intransferible, sino inimaginable para los demás. Si no lograba transmitirlo en un poema o una pintura, el dolor permanecería para siempre mudo, solitario, dentro del cuerpo sufriente. Hay una gran diferencia entre decir «el cuerpo me duele» y «el cuerpo duele». Cómo darle voz a uno y otro dolor es el enigma planteado por Elaine Scarry en su gran libro. El cuerpo adolorido. Mi hijo Carlos se lo propuso a sí mismo en términos de urgencia verbal y visual. «¿Viviré mañana?», se pregunta en uno de sus poemas.
¿Viviré mañana? No lo sé decir.
Pero no me iré de aquí sin resistencia.
Esta recámara es mi núcleo.
Pensar bajo las cobijas es mi fuga,
con los ojos cerrados,
para escuchar un miedo escondido en el silencio,
mi miedo que al romperse se vuelve el desconocido mal.
Sea bienvenido el misterio.
Pero mi reacción, desconocida también,
también por ello me aterra.
Entonces mi temor no tiene tiempo
de pensar su propio terror
y la belleza me embarga toda entera.
No existe lo predecible,
y éste es el temor mayor.
[…]
Quiero verte
en la misma posición, sacudida en llanto,
despojada por sólo una semana más
de tus débiles apoyos.
«Cada hombre mata lo que más quiere.»
Cada mujer se dejará amar hasta la muerte.
¿Cuál es el amor hasta la muerte?
¿Es sólo un peregrino de todas las semejanzas?
Mi hijo sentía una gran identificación con los artistas que murieron jóvenes, John Keats, Egon Schiele, James Deán, GaudierBrezka… No tuvieron tiempo, me decía Carlos, de ser otra cosa sino ellos mismos. Alguna vez le hablé de su tío desaparecido, Carlos Fuentes Boettiger, el hermano de mi padre, muerto de tifoidea al iniciar sus estudios en la ciudad de México a los veintiún años de edad. Como Carlos mi hijo, Carlos nuestro tío empezó a escribir muy joven y publicó en Jalapa, Veracruz, una revista literaria que contó con el apoyo del poeta Salvador Díaz Mirón. Hay una extraña similitud entre el poema de mi hijo muerto a los veinticinco años y otra de mi tío muerto a los veintiún años. Encuentro en la revista Musa Bohemia un poema escrito por mi tío Carlos Fuentes en 1914:
Tengo miedo al reposo, aborrezco el descanso…
Me acobarda la noche.
Porque entonces mi vida se yergue en un reproche,
me mira gravemente y me muestra después
el fantasma tremendo, la terrible vejez…
Ninguno de los dos Carlos llegó a «la terrible vejez», pero el temor de lo impredecible nos acerca a mi mujer y a mí, padres de Carlos Fuentes Lemus, al dolor que hoy entendemos mejor de tantos amigos nuestros que perdieron tempranamente a un hijo.
Junta de sombras, fatalidades entrelazadas y muerte, junto con las personas, de todo lo que dejan, inerte, en un cajón, en un ropero, en un lienzo vacío o una página en blanco. Y a pesar de todo, pugnamos por mantener el calor del objeto, la vigencia del trazo, la huella del caminante… Qué alegría nos dio saber que la última noche de su existencia, desde Puerto Vallaría, Carlos, dotado de una intuición feliz y terrible a la vez, estuvo llamando por teléfono a todos sus amigos en todo el mundo, contándoles sus planes para terminar su película, publicar su libro de poemas, exponer sus cuadros, decirles que estaba contento, fuerte, lleno de creatividad, enamorado de su novia Yvette. A la mañana siguiente caería fulminado por un infarto pulmonar.
Quedamos solos Silvia y yo. Nuestra entrañable amiga Carmen Balcells entendió mejor que nadie la relación entre la madre y el hijo:
Pienso sobre todo en Silvia, porque ella ha tenido toda su vida una dedicación extraordinaria con ese muchacho y ha vivido en un continuo sobresalto sobre su salud. Recuerdo perfectamente una visita que hice a Carlos en Nueva York y me impresionó su fragilidad y el desvelo de Silvia, que más que una mamá, parecía una novia o una amiga entrañable ofreciendo su inquebrantable apoyo a un muchacho lleno de inquietudes y de deseos juveniles de entrar en una normalidad que nunca le fue posible…
Los exorcismos de la muerte se vuelven a veces profecías de la vida. Carmen Balcells tiene razón. En Los años con Laura Díaz, evoqué la muerte de mi tío Carlos Fuentes en Veracruz a principios de siglo, pero quise evitar, escribiéndola, la muerte de mi hijo Carlos, transformado en el segundo Santiago de la genealogía de Laura Díaz:
Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia… Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí? No me traicionen con la piedad. Seré un hombre hasta el fin.
El que trabaja de noche acaba sintiéndose el creador del mundo. Sin la tarea nocturna, no aparecería el siguiente sol. Cuando yo me acostaba a dormir, Carlos pasaba a despedirse envuelto en una vieja bata de playa.
Sólo una vez, creyendo que yo dormía, se alejó murmurando, «I am damned», «Estoy maldito». Entonces entraba a la noche y la noche le daba toda la educación que necesitaba. La noche era su metáfora. Descendía la noche y nada podía detenerla. Era la hora de una creación contra la oscuridad y la muerte.
La muerte de Carlos dejó en mí y en su madre la realidad de cuanto es indestructible. Vivía ya en nosotros y no lo sabíamos. No sé si esto es solaz suficiente para la persistente pregunta que nos hace la pérdida de la promesa. «Morir joven es una cabronada», nos dice nuestro amigo el escritor catalán Terenci Moix. Sentimos la obligación espontánea, feliz, de hacer por el muerto lo que él ya no pudo hacer. Pero esta experiencia vicaria no basta. Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos, felices o desgraciados, activos o pasivos, tienen lo que el padre no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos. Son nuestro compás de espera. Y nos imponen la cortesía paterna de ser invisibles para nunca disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesita creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. Y el hijo, dijo maravillosamente Wordsworth, es el padre del hombre.
Sus hermanas acompañaron a Carlos más allá de la muerte. Natasha escribió sobre él: «Carlos era romántico de corazón y pienso que para su mundo y su cabeza más sanas que la mayoría, su muerte fue más bella que dos meses en el hospital. Príncipe criollo, no hay quien no te quisiera.» Y Cecilia, a nuestro lado en todo momento, reunió en un video los momentos preservados de la vida de su hermano. Viendo el homenaje de mis hijas a mi único hijo, entendí que un hijo merece la gratitud del padre por un solo día de existencia en la tierra.
Los niños latinoamericanos, eurolatinos y también, supongo, francoafricanos y francoasiáticos, estudiamos la historia universal en los libritos verdes de los señores Malet e Isaac que dividían las épocas muy nítidamente en Edad Media, Edad Moderna y Edad Contemporánea. La primera se iniciaba con la consolidación del Cristianismo tras la caída de Roma. La segunda, a escoger, entre el Descubrimiento de América y la Caída de Constantinopla. Y la tercera, qué duda cabe, con la Revolución Francesa de 1789.
Era una historia del Occidente para el Occidente. Pero detrás del catálogo de fechas y eventos se dibujaban tiempos y espacios más significativos. El sistema jerárquico medieval, ordenado verticalmente y fundado en la fe, debió su vitalidad a la tensión política entre el poder espiritual y el poder temporal. De esta tensión —ausente del mundo bizantino y ruso— nacería, al cabo, la democracia. El Renacimiento puso fin al fraccionamiento feudal y vio el nacimiento de los Estados-Nación, impulsados por la tradición comercial y mancillados por las guerras de religión. La conquista de los pueblos no europeos admitió a éstos en la historia universal, pero a condición de dejarse colonizar —es decir, «civilizar», es decir (sin comillas) explotar—. Fue la era de las monarquías absolutas por derecho divino, socavadas al cabo por el surgimiento de burguesías industriales y mercantiles cuyos gritos de emancipación fueron las revoluciones francesa y norteamericana. La era contemporánea, por último, era presentada como un siglo XIX de desarrollo material que prometía, al iniciarse el siglo XX, la sinonimia de progreso, libertad y felicidad: el sueño de la modernidad, el triunfo del optimismo de Condorcet.
El esquema milenario poseía, de esta manera, un espacio: el mundo entero colonizado por el Occidente —pero sólo un tiempo, precisamente el de la historia occidental como medida de lo propiamente humano: Hume, Herder, Locke. Y qué duda cabe que un milenio occidental escrito por Dante, Cervantes y Shakespeare, cantado por Bach, Mozart y Beethoven, construido por Brunelleschi, Fischer von Eriach y Christopher Wren, pintado por Rembrandt, Velázquez y Goya, pensado por Tomás de Aquino, Spinoza y Pascal, esculpido por Bernini, Miguel Ángel y Rodin, novelado por Dickens, Balzac y Tolstoy, poetizado por Goethe, Leopardi y Baudelaire, filmado por Eisenstein, Griffith y Buñuel, y explicado por Kepler, Galileo y Newton, es un milenio que no sólo le da gloria al Occidente, sino a la humanidad entera.
¿Cómo es posible ser persa?, se preguntó, irónicamente, Montesquieu en un Siglo de las Luces que dejaba en la sombra —pese a Vico— a la mayoría no blanca, no europea, de la humanidad. La conquista o reconquista de la presencia histórica de los pueblos marginados de Asia, África y América Latina ha sido uno de los hechos fundamentales del milenio. Resulta que no había una sola historia. Había muchas historias. No había una sola cultura. Había muchas culturas.
Llegar con esta conciencia al fin del milenio es uno de los triunfos del milenio.
En cambio, el tiempo que termina tendrá la marca cainita de la violencia del hombre contra el hombre. El homo homini lupus de Hobbes maculó las grandes conquistas científicas y artísticas del milenio. La intolerancia se desplegó desde los tribunales católicos y protestantes hasta los tribunales de Vishinsky y de McCarthy. En medio, una historia universal de la violencia escribió páginas de dolor creciente en la conquista de América, en la Guerra de los Treinta Años, en la persecución y expulsión de las minorías árabe y judía de Europa, en el ataque colonial europeo contra el África negra, la India, China, pero también en la expansión económica gracias al trabajo forzado, al trabajo infantil, a la esclavitud racial y a la marginación del sexo femenino.
La capacidad del hombre para infligirle dolor al hombre culminó en nuestro propio, moribundo siglo XX.
Jamás, en toda la historia, murieron tantos seres humanos tan cruelmente. Súmese los millones de muertos en las dos guerras mundiales y en las subsecuentes guerras coloniales —Argelia, Vietnam, el Congo, Rhodesia, Centroamérica— a las víctimas del terror interno, el exterminio ordenado por Adolf Hitler contra judíos, católicos, comunistas, gitanos, eslavos y homosexuales; el exterminio sistemático de sus propios camaradas primero y de millones de ciudadanos después, en las prisiones de Josip Stalin y, en escala más modesta pero no por ello menos dolorosa, las víctimas de las dictaduras militares latinoamericanas, prohijadas y protegidas por los gobiernos de los Estados Unidos de América.
Lo extraordinario de este recuento es que el milenio del mayor progreso técnico y científico de la historia coincidió con el milenio del mayor retraso político y moral, comparativamente, de la historia. Ni Atila ni Nerón ni Torquemada fueron menos crueles que Himmler, Beria o Pinochet. Pero tampoco tuvieron que medirse con Einstein o Freud. La tragedia del milenio al morir el milenio es que, contando con todos los medios para asegurar la felicidad, los hayamos violado empleando los peores métodos para asegurar la desgracia. Fleming, Salk, Crick y Wasson, Pauling, Marie Curie. Todos los grandes benefactores del siglo que termina deben convivir para siempre con las sombras de los verdugos fatales pero innecesarios, los criminales históricos que no tuvieron necesidad ni justificación alguna para matar a millones de seres humanos.
La violencia de la tragedia antigua se presentaba como parte de la lucha ética de la humanidad: somos trágicos porque no somos perfectos. Las tiranías del siglo XX convirtieron la tragedia en crimen: tal es el crimen trágico de la historia contemporánea. Los monstruos políticos le negaron a la historia la oportunidad de redimirse conociéndose. La víctima del Gulag, de Auschwitz o de las prisiones argentinas fue privada del reconocimiento trágico para convertirse en cifra de la violencia, víctima número nueve, nueve mil o nueve millones… El significado profundo de algunos grandes escritores del siglo que termina —pienso sobre todo en Franz Kafka y en William Faulkner, en Primo Levi y Jorge Semprún— ha consistido en devolverle dignidad trágica a las víctimas de una historia criminal.