¿Cómo serán suplidos los centros de identificación nacionales, y colectivos?
En respuesta, nos gustaría creer que a medida que se diluyen las instancias nacionalistas, se configuran las instancias internacionalistas.
No es así.
El caso de Kosovo demuestra los peligros y las dudas que embargan al nuevo orden internacional.
La intervención armada contra un Estado delincuente está prevista en la Carta de las Naciones Unidas. Lo que no está previsto es que una organización regional, la OTAN, se arrogue el derecho a la intervención pasando por encima del orden jurídico internacional, sembrando la confusión y la inseguridad y promoviendo un derecho de facto a la injerencia.
No habrá un nuevo orden internacional si se permite a los más fuertes intervenir según su capricho —sólo para encontrarse con dilemas que dañan al derecho, a la seguridad y a las propias potencias injerentes.
Esto no significa que no haya remedio.
Todo lo contrario. La crisis de los Balcanes nos aboca a todos a introducir reformas en un sistema internacional creado para y por medio centenar de naciones vencedoras al terminar la Segunda Guerra Mundial, a fin de darle, hoy, mayor representatividad y mayor agilidad a las instituciones internacionales.
Conversando un día en Roma con el entonces primer ministro italiano, Massimo D’Alema, convencido de que la OTAN debió actuar en Kosovo, confesó que él había procedido con la convicción de estar en lo justo, pero con angustia también y, sobre todo, consciente de que la tragedia pudo evitarse actuando desde hace una década para impedirla con medios diplomáticos y jurídicos. «No ha sido éste el caso», dijo D’Alema, pero a fin de que Kosovo no se repita, lo que corresponde es reformar el sistema internacional creando —cito al Premier italiano— «instrumentos de prevención de las crisis, basándose no sólo en medios militares, sino también en recursos políticos y económicos».
En otras palabras: nueva legalidad para una nueva realidad.
Nos encontramos ante una situación en que la jurisdicción internacional se diluye, pero también las soberanías nacionales, némesis anterior del derecho de gentes, palidecen y se debilitan ante un asalto imprevisto hace medio siglo.
Ese movimiento se llama la globalización y en ella ponen hoy sus esperanzas —pero también en ella ven reflejados sus temores— muchísimos hombres y mujeres en el umbral del siglo XXI.
La globalización somete y hasta descarta la ideología del nacionalismo en la que se fundó el mundo moderno, pero también propone interrogantes críticos, dentro de cada comunidad nacional, al sector público, al sector privado y al tercer sector; a la empresa, a la cultura, a la democracia y al Estado.
Las respuestas políticas a esta transición del Estado-Nación al Mundo Global tardan en llegar, como tardaron en perfilarse el propio Estado-Nación, y las instancias de soberanía, en el movimiento de la Edad Media al Renacimiento. Vale la pena recordar que el propio Medioevo no creó un sistema vertical e inapelable para la comunidad cristiana, sino que se gestó —y gestó a lo que habría de sucederle— mediante un conflicto entre el poder temporal y el poder religioso. Las pugnas entre Gregorio VII y Enrique IV, entre Gregorio IX y Federico Barbarroja y entre Bonifacio VIII y Felipe IV de Francia, crearon una tensión entre la Iglesia y el Estado ausente de la Rusia bizantina y su identificación entre el Zar y la Iglesia —el césaropapismo vigente hasta la simbiosis Estado-Partido bajo Lenin y Stalin. De la tensión medieval de Occidente nació la democracia, a medida que la esfera temporal se independizó de la esfera espiritual y ambas debieron aceptar y respetar la configuración de poderes locales, políticos (justicias, tribunales, municipios) y sociales (corporaciones) que crearon la posibilidad de un Estado nacional soberano y una nueva serie de debates en torno a esta novedad. La política, para Maquiavelo, es autónoma y amoral. Para Bodino política es inseparable de soberanía y ésta excluye toda participación pluralista. Hobbes invoca un absolutismo naturalista y sólo a partir de la Ilustración, y antes, del parlamentarismo inglés, las clases sociales, las corporaciones y al cabo los individuos, se convierten en actores de la vida política. ¿Asistimos hoy a un movimiento comparable de las marejadas políticas? ¿Lograremos establecer un orden internacional que se imponga a las jurisdicciones sin ley del mercado, del narcotráfico, de las migraciones? ¿Habrá instancias internacionales capaces de regular estos procesos —mercados sujetos a normas de beneficio social y desarrollo de los países más pobres; despenalización global del tráfico de drogas, privando a los cárteles de sus ganancias fabulosas e ilícitas; migraciones protegidas y reguladas por la ley de protección al trabajador y reconocimiento de su indispensable aportación a la sociedad que los recibe? Algunos signos apuntan en esta dirección.
La consagración universal de los derechos humanos, el carácter imprescriptible de los crímenes de lesa humanidad, el tribunal internacional de derechos humanos, privan de impunidad a los grandes violadores y crean una cultura de legalidad internacional que podría extenderse a las actividades de los mercados, sujetándolos a normas de beneficio social y de responsabilidad política. La creación del Tribunal Penal Internacional (el Estatuto de Roma) coronará este esfuerzo por dotar de legalidad a la política y castigar la violación de ambas.
Todo ello fortalecerá políticamente al Estado nacional, como lo están demostrando los hechos al iniciarse el siglo XXI. No hay economía fuerte sin Estado fuerte, no grande, sino regulador. Y no hay Estado fuerte sin sociedad fuerte que lo sujete a mandatos políticos, normas de transparencia y fiscalización y no sólo a celebrar elecciones periódicas sino, como dice Pierre Schori, llenar los vacíos entre elección y elección, revocar mandatos, realizar referendos, exigir la responsabilidad parlamentaria de los ministros, contar con un ministerio público independiente y sujetar a juicio los abusos del poder.
La política es algo más que un episodio electoral. Se necesita elevar la participación política, ampliar el acceso a las comunicaciones y asegurar que la gente conozca y reivindique sus derechos. La política tiene que ser un ejercicio diario de derechos y de vigilancias. Más que nunca —y aunque no esté de moda citar a Hegel— la política tiene una tesis: el derecho, una antítesis: la ética, y una síntesis: legalidad y moralidad. Y para compensar a Hegel, quizás nadie mejor que Burke nos recuerda que la política es una asociación, no sólo económica, sino «en todo arte, en toda virtud, en toda perfección».
La suma de mis esperanzas políticas no me ciega ante los peligros de la proliferación de jurisdicciones criminales fuera de todo control; de que una sola superpotencia ponga en jaque la voluntad mundial de crear instancias de justicia, desarrollo y protección del medio ambiente; que en nombre de un supuesto «choque de civilizaciones» se satanice a culturas enteras.
Gracias a Israel, gracias al Islam, Europa volvió a saber, el Occidente volvió a ver y nosotros, sus descendientes, no podemos suscribir la noción de un conflicto de civilizaciones que niega la mitad de nuestro ser. La historia sube y baja, la historia tiene ciclos y si la modernidad occidental no existiría sin los aportes islámicos, hoy el déficit técnico en el Islam sólo puede superarse mediante el pago generoso de una deuda universal hacia las comunidades con fe en Mahoma.
Islam e Israel nos han dado muchísimo a todos. ¿No podemos devolverles, en primer lugar, una voluntad de paz mediante negociaciones generosas? Y en segundo lugar, un reconocimiento del humanismo mayoritario e intrínseco de los pueblos árabes, rehusándonos a encarcelarlos tras los intolerables barrotes de una sinonimia con el terror y aun, ni más ni menos, con el mal.
De allí mis preocupaciones políticas para el nuevo siglo:
Me preocupa la salvaje explotación de los recursos limitados del planeta y nuestro asalto contra el aire, el agua y la tierra.
Me preocupa que seamos seis mil millones de hombres y mujeres en 2001: el salto demográfico más grande de la historia.
Me preocupa que el prejuicio y la explotación, disfrazados de orden social, le sigan negando a las mujeres —más de la mitad de la población del mundo— derechos elementales de trabajo, representación y libertad corporal.
Me preocupa que la libertad del mercado se imponga, negándola, a la libertad del trabajo.
Me preocupa que la economía global aliente el libre movimiento de las cosas y prohíba el libre movimiento de los trabajadores.
Me preocupa un orden capitalista autoritario en el que, sin enemigo comunista totalitario al frente, se le imponga al mundo un modelo único y dogmático de mercado.
Me preocupa el regreso de los peores signos del fascismo: la xenofobia, la discriminación racial, el fundamentalismo político y religioso, la persecución del trabajador migratorio.
Me preocupa que el imperio de la droga cree su propia jurisdicción impune, por encima de las jurisdicciones nacionales e internacionales.
Me preocupa el deterioro de la civilización urbana en todo el mundo, de Bostón a Birmingham a Bogotá a Brazzaville a Bangkok: gente sin hogar, mendicidad, abandono de la tercera edad, pandemias incontrolables, inseguridad, criminalidad, declive de los servicios de salud y educación…
Me preocupa la reanudación de absurdas carreras armamentistas entre vecinos pobres para beneficio de vecinos ricos.
Me preocupa que por primera vez en la historia el ser humano tenga la espantosa capacidad de suicidarse matando al mismo tiempo a la naturaleza que, antes de la era nuclear, sobrevivía siempre a nuestras trágicas locuras.
Me preocupa un mundo sin testigos.
Me preocupa todo lo que atente contra la continuidad de la vida.
Todo ello es parte de la política, de la vida en comunidad, de la ciudadanía en la polis.
Michel Foucault ve en la figura de Don Quijote el signo del divorcio moderno entre las palabras y las cosas. Emisario del pasado, Don Quijote busca desesperadamente la coincidencia de unas y otras, como en el orden medieval. El peregrinar quijotesco es una búsqueda de similitudes: las analogías más débiles, observa Foucault, son reclutadas, y rápidamente, por Don Quijote; para él todo es signo latente que debe ser despertado para hablar y demostrar la identidad de las palabras y las cosas: labriegas son princesas, molinos son gigantes, ventas son castillos porque tal es la identidad que las palabras le otorgan a las cosas en los libros de Don Quijote.
Pero como en la realidad los rebaños son rebaños y no ejércitos de jayanes. Don Quijote, huérfano en el universo donde las palabras y las cosas ya no se asemejan, se desplaza solitariamente, encarnando el dilema permanente de la novela moderna que él funda: ¿cómo rescatar la unidad sin sacrificar la diversidad?, ¿cómo mantener al mismo tiempo la analogía vulnerada por la impertinente curiosidad humanista y la diferencia amenazada por el hambre de unidad restaurada? ¿Cómo colmar el abismo abierto entre las palabras y las cosas por el divorcio entre analogía y diferencia?
Don Quijote contiene su propia pregunta y su propia respuesta: el divorcio entre las cosas y las palabras que antes coincidieron no puede ser reparado por un nuevo emplazamiento sino por un desplazamiento. Emplazado por el mundo estatuario de la caballería andante, Don Quijote quiere destruir la paradoja de una aventura inmóvil, encerrada en los viejos libros de su biblioteca en una inmóvil aldea de La Mancha, y desplazarse, entrar en movimiento. Así se separaron, en la antigüedad, los hombres de los dioses: desplazándose. Don Quijote cree que viaja para restablecer la unidad del hombre y la fe que es su certeza; en realidad, viaja para encontrarse a sí mismo en una nueva región donde todo se ha convertido en problema, empezando por la novela que Don Quijote vive.
Perpetua invitación a salir de sí y verse a sí mismo y al Mundo como problema inacabado, la novela moderna implica un desplazamiento similar al de Don Quijote, aunque acaso, ni siquiera en sus momentos más experimentales, ninguna otra novela haya podido proponer desplazamientos más radicales que los de Cervantes: radical desplazamiento de la pureza a la impureza y a la disolución de los géneros, de la autoridad narrativa clásica a la manifestación de puntos de vista múltiples, del residuo oral y tabernario de la narración a la plena conciencia cervantina de que la novela es leída por un lector y estampada en una imprenta. Don Quijote es una novela, para usar las palabras de Claudio Guillen, en diálogo activo consigo misma. Su desplazamiento de los géneros, las autoridades y los destinatarios del hecho verbal impone a la novela un destino abierto, perpetuamente inconcluso, incesantemente redefinido: la novela es el arte de los desplazamientos.
Don Quijote es la primera novela moderna y su paradoja histórica es que surja de la España de la Contrarreforma, la Inquisición, los dogmas de la pureza de sangre y la ortodoxia católica. La España que al expulsar a los judíos en 1492 y a los moros en el 1603, exilió la mitad de sí misma. Don Quijote es una paradoja de la paradoja. Es un lector de libros de caballería que quisiera restaurar los valores medievales del honor, la justicia y el coraje y para hacerlo sale de su casa a los campos de Castilla, montado en un caballo derrengado y acompañado de un escudero pequeñín y regordete sobre un burro.
Don Quijote es un lector. Pero a pesar de su nostalgia por la Edad Media, es un lector moderno que lee sus libros en impresiones debidas al genio del editor alemán Gutenberg. Loco por los libros, Don Quijote convierte su lectura en su locura y poseído por ambas, quisiera convertir lo que lee en realidad. Quisiera resucitar un mundo perdido, un mundo ideal. Pero al abandonar su aldea, se topa de narices con un mundo menos que ideal, un mundo de bandidos y cuerdas de presos, cabreros, picaros, maritornes y venteros sin escrúpulos, dispuesto a burlarse de él, golpearlo, mantearlo…
Sin embargo, a pesar de los embates de la realidad, Don Quijote insiste en ver gigantes donde sólo hay molinos de viento y ejércitos de jayanes donde sólo hay rebaños de ovejas. Los ve, porque lo ha leído. Los ve, porque así le dicen sus lecturas que debe verlos. Su lectura es su locura.
El genio de Cervantes consiste en convertir esta fábula de la nostalgia caballeresca en una novela fundadora de la modernidad crítica. Porque si surge de un mundo dogmático de la certeza y la fe, Don Quijote es la constitución misma del mundo moderno de la incertidumbre.