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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

En esto creo (21 page)

BOOK: En esto creo
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Los dioses acompañan a los héroes y nace la epopeya. Pero el héroe es falible y nace la tragedia. Entre estos tres hitos —mito, épica y tragedia—, la libertad aparece como un valor inevitable. Porque si el héroe puede abandonar el mundo original del mito, no puede separarse del cosmos que lo envuelve, es parte del mundo natural pero se ve a sí mismo como un ser parte de la naturaleza, puesto que su misión es mantener un orden social y político que diferencia al hombre de la naturaleza. Cuando el héroe es capaz de soportar este peso, es un héroe épico: Aquiles. Cuando no lo soporta o lo transgrede, es un héroe trágico: Edipo.

¿Por qué transgrede el héroe trágico? Porque es libre. ¿Por qué es libre? Porque es parte de la naturaleza pero se aparta de la naturaleza. ¿Cómo sabe esto el héroe? Mediante la conciencia de sí. ¿Y cómo se conoce a sí mismo? Mediante la acción. Aristóteles advirtió que la tragedia es la imitación de la acción. Y la acción humana no sólo afirma valores. Los perturba y a veces los destruye. Hay que pagar la falta.

Edipo libera a Tebas de la esfinge. Se condena a sí mismo. Orestes asesina a su madre. Reestablece el orden de la ciudad. Prometeo libera a los hombres entregándoles el divino fuego de la inteligencia. Al hacerlo, se condena a sí mismo y propone el dilema trágico a su más alto nivel: ¿Hubiera sido más libre Prometeo si no usa su libertad, aunque al usarla la pierda? La filósofa andaluza María Zambrano, enamorada de su hermana moral Antígona, nos da la clave del alumbramiento trágico. Sin Antígona, sin su tragedia, el proceso de la ciudad no habría podido proseguir.

Y es que la tragedia, al fin y al cabo, propone un conflicto de valores, no de virtudes. Acostumbrados a vivir en un mundo melodramático donde el bueno y el malo se enfrentan, hemos perdido la sabiduría y la generosidad del mundo trágico, donde las partes en conflicto tienen, cada una, razón: Antígona, al defender el valor de la familia; Creonte, al defender el valor de la ciudad. Otorgarle la solución del conflicto a la comunidad que contiene al individuo y a la sociedad, a la familia y a la ciudad, es la misión del teatro trágico. Los valores no se destruyen entre sí. Pero deben esperar la representación que les permite reunirse, resolverse el uno en el otro y restaurar la vida individual y colectiva. Medea. madre y amante; Antígona, hija y ciudadana; Prometeo, dios y hombre, mediante la catarsis trágica, reconstruyen la vida de la comunidad. El teatro trágico, en la catarsis, permite que la catástrofe se transmute en conocimiento.

La pérdida de la tragedia, eliminada por un optimismo sobrenatural (la promesa cristiana de la felicidad eterna) y otro demasiado natural (la promesa progresista de la felicidad en la tierra), nos dio, en su lugar, el crimen. No creer en el Demonio es darle todas las oportunidades de sorprendernos, dijo André Gide. Beatíficamente confiados en que nuestro destino era el ascenso inevitable hacia la felicidad perfecta mediante el progreso irreversible, llegamos ciegos a la tierra del crimen: el Holocausto nazi, el Gulag soviético. Nunca más seremos los de antes. El mito ha huido de nuestro alcance. Estamos demasiado dañados, en las palabras de Adorno. No hay épica posible cuando las guerras desde el aire dejan indemnes a los soldados y sólo matan a los civiles. No hay tragedia cuando el melodrama maniqueo inunda sin resquicios nuestra vida entera, nuestros discursos, nuestras pantallas y nuestros sentimientos. Sabemos, de antemano, quiénes son los «buenos» y quiénes, los «malos».

Y sin embargo, encuentro un eco conmovedor y un perfil de la esperanza entre dos sentencias. Una es de Franz Kafka, el más grande escritor trágico de la modernidad. Otra es de Simone Weil, la mayor testigo judeocristiana de la validez concreta de la épica clásica. «Habrá mucha esperanza, pero no para nosotros», escribe Kafka. Y Weil, releyendo la Odisea, concluye que la lección contemporánea del poema clásico es que «quienes soñaron que el progreso había desterrado para siempre a la violencia, pueden mirarse aquí en el testimonio vivo de la fuerza».

POLÍTICA

La política fue como mi segundo líquido amniótico: crecí nadando en ella, pues entre 1930 y 1960 —mis primeros treinta años— lo mejor y lo peor de la polis desfilaron ante mi mirada. Lo mejor fue tener desde muy pronto un concepto constructivo y aristotélico del quehacer político: la política como costumbre virtuosa, receptiva de los datos de la cultura, la tradición, el respeto del individuo y el vigor de la colectividad. Claro, no lo pensaba así de niño y adolescente. Lo sentía así porque tuve la fortuna de crecer en dos sociedades políticas paralelas: los Estados Unidos del presidente Franklin D. Roosevelt y el México del presidente Lázaro Cárdenas, el New Deal y el punto culminante de la Revolución Mexicana. Roosevelt sacó a su patria de la peor depresión de su historia mediante actos de confianza en el capital humano de los Estados Unidos. Inspiró la fe y hasta el entusiasmo ciudadanos. Pero le dio al Estado un papel activo para atender el desempleo, la reconstrucción financiera, la creación de infraestructuras modernas, la educación y la cultura. Salvó al capitalismo norteamericano y el capitalismo norteamericano ni se dio cuenta ni se lo agradeció. Roosevelt el aristócrata de Hyde Park era un renegado, un baldado y quizás hasta un judío. En México, Cárdenas le dio su impulso definitivo a la revolución. La reforma agraria liberó a cientos de miles de campesinos secularmente atados a la tierra y si los efectos del agrarismo fueron y son debatibles, lo cierto es que el campesino liberado pudo marcharse a la ciudad y convertirse en mano de obra barata para el proceso —a la postre también debatible— de la industrialización. La nacionalización del petróleo le dio a la naciente industria mexicana combustible barato. Cárdenas sentó las bases del desarrollo capitalista en México. La burguesía mexicana ni se lo reconoció ni se lo agradeció. Y es que con Cárdenas, el crecimiento fue acompañado de la justicia distributiva. Nunca en la historia de México ha sido más equitativa la repartición de la riqueza que durante el cardenismo. Los sindicatos obreros y agrarios cumplieron entonces su función de defensa del trabajo. Traían en su seno, empero, la serpiente del corporativismo excluyente y antidemocrático.

Las políticas de Roosevelt prepararon a los Estados Unidos para participar en la Segunda Guerra Mundial. Las de Cárdenas, para demostrar que ese combate era también una lucha ética. Su política exterior de principios fue asimismo una política práctica de generosidad. Cárdenas le abrió las puertas de México a la España peregrina, la emigración republicana que fortaleció e ilustró superiormente la vida cultural de México.

Pero si éstas eran las luces de la política, las sombras amenazaban, en esos años, con extinguirlas. La guerra de España fue el primer signo de una política diseñada sin tapujos para el Mal. Franco la disfrazó de cruzada nacionalista, sus obispos la bendijeron y sus aliados nazis y fascistas la armaron. España fue el aviso de lo que venía. Jamás en la historia el Mal se había proclamado a sí mismo Mal, abiertamente, sin justificaciones estéticas de ninguna especie. El genocidio, la tiranía total, el racismo, el exterminio, el Holocausto, la Solución Final. Todo estaba predicho. Adolf Hitler decidió que el Diablo, finalmente, debía encarnar. Si Dios lo hizo con su hijo Jesús, Satanás lo hizo con su clon Adolf. Jaspers nos advirtió a tiempo que la fuerza de Hitler residía en su inexistencia: Hitler era el jefe vacío de las muchedumbres desarraigadas.

La derrota de los socialistas y los comunistas alemanes en 1932 se explica porque la izquierda miraba al mundo en los túneles de las infraestructuras económicas, tal y como lo dictaba la Biblia marxista. Hitler secuestró las superestructuras culturales, miró a lo alto del Valhala, apeló a los mitos wagnerianos, a los sueños y espejismos del volk alemán. Al daño y la humillación de la paz de Versalles también, al sentimiento de superioridad intelectual y étnica, a la necesidad física del espacio vital, el lebensraum. Su Mal y los recursos de su Mal siempre fueron transparentes. Quizás sea más grave el engaño del estalinismo. Aquí se trataba de llevar a la práctica una filosofía humanista, liberadora. La perversión del sueño socialista por Stalin —las purgas, el Gulag, la abolición de las libertades más elementales, la paranoia del líder y la sevicia de sus suplicios— fue peor que la actualización de la pesadilla hitleriana. Hitler nunca engañó. Stalin se puso la máscara del humanismo marxista y burló a cientos de miles de comunistas honrados, de buena fe, también, ilusos. Si Gide perdió la fe en 1936, Aragón la mantuvo hasta la invasión de Checoslovaquia y Neruda hasta el informe de Jruschov al Vigésimo Congreso del PCUS.

La Segunda Guerra Mundial se justificó. Ha sido llamada la única guerra buena y necesaria. Nuestra solidaridad juvenil se asoció con entusiasmo al combate contra el fascismo. Pasé los años de la guerra en Chile y Argentina. Chile, el primer país latinoamericano que creó, evolutivamente, un sistema democrático —de la democracia para la aristocracia a la democracia para los partidos, la prensa y las organizaciones sociales—, era gobernado en 1941 por el Frente Popular y su presidente, Pedro Aguirre Cerda. Se respiraba un aire de reforma social, avalado por una creación literaria que soldaba palabra y libertad, poesía y política. Mi formación chilena tenía que contrastar brutalmente, en mi ánimo, con la Argentina que viví en 1944. Un régimen militar fascista, precursor sombrío de la dictadura populista de Perón, deformaba la educación (el antisemita Hugo Wast era el ministro del ramo) y mantenía a Argentina como un reducto político del fascismo —reducto y más tarde refugio de los nazis en fuga.

La política podía ser el águila que vuela más alto y ve el panorama más ancho desde «el alto arrecife de la aurora humana» que dice Neruda en su Canto General o podía ser la bestia que se arrastra hacia Belén, el monstruo del Apocalipsis de Yeats. La guerra fría trató de enjaular al águila y encantar a la serpiente sustituyéndolas por un híbrido de camello y cuervo, soñoliento animal del desierto, resistente a la sed, y ávida ave, dispuesta a sacarnos los ojos. Los Estados Unidos, con McCarthy, sucumbieron a una paranoia anticomunista que condujo a los inquisidores a emular lo mismo que combatían: la intolerancia y crueldad del estalinismo. La resistencia de las instituciones democráticas norteamericanas privó e incluso, como una prolongación de la lucha social, originó el movimiento de los derechos civiles y las leyes contra la discriminación racial. Hubo un McCarthy. Hubo un Martín Luther King. Pero si dentro de su patria, los norteamericanos pueden ser a menudo el benévolo Dr. Jekyll, fuera de ella se convierten, con facilidad, en el monstruoso Mr. Hyde. La política de Buena Vecindad y coexistencia con la izquierda de México y Chile, el corporativismo de Brasil, o las dictaduras del Caribe y Centroamérica («Somoza es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta»: FDR), se transformaron, a partir de Eisenhower y Dulles, en una campaña anticomunista que confundió con las políticas del Kremlin, y las combatió, las políticas reformistas de Arbenz en Guatemala y Goulart en Brasil, la revolución seducible y comprensible de Castro en Cuba y la limpia democracia electoral de Allende en Chile.

Todo ello retrasó fatalmente las necesarias reformas sociales, económicas y políticas de la América Latina, precipitó a Cuba en una imitación extralógica del «socialismo real» tan perniciosa como la imitación extralógica de los modelos del capitalismo autoritario en el resto de Latinoamérica, que se tradujeron en brutales dictaduras militares en Chile, Argentina y Uruguay. Por cuanto llevo dicho, política es un sinónimo de reconstrucción pero sobre todo de construcción, en Latinoamérica. Chile, Uruguay y hasta cierto punto Argentina pueden restaurar una democracia. Centroamérica y el Caribe la tienen que construir, México tiene que transformar la «dictadura perfecta» del poder único presidente-PRI en una democracia imperfecta de partidos, división de poderes, fiscalización del Ejecutivo, activación del capital humano y mejor distribución del ingreso.

¿Cómo responder a estos desafíos que son los de la democracia? El entorno mundial ha cambiado radicalmente. Salimos del zoológico, dijo el checo Milos Forman, y entramos a la selva. Sin contrincante comunista al frente, el capitalismo se globalizó. La globalización es el nombre de un sistema de poder. Pero a diferencia de los sistemas de poder anteriores, la globalidad carece de un marco legal bueno o malo, o, dicho de manera más suave, existe un gran déficit político en la mundialización.

A partir de la guerra fría, que creaba una suerte de jurisdicción compartida entre los Estados Unidos y la Unión Soviética y se basaba en el equilibrio del terror nuclear, hemos atestiguado la debilidad y, a veces, la desaparición, de las instancias tradicionales de aglutinación social y solución de problemas.

Nación e Imperio, Estado y Comunidad Internacional, sector público, sector privado y sociedad civil. Todas estas apelaciones tradicionales están hoy, de una manera obvia, a veces paradójica, a veces disfrazada, en crisis o, por lo menos, en mutación.

¿Por qué sucede esto?

Porque no hemos sido capaces de crear una nueva legalidad para una nueva realidad.

El occidente moderno —es decir, a partir del Renacimiento— se estructuró en torno a ideas de escasa relevancia en la Edad Media: La Nación, el Estado, el derecho internacional, la economía mercantil-capitalista y la sociedad civil.

¿Qué relevancia —es más, qué realidad— tienen estas instancias en el mundo actual de la globalidad y la posguerra fría? Como la América Latina está situada dentro de ambas premisas, se pueden aventurar algunas ideas compartidas.

Nación y nacionalismo, por ejemplo, son términos de la modernidad que aparecen para legitimar ideas de unidad territorial, política y cultural, necesarias para la integración de los nuevos estados surgidos de la ruptura de la comunidad medieval cristiana.

Pero, ¿qué es lo que provoca la aparición misma de la ideología nacionalista?

Emile Durkheim habla de la pérdida de viejos centros de identificación y de adhesión.

La Nación los suple.

Isaiah Berlín añade que todo nacionalismo es respuesta a una herida infligida a la sociedad.

La Nación la cicatriza.

Y nosotros, hoy, repetimos con ellos:

Si la ideología nacionalista y la nación misma están en crisis, ¿qué nueva ideología, qué nuevas formas sustentarán a la sociedad?, ¿cuál es hoy nuestra herida social, y qué suturas la podrán cerrar?, ¿cómo se llamará este proceso, aún anónimo, que nos permitirá crear una nueva legalidad para una nueva realidad?

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