Read En El Hotel Bertram Online
Authors: Agatha Christie
—Está muy bien esto de tener los hechos claros —señaló el Abuelo con su amable vozarrón—. Ahora los tenemos claros. Salió de aquí con su bolsa de viaje azul, ¿era azul, no? Salió de aquí, no regresó, y eso es todo.
—Verá. Por mucho que quiera, la verdad es que no puedo ayudarle —manifestó miss Gorringe, mostrando su disposición a dar por acabada la entrevista y volver a su trabajo.
—Es evidente que usted no puede ayudarnos —replicó Davy—. Pero si podría haber alguien más que sí pudiera hacerlo.
—¿Alguien más?
—Sí, algún miembro del personal.
—No creo que ninguno de los empleados sepa ni media palabra o, de la contrario, me lo hubieran dicho.
—Bueno, nunca se sabe. Lo que quiero decir es que se lo hubieran dicho de saber algo concreto. Pero yo estaba pensando en algo que el padre quizá dijo.
—¿Cómo qué? —preguntó miss Gorringe perpleja.
—Cualquier comentario casual que pudiera brindarnos una pista. Algo así como: «Esta noche iré a ver a un amigo al que no veía desde que nos encontramos en Arizona». Algo así, o «La semana que viene me alojaré en casa de una prima porque es la confirmación de su hija». Cuando se trata de personas desmemoriadas, este tipo de comentarios son de gran ayuda. Señalan lo que pasaba por la mente de la persona. Quizá cuando acabó de cenar en el Athenaeum, subió a un taxi y se dijo: «¿Adonde iba yo?» y como se había quedado con la idea, pongamos por caso de la confirmación, le dio al taxista la dirección de la casa de la prima.
—Ya le entiendo —contestó miss Gorringe con un tono de duda—. Sin embargo, parece bastante improbable.
—Nunca se sabe dónde saltará la liebre —replicó el Abuelo alegremente—. Después están los huéspedes. Supongo que el padre Pennyfather conocerá a unos cuantos, dado que se aloja aquí con bastante frecuencia.
—Eso sí —admitió miss Gorringe—. Déjeme ver. Le he visto hablando con lady Selina Hazy. Después está el obispo de Norwich. Creo que son viejos amigos. Estudiaron juntos en Oxford. También están Mrs. Jameson y sus hijas. Son paisanos. Sí, creo que conoce a muchos de nuestros huéspedes.
—Por lo tanto —señaló el Abuelo—, es probable que hablara con alguno de ellos. Quizá mencionó algún detalle aparentemente sin importancia que nos pueda dar una pista. ¿Alguno de los huéspedes que están alojados aquí en este momento es amigo del padre?
Miss Gorringe frunció el entrecejo mientras hacía memoria.
—Creo que el general Radley todavía está aquí —respondió finalmente—. También hay una dama mayor que viene de no sé qué pueblo. Me dijo que se alojaba aquí durante su infancia. Ahora mismo no consigo recordar su nombre, pero se lo averiguaré. No, espere, ya lo tengo. Miss Marple, sí, ése es su nombre. Creo que ella le conoce.
—Bueno, podemos comenzar con esos dos. Supongo que también habrá una camarera, ¿no?
—Desde luego. Pero a la camarera del piso ya la entrevistó el sargento Wadell.
—Lo sé, pero quizá no le formuló ninguna pregunta desde este ángulo. ¿Qué me dice del camarero que servía su mesa? ¿O del jefe de comedor?
—Ah, se refiere usted a Henry.
—¿Quién es Henry? —preguntó el Abuelo.
Miss Gorringe le miró casi pasmada. Le parecía un sacrilegio que alguien no conociera a Henry.
—No sé cuántos años lleva Henry aquí —replicó—. Tiene usted que haberle visto sirviendo el té cuando entró.
—Todo un personaje, ¿eh? —dijo el inspector Davy—. Creo recordarlo.
—No sé qué haríamos sin Henry —afirmó la encargada de la recepción con mucho sentimiento—. Es una persona maravillosa. Es el que da tono al lugar.
—Quizá quiera servirme un té —comentó el Abuelo—. Vi que estaban sirviendo muffins. No me importaría nada comerme un par de muffins.
—Faltaría más —dijo miss Gorringe con un tono un tanto desabrido. Se volvió hacia el inspector Campbell—: ¿Quiere que les sirvan el té en el vestíbulo?
—Eso sería... —comenzó el inspector, pero se interrumpió al ver que la puerta se abría violentamente y aparecía Mr. Humfries como un Júpiter tonante.
Se mostró un tanto sorprendido, y dirigió a miss Gorringe una mirada interrogante.
—Estos dos caballeros son de Scotland Yard, Mr. Humfries —le explicó la recepcionista.
—Soy el inspector detective Campbell.
—Ah, sí, desde luego. El asunto del padre Pennyfather. Algo de lo más extraordinario. Espero que no le haya ocurrido nada desagradable. Es un viejo encantador.
—Lo mismo digo —intervino miss Gorringe—. Es una persona muy amable.
—Alguien de la vieja escuela —opinó Mr. Humfries complacido.
—Por lo que he visto, ustedes tienen aquí muchos clientes de la vieja escuela —señaló Davy.
—Supongo que sí —asintió Mr. Humfries—. En eso lleva usted razón. Sí, en muchos sentidos se puede decir que somos una reliquia bien conservada.
—Tenemos clientes fijos —señaló miss Gorringe, orgullosa—. La misma gente que viene año tras año. También tenemos a muchos norteamericanos. Gente de Boston y Washington. Personas muy discretas y agradables.
—Les gusta nuestro ambiente inglés —afirmó Mr. Humfries con una sonrisa resplandeciente.
El Abuelo le miró pensativo.
—¿Están ustedes absolutamente seguros de que no recibieron ningún mensaje del padre? —preguntó el inspector Campbell—. Me refiero a la posibilidad de que quizás alguien recibiera el mensaje y se olvidara de escribirlo o comunicarlo.
—Todos los mensajes telefónicos se anotan con el máximo de cuidado —señaló miss Gorringe con un tono glacial—. No puedo imaginar que alguien hubiera recibido un mensaje sin pasármelo después a mí o a la persona que estuviera en la recepción.
La recepcionista miró al inspector con mal disimulado enojo.
El inspector Campbell pareció impresionado por la actitud de miss Gorringe.
—Por si no lo sabe, ya hemos respondido antes a todas estas preguntas —manifestó Mr. Humfries con un tono también bastante desabrido—. Le hemos dado toda la información de que disponíamos a su sargento. Por cierto, no recuerdo su nombre.
El Abuelo que se había mantenido un poco al margen, intervino en la discusión.
—Verá usted —dijo con un tono amistoso—, las cosas parecen estar tomando un cariz un tanto grave. No parece tratarse de un simple despiste. Por eso considero que sería muy conveniente poder hablar unos minutos con las dos personas que ha mencionado: el general Radley y miss Marple.
—¿Usted quiere que le concierte una entrevista con ellos? —Mr. Humfries no parecía muy feliz con la idea—. El general Radley es sordo como un tapia.
—No creo que sea necesario hacerlo tan formal —señaló el inspector Davy—. No queremos preocupar a nadie. Puede dejar el asunto en nuestras manos y lo haremos con toda discreción. Usted sólo tiene que señalarnos quienes son. Existe la posibilidad de que el padre Pennyfather les mencionara cuáles eran sus planes, el nombre de la persona que le esperaba en Lucerna o quién le acompañaría a Suiza. En cualquier caso, vale la pena hacer el intento.
Mr. Humfries respiró un poco más tranquilo.
—¿Hay algo más que podamos hacer por ustedes? —preguntó—. Estoy seguro de que comprenderán que estamos dispuestos a ayudar en todo lo posible, pero ustedes deben entender que nos preocupa mucho la publicidad adversa en los periódicos.
—Desde luego —manifestó Campbell.
—También quisiera hablar con la camarera —señaló el Abuelo.
—Por supuesto, si eso es lo que desea. Dudo mucho que pueda decirle nada interesante.
—Probablemente no. Pero siempre puede haber algún detalle, cualquier comentario que el padre hiciera sobre una carta o una cita. Nunca se sabe.
Mr. Humfries miró su reloj.
—La camarera entra a las seis. Atiende el segundo piso. Quizá, mientras esperan, quieran tomar el té.
—Me parece perfecto —afirmó el Abuelo.
Salieron todos juntos de la oficina.
—El general Radley estará en el salón de fumar —dijo miss Gorringe—. Es la primera puerta de aquel pasillo a la izquierda. Supongo que estará sentado frente al fuego con
The Times
, pero — añadió discretamente— creo que le encontrará durmiendo. ¿Está usted seguro de que no quiere...?
—No, no, ya me ocuparé yo —respondió Davy—. En cuanto a la otra, la señora mayor...
—Está sentada allí, junto a la chimenea.
—¿La del pelo blanco alborotado que hace calceta? —preguntó el Abuelo, mirando en la dirección indicada—. Podría trabajar en el teatro, ¿verdad? Tiene todo el aspecto de la tía abuela universal.
—Las tías abuelas ya no son así en la actualidad —dijo miss Gorringe—. Y ya puestos, tampoco las abuelas ni las bisabuelas. Ayer llegó la marquesa de Barlowe. Es bisabuela. Francamente, no la reconocí cuando entró. Recién llegada de París. El rostro era una máscara rosa y blanca, el pelo rubio platino y supongo que la silueta era artificial, pero estaba maravillosa.
—¡Ah! —exclamó el Abuelo—. Personalmente, las prefiero anticuadas. Bien, muchas gracias, miss Gorringe. —Se volvió hacia Campbell—. Yo me ocuparé de hablar con estas personas, si le parece bien, señor. Sé que tiene usted una cita importante.
—Así es —asintió Campbell, que le siguió el juego—. Supongo que no conseguiremos gran cosa, pero vale la pena intentarlo.
Mr. Humfries se dirigió a su despacho mientras decía:
—¿Miss Gorringe, puede venir un momento, por favor?
La recepcionista obedeció la llamada del director y entró en la habitación. Vio a Humfries que se paseaba como una fiera enjaulada.
—¿Para qué quieren ver a Rose? —le preguntó a la mujer, con un tono imperioso—. Wadell le hizo todas las preguntas que se podían esperar.
—Supongo que es una cuestión de rutina.
—Creo que debe usted hablar primero con ella —señaló Humfries.
Miss Gorringe pareció un tanto sorprendida.
—Sin duda, el inspector Campbell...
—No me preocupa el inspector Campbell —le interrumpió su jefe—. Es el otro. ¿Sabe quién es?
—Me parece que no mencionó su nombre. Debe tratarse de algún sargento. Un tipo bastante palurdo.
—Palurdo...¡y un cuerno! —afirmó Mr. Humfries, abandonando toda pretensión de elegancia—. Es el inspector jefe Davy, un viejo zorro. Es uno de los policías mejor considerados de Scotland Yard. Me gustaría saber qué está haciendo aquí. Me da mala espina tenerlo rondando por el hotel haciéndose el tonto.
—¿No creerá...?
—No sé qué pensar, pero le digo que no me gusta. ¿Quiere ver a alguien más aparte de Rose?
—Creo que tiene la intención de hablar con Henry.
Mr. Humfries se echó a reír. Miss Gorringe le secundó.
—No hace falta que nos preocupemos por Henry.
—No, desde luego.
—¿Qué pasa con los huéspedes que conocen al padre Pennyfather?
Mr. Humfries volvió a soltar la carcajada.
—Le deseo suerte con el viejo Radley. Tendrá que desgañitarse si quiere hacerse escuchar y no conseguirá nada a cambio. Ya puede hablar todo lo que quiera con Radley y esa vieja clueca, miss Marple. En cualquier caso, no me gusta que ande husmeando por aquí.
—Sabe —comentó el inspector jefe Davy pensativamente—. No me gusta nada el tal Humfries.
—¿Cree que puede ser un pillo? —preguntó Campbell.
—Bueno... —El Abuelo vaciló—, ya sabe cómo son esas cosas. Tienes un presentimiento, pero nada preciso. Parece uno de esos tipos que se la dan de listillos. Me pregunto si será el propietario o sólo el director.
—Puedo preguntárselo. —Campbell amagó retroceder hacia la recepción.
—No, no se lo pregunte —le ordenó el Abuelo—. Sólo ocúpese de averiguarlo discretamente.
Campbell le miró con una expresión de curiosidad.
—¿Qué piensa, señor?
—Nada en particular. Sólo que me gustaría disponer de mucha más información sobre este lugar. Me gustaría saber quién está detrás, cuál es la situación financiera y todas esas cosas.
El otro inspector meneó la cabeza.
—Yo diría que si hay un lugar en Londres por encima de toda sospecha es éste.
—Lo sé, lo sé. ¡Qué útil es tener esa reputación!
Campbell volvió a menear la cabeza y se marchó. El Abuelo se fue por el pasillo hasta el salón de fumar. El general Radley acababa de despertar de la siesta.
The Times
se le había caído de las rodillas y ahora estaba en el suelo con las páginas sueltas. El policía lo recogió, acomodó las páginas y se lo alcanzó.
—Muchas gracias, señor. Muy amable de su parte —manifestó el anciano con voz áspera.
—¿Es usted el general Radley?
—Sí.
—Si me lo permite —dijo el Abuelo elevando la voz—, quiero hablar con usted sobre el padre Pennyfather.
—¿Eh? ¿Qué ha dicho? —El general alzó una mano y la colocó junto a una oreja a modo de bocina.
—El padre Pennyfather —vociferó Davy.
—¿Mi padre? Murió hace años.
—El padre Pennyfather.
—Ah. ¿Qué pasa con él? Le vi el otro día. Estaba alojado aquí.
—Tenía que darme una dirección. Dijo que se la daría a usted.
Al Abuelo le costó hacerse entender, pero al fin consiguió que el viejo le entendiera.
—Nunca me dio ninguna dirección. Tiene que haberse confundido con algún otro. Ese tipo tiene la cabeza a pájaros. Siempre ha sido así. Es uno de esos eruditos, ya sabe. Gente la mar de desmemoriada.
El inspector jefe insistió un poco más pero no tardó en decidir que la conversación con el general Radley no sólo era prácticamente imposible, sino que resultaba totalmente improductiva. Abandonó el salón de fumar y fue a sentarse en el vestíbulo en una mesa vecina a la de miss Jane Marple.
—¿Té, señor?
El Abuelo miró a su interlocutor. Se sintió impresionado, como le ocurría a todos los demás, con la personalidad de Henry. Aunque se trataba de un hombre muy corpulento parecía dotado de la capacidad de un espíritu para materializarse o desaparecer a voluntad. Davy pidió té.
—Veo que hay muffins.
Henry sonrió con una expresión benigna.
—Sí, señor. Debo decir que nuestros muffins son deliciosos. A todos nuestros huéspedes les encantan. ¿Le sirvo muffins, señor? ¿Té chino o indio?
—Indio, o Ceilán, si tienen.
—Desde luego que tenemos Ceilán.
Henry hizo con un dedo un ademán prácticamente imperceptible y uno de sus jóvenes y pálidos adláteres partió en busca del té de Ceilán y los muffins. Henry se alejó para honrar con su presencia a otras mesas.