No era sólo por mí por lo que observaba con desconfianza y una cierta preocupación aquellas oscilaciones y aquellos bandazos extrañamente excéntricos. No era sólo mi vida cotidiana la que estaba amenazada por aquellas invasiones y la que tenía que refugiarse en la casa y el despacho durante un cierto período de encierro. Era también por un inminente suceso importante, para el que parecían más que deseables un cielo amable y algo de calor en el ambiente: la visita de un viejo y querido amigo de Suabia. Aquella visita, repetidas veces retrasada, iba a hacerse realidad ahora, en unos días. Aunque el amigo sólo quería ser mi huésped por una noche, para mí significaba una pérdida el que su llegada, la estancia en casa y su partida tuvieran que realizarse con un tiempo inhóspito y lúgubre. Así que acabé por mirar con preocupación los empeoramientos y las mejorías y toda la inquieta oscilación del tiempo. Mi hijo, que me hizo compañía durante una larga ausencia de mi mujer, me ayudaba en el bosque y en el viñedo, yo hacía en la casa mi trabajo cotidiano y buscaba también un regalo para la esperada visita. Por la noche le hablaba un poco a mi hijo de la persona que aguardábamos, de nuestra amistad, de la manera de ser y actuar de mi amigo, que en su tierra era venerado y querido por los eruditos como heredero y encarnación de la mejor tradición patria y como uno de los espíritus grandes del país.
Cómo me habría disgustado que Otto, que por lo que yo sabía hacía décadas que no había estado en el sur y que todavía no había visto mi casa, mi jardín y la perspectiva de que yo gozaba sobre el valle del lago, hubiera tenido que contemplar todo aquello con una temperatura gélida y a la luz húmeda y melancólica de un día lluvioso. Pero secretamente aún me preocupaba y mortificaba otra idea, una idea realmente molesta y humillante: el amigo de mi juventud, primero abogado, después alcalde-presidente de una ciudad, luego, durante un período, funcionario del Estado, más tarde ya jubilado cargado con todo tipo de títulos honoríficos y en parte importantes, jamás había vivido en circunstancias tan placenteras y hasta opulentas; bajo el régimen de Hitler había padecido un período de hambre como un funcionario no equiparado con una gran familia, más tarde la guerra, los bombardeos, había perdido la casa y la hacienda, se había resignado valiente y alegre a llevar una vida espartana y sin necesidades… ¿qué iba a pensar al verme allí, sin que la guerra me hubiera afectado, en una casa espaciosa y confortable, con dos despachos, con criados y muchas comodidades, de las que yo difícilmente habría podido prescindir, pero que a él debían de antojársele como lujos pasados de moda? Cierto que él tenía ya alguna información sobre mi vida, sabía que todo aquello, agradable y quizá hasta lujoso, lo había conseguido tras largas privaciones y con graves renuncias o lo había recibido como un regalo. Pero aunque mi bienestar no podía suscitar envidia alguna en él, el más leal tal vez de mis amigos, al final tendría que reprimir una sonrisa sobre todo lo inútil e innecesario que él iba a encontrar en mi casa y que a mí me parecían cosas necesarias. La vida nos hace recorrer caminos cómicos: en tiempos yo encontraba muchas trabas y dificultades porque era pobre y llevaba remiendos en los pantalones, y ahora, paradójicamente, tenía que avergonzarme por las comodidades de mi hacienda. La cosa había empezado con el alojamiento de los primeros emigrantes y refugiados.
A mi hijo le conté cuándo y dónde nos conocimos por vez primera y nos hicimos amigos. Hacía sesenta y un años que nuestras madres nos habían confiado como educandos al monasterio de Maulbronn; también entonces era septiembre; yo lo había descrito en alguno de mis libros y era una ceremonia bien conocida en Suabia. Allí Otto se había convertido en mi compañero de clase, aunque todavía no en mi amigo. Eso sólo ocurrió en reencuentros posteriores con el resultado de una amistad firme, cordial y nada sentimental. Mi amigo tenía una relación directa y fuerte con la poesía; heredada ya de un padre erudito y cultivado, la había practicado y alimentado a lo largo de su vida. Eso le hacía sensible a la obra y la persona de un poeta asociado ya por recuerdos comunes. Y para mí era el amigo digno de admiración, y a veces también digno de envidia, por su firme arraigo a un suelo patrio y a un espíritu popular, que confería a su personalidad, de por sí asentada y tranquila, una seguridad y una base amplia que a mí me faltaba.
El hombre estaba lejos de cualquier nacionalismo y posiblemente era más contrario aún que yo a la jactancia y a la agitación patriótica; pero en su Suabia natal, en su paisaje e historia, en su lenguaje y literatura, en su dominio de los refranes y usos, era el dueño absoluto, y lo que había empezado como una herencia natural —la familiaridad con los secretos, las leyes del crecimiento y de la vida, incluidas las debilidades y los riesgos de aquella mentalidad popular—, a lo largo de décadas y a través de la experiencia y del estudio se había convertido en un saber para envidia de más de un patriota elocuente. En cualquier caso para mí, que era un intruso, aquel hombre era una personificación del mejor amor a Suabia.
Y por fin llegó mi amigo y celebramos la fiesta del reencuentro. Era un poco menos viejo que yo y sus movimientos se habían hecho algo más lentos desde nuestro último encuentro. Mas como cada una de las veces anteriores me pareció que para su edad, que era también la mía, estaba maravillosamente vigoroso y fuerte, firmemente asentado en sus piernas acostumbradas a andar, y, como cada vez, a su lado yo parecía más bien un hombre flojo y débil.
Y no se presentó sin un regalo de invitado. Como emisario de mis parientes suabios me trajo un paquete pesado, que contenía en la medida en que habían podido conservarse todas las cartas que yo había escrito a mi hermana Adele desde aproximadamente 1890 hasta 1948. Con lo cual no sólo me trajo la posibilidad de evocar el pasado en nuestras conversaciones, sino también todo un arcón rebosante de un pasado condensado y documentado.
Pero aunque a mí pudiera parecerme entonces que no tenía importancia alguna el regalito que yo le había preparado, desde el primer instante de su llegada no experimentó vergüenza alguna y le acompañé contento y con toda franqueza por mi casa. Los dos nos alegramos mutuamente, él con su buena disposición de viajero y yo albergando un trozo de la adolescencia y juventud que mi huésped me había traído. También conseguí disuadirle de su propósito de volver a ponerse de viaje a la mañana siguiente y accedió a posponer un día más la partida. En compañía de mi hijo recorrió los alrededores como un viejo señor, afable y cortés; con sus setenta y cinco años, la nueva amistad, lejos de ser una carga para mi hijo, fue más bien un gozo estimulante. Martin descubrió así mismo que había conocido a un hombre singular y valioso. Repetidas veces también nos sorprendió y captó a los dos con su cámara fotográfica, mientras conversábamos delante de la casa.
Muy pocas de las personas para las que escribo este relato son tan ancianas como yo. Y en su mayoría no saben lo que para los ancianos, especialmente cuando han pasado su vida lejos de los lugares e imágenes de su juventud, puede significar un objeto que les recuerda la realidad de aquel tiempo juvenil, como puede ser un mueble antiguo, una fotografía amarillenta, la recuperación de una carta cuya letra y papel nos abren e iluminan todo el tesoro de la vida pasada, a la vez que redescubrimos apodos y expresiones familiares que hoy ya nadie entiende y cuyo acento y contenido nosotros mismos sólo logramos esclarecer mediante un pequeño y grato esfuerzo.
Y mucho más, muchísimo más que esos documentos de época lejana significa el reencuentro con una persona viva, que en tiempos fue niño y joven contigo, que conoció a tus maestros, enterrados hace ya mucho tiempo, y de quienes ha conservado recuerdos que a ti te habían escapado. Nos miramos mutuamente el compañero de clase y yo, y cada uno ve en el otro no solo el tupé blanco y los ojos cansados bajo los párpados abolsados y un tanto entumecidos, ve también, detrás del hoy, el entonces de aquella época. No sólo hablan entre sí dos ancianos, es que además habla el seminarista Otto con el seminarista Hermann, y debajo de los muchos años de historia pasada, cada uno sigue viendo aún al camarada de catorce años, escucha su voz juvenil de entonces, lo ve sentado en el banco de la escuela haciendo visajes, lo ve jugando al balón o montando a caballo con el pelo desgreñado y los ojos relampagueantes; en el rostro todavía infantil ve las primeras luces matinales del entusiasmo, de la emoción y la devoción en los tempranos encuentros con el espíritu y con la belleza.
Y una observación de paso: la de que a menudo las personas de edad adquieren un sentido para la historia que no tuvieron en su juventud, apoyándose precisamente en el conocimiento de los numerosos estratos que en el rostro y en el espíritu de una persona han ido superponiéndose a lo largo de muchas décadas de experiencias y sensaciones. En el fondo, aunque no siempre ni mucho menos de una manera consciente, todos los ancianos piensan en una perspectiva histórica. No están satisfechos con el estrato superior, que tanto agrada a los jóvenes. No querrían prescindir de él ni borrarlo, pero sí que les gustaría percibir debajo del mismo la secuencia de aquellos estratos vivenciales que otorgan al presente todo su peso.
Así las cosas, nuestra primera velada fue una auténtica fiesta. No sólo afloraron en la conversación los recuerdos juveniles, ni los relatos se ciñeron exclusivamente a la vida, el estado de salud o la muerte recién acaecida de nuestros compañeros de Maulbronn; también abundaron las conversaciones y confesiones de índole general sobre las cosas de Suabia y de Alemania, sobre la vida cultural de un lado y del otro, sobre las actuaciones y sufrimientos de coetáneos importantes.
Pero nuestras conversaciones fueron preferentemente alegres, y aun tratándose de cuestiones muy serias prevaleció el tono lúdico y distante, que tan natural y agradable nos resulta a los ancianos frente a las cuestiones de actualidad. Mas para mí, un hombre solitario, no dejó de significar una conmoción extraordinaria el estar de sobremesa mucho más de lo habitual, el haber hablado y escuchado durante tres horas, el haberme entusiasmado a través de los saludos del antiguo hogar y el haber ahondado en la maraña de los recuerdos; presentí que iba a pasar una mala noche, y no me equivoqué. Pero yo estaba dispuesto de buen grado a contar a mi manera la bella vivencia. Sólo que por la mañana estaba enfermo y cansado, aunque contento a la vez de que mi hijo me fuera tan útil y estuviera amablemente a mi lado.
Mi amigo estaba alegre y distendido como siempre; yo nunca lo había visto enfermo, nervioso, de mal humor o agotado. Por mi parte me mantuve tranquilo por completo durante las horas matinales, aspiré un poco de rapé y a partir del mediodía volví a sentirme receptivo. El tiempo había mejorado y pude invitar a mi huésped a dar una vuelta por nuestra colina. Ni me resultó vergonzoso ni suscitó en mí envidia alguna el verlo junto a mí tan enérgico, con aire de haber dormido a gusto y de estar receptivo a cualquier estímulo. Por el contrario, aquello me hizo bien: aquel hombre amable irradiaba un aura de paz y de antigua ataraxia, que yo percibía contento y agradecido y por la que me dejaba influir. ¡Realmente era bueno, hermoso y agradable el que ambos fuésemos tan diferentes por temperamento, constitución y dotes! Más aún: qué hermoso el que cada uno de nosotros nos hubiésemos mantenido fieles a nuestra manera de ser habiendo llegado a ser justamente lo que la naturaleza de cada uno reclamaba: el funcionario tranquilo pero incansable con su fuerte inclinación a la poesía y la erudición, y el literato nervioso, demasiado accesible al cansancio pero tenaz en el fondo. Todo sumado, cada uno de nosotros dos había alcanzado y realizado bastante de lo que podía exigirse a sí mismo y de lo que debía al mundo. Quizá la vida de Otto era más feliz, pero no reflexionamos mucho sobre la felicidad, y en cualquier caso no había sido la meta de nuestro esfuerzo.
En un aspecto yo le llevaba alguna ventaja. Era tres meses mayor que él y tenía a mis talones el jubileo de los setenta y cinco años. Habíamos convenido en que yo daría las gracias y los inteligentes organizadores me habían dispensado de que compareciera personalmente en las distintas celebraciones. Pero mi buen suabio tenía todo eso pendiente y sin tal dispensa. En breve tendría que afrontar la fatiga de las celebraciones, sin que fuera fatiga pequeña aguantar todos aquellos honores.
También yo le había hecho ya preparar un regalito jubilar por las manos amigas de un editor de Stuttgart: se trataba de un pequeño manuscrito ilustrado. No había duda de que afrontaría mejor que yo, con dignidad y donaire, lo que se le avecinaba de celebraciones, discursos y distinciones y que respondería escrupulosamente a los centenares de cortesías y apretones de manos.
Aunque no había estado tan expuesto como yo a la luz de las candilejas, tampoco la sabia sentencia Bene vixit qui bene latuit (bien vivió quien bien se ocultó) se había convertido en la consigna de su vida. Era un hombre al que muchos conocían, que probablemente había tenido sus enemigos además de los nazis y había afrontado numerosas batallas y que, ahora, en el atardecer de su vida leal y laboriosa se había convertido para los entendidos en el representante indispensable del espíritu suabio. No hablamos de su inminente homenaje, pero sí de aquellas instituciones de la vida cultural patria, que su colaboración había protegido decisivamente y hasta salvado en tiempos difíciles. También hablamos un poco de nuestras mujeres, recordamos a la suya que recientemente había estado enferma y a la mía que desde hacía un par de semanas había iniciado sus bien merecidas vacaciones y que siguiendo su máximo anhelo, había visitado Ítaca, Creta y Samos.
También nuestra segunda y última velada estuvo llena de gozo y armonía, sacó una nueva cantidad de datos del viejo tesoro y muchas opiniones amables de la experiencia del amigo. Era un hombre demasiado escrupuloso y amaba demasiado el lenguaje para poder ser un charlatán preocupado por las palabras, aunque hablaba sin ningún esfuerzo, lentamente y con una selección esmerada de los términos. Más tarde, cuando previsoramente nos despedimos uno del otro, quiso pasear por la mañana a una hora en la que mi jornada aún no había principiado propiamente y cuidé de que le acompañase cuidadosamente mi hijo. Al despedirnos reímos al unísono sin decir una palabra sobre lo que ambos pensábamos: «quizá fuese aquélla la última vez».