A MENUDO ME ADMIRO de la gran tenacidad con la que nuestra naturaleza se agarra a la vida. Dócilmente, aunque en modo alguno de buen grado, uno se habitúa a situaciones, que sólo anteayer nos habrían parecido totalmente insoportables.
Superar los dolores corporales, cuando se prolongan demasiado, es ciertamente una de las cosas más difíciles. Las naturalezas heroicas se defienden contra el dolor, procuran negarlo y aprietan los dientes, al modo de los estoicos romanos; mas por bella que sea esa actitud propendemos a dudar de la autenticidad de la superación del dolor. Por mi parte siempre he conseguido superar los dolores fuertes, sobre todo cuando no me he defendido contra los mismos sino que me he dejado llevar por ellos, como cuando uno se entrega a una borrachera o a una aventura.
Esto es envejecer: lo que antes era gozo
se hace fatiga, y más turbia corre la fuente,
hasta el dolor de su sabor se desprende…
Nos consolamos con que pronto pasará.
Cuando antes nos defendíamos con tanto valor,
compromisos, cargas y deberes impuestos
se han trocado en refugio y consuelo:
pero aún querríamos hacer una yugada.
Mas tampoco llega lejos este consuelo burgués,
el alma anhela y suspira por unas alas alegres.
Barrunta la muerte lejos del yo y del tiempo
y la respira hondamente en bocanadas ansiosas.
CUANDO TRAS MESES de ausencia regreso a mi colina de Tessino, sorprendido y tocado cada vez por su belleza, no vuelvo a sentirme en casa sin más, sino que primero tengo que trasplantarme y hundir nuevas raíces aspiradoras, tengo que volver a enlazar los hilos, a reencontrar ciertos hábitos y buscar de nuevo, aquí y ahora, un renovado contacto con el pasado y el hogar antes de que empiece a fluir de nuevo la vida campesina meridional. No basta simplemente con deshacer las maletas y procurarse el calzado campesino y la ropa de verano; es necesario comprobar también si durante el invierno ha llovido intensamente en la alcoba, si viven todavía los vecinos; es necesario revisar lo que aquí ha cambiado durante medio año y cuántos pasos adelante ha dado el proceso, que poco a poco también despoja a esta querida comarca de su ingenuidad largamente preservada y la colma con las bendiciones de la civilización.
Efectivamente, en el desfiladero inferior toda una ladera boscosa ha sido de nuevo talada por completo y han construido una villa, y en una curva han ensanchado nuestra calle, acabando así con un viejo jardín encantador. Han desaparecido las últimas postas de caballos de nuestra comarca, han sido sustituidas por autos y los nuevos coches son demasiado grandes para estas callejuelas antiguas y estrechas. Así que nunca más volveré a ver al viejo Piero bajar con estruendo desde su otero con sus dos caballos rollizos en la diligencia amarilla, vistiendo su uniforme azul de postillón; nunca más volveré a verlo en Grotto del Pace para tomarnos un vaso de vino y hacer un pequeño descanso fuera de programa. Ah, y nunca más volveré ya a sentarme en Liguno, en la magnífica linde del bosque, mi lugar preferido para pintar: un forastero ha comprado bosque y prado y los ha cercado con alambre, y donde se alzaban unos hermosos fresnos ha construido ahora su garaje.
Por contra, los rodales de hierba verdean bajo las cepas en la vieja frescura, y bajo las hojas marchitas crujen como siempre los lagartos grisverdosos, el bosque sigue azul y blanco con la siempreviva, las anémonas y la floración de los madroños, y a través de sus árboles reverdecidos centellea el lago, fresco y sereno…
En cualquier caso tengo ante mí todo el verano y el otoño, una vez más espero pasarlo bien durante algunos meses, pasar largos días al aire libre, liberarme de nuevo un poco de la podagra, jugar con mis colores y vivir una vida un poco más alegre e inocente de cuanto es posible en el invierno y en las ciudades. Los años pasan rápidos… los niños descalzos, que hace años veía correr a la escuela cuando llegaba a esta aldea, están ya casados o se sientan ante una máquina de escribir en Lugano o en Milán o trabajan detrás de los mostradores, y entretanto los ancianos de entonces, los viejos aldeanos, han muerto.
Ahora me viene a la mente Nina, ¿vivirá todavía? ¡Santo Dios, por primera vez pienso ahora en ella! Nina es mi amiga, una de las pocas y buenas amigas que tengo en la comarca. Tiene 78 años y vive en una de las pequeñas aldeas más retrasadas de la región, en la que todavía no ha dejado sentir su mano la nueva civilización. El camino hasta su casa es escarpado y difícil, tengo que bajar con sol unos centenares de metros del monte y volver a subirlos por la otra ladera. Pero enseguida me pongo en camino, recorro primero los viñedos y me adentro en el bosque, cruzo luego el pequeño valle verde y trepo después por las cuestas del otro lado, cubiertas en verano de ciclaminos y en invierno de eléboros. Al primer niño de la aldea le pregunto qué hace la vieja Nina. «Oh —me cuenta—, por las tardes continúa sentándose junto a la pared de la iglesia y toma rapé.» Contento sigo adelante: todavía vive, todavía no la he perdido, me recibirá cariñosa y, aunque gruñirá y se lamentará un poco, volverá a darme el ejemplo íntegro de una anciana solitaria, que soporta tenaz y no sin chanza su vejez, su podagra, su pobreza y su aislamiento, que no hace muecas ni reverencias al mundo sino que le dice cuántas son cinco y está dispuesta hasta su última hora a no acudir ni al médico ni al sacerdote.
Del camino deslumbrante pasé a la ermita, a la sombra de los muros antiquísimos y oscuros, que allí se alzan angulosos y altivos sobre la roca del espinazo del monte sin conocer el tiempo, sin otro hoy que el sol en eterno retorno, sin otro cambio que el de las estaciones del año. Década tras década, siglo tras siglo. Alguna vez también estos viejos muros caerán, estos rincones hermosos, oscuros y salvajes serán reconstruidos y equipados con cemento, planchas, agua corriente, higiene, gramófonos y otros bienes culturales, y sobre los huesos de la vieja Nina se levantará un hotel con la carta de platos en francés o un berlinés construirá una villa veraniega. Hoy de momento nos mantenemos, y subo por el alto umbral de piedra y la destartalada escalera pétrea hasta la cocina de mi amiga Nina. Allí huele, como siempre, a piedra y humedad, a hollín y a café e intensamente al humo de madera verde, y sobre el suelo empedrado, delante de la chimenea gigantesca, está sentada la anciana Nina en su taburete bajo mientras que con sus dedos morenos, deformados y abotargados vuelve a cebar el fuego con los restos de leña.
«Hola, Nina, alabado sea Dios, ¿me reconoce todavía?»
«Oh, Signor poeta, caro amico, son content di rivederla!»
Se levanta, aunque yo no quiero permitírselo, y se pone de pie, para lo que necesita mucho tiempo pues mueve trabajosamente sus miembros anquilosados. En la mano izquierda tiene temblorosa la áspera dosis de tabaco que acaba de sacar de su petaca, envuelta en un paño de lana negro que lleva atado al pecho y la espalda. En su rostro anciano y hermoso de ave rapaz destacan los agudos ojos inteligentes, que miran un tanto tristes y burlones. Con aire burlón de camarada me mira a mí, conoce al lobo estepario, sabe que desde luego soy un signore y un artista aunque no habla mucho conmigo, que en Tessino vago de un lado para otro y que, como ella misma, tampoco he alcanzado la felicidad, aunque sin duda los dos éramos bastante agudos al respecto. Lástima, Nina, que nacieras cuarenta años antes que yo. ¡Lástima! Cierto que no a todos les pareces guapa, a muchos más bien les pareces una vieja bruja, de ojos un tanto inflamados, de miembros un tanto encorvados, de dedos un tanto sucios y con tabaco rapé en la nariz. ¡Pero qué nariz en aquel arrugado rostro aquilino! ¡Qué actitud tan pronto como se enderezaba y permanecía recta en su grandeza enjuta! ¡Y qué sagaz, qué orgullosa y despectiva, aunque no mala, es la mirada de tus ojos bellamente dibujados, libres e impávidos! ¡Mi vieja Nina, qué hermosa muchacha debiste de ser y qué hermosa mujer, intrépida y elegante! Nina me recuerda el verano anterior, a mis amigos, a mi hermana, a mi amada, a todos los cuales conoce. Y entretanto vigila atenta la caldera, ve hervir el agua, vierte el café molido del cajón del molinillo, me prepara una taza, me ofrece rapé. Nos sentamos entonces junto al fuego, bebemos café, escupimos al fuego, nos contamos cosas, nos hacemos preguntas, poco a poco nos vamos quedando callados, decimos esto y lo otro de la podagra, del invierno, de la ambigüedad de la vida.
«¡La podagra! ¡Una zorra, una maldita zorra es lo que es! Sporca puttana! ¡Que el diablo la lleve! ¡Así reviente! Bueno, dejémonos de improperios. Estoy contenta de que usted haya venido, estoy muy contenta. Queremos continuar siendo amigos. Ya no viene mucha gente a verla a una, cuando se es vieja. Setenta y ocho años tengo yo ahora.»
Se levanta de nuevo con esfuerzo y va a la habitación de al lado donde en el espejo están las fotografías empañadas. Sé que ahora busca un regalo para mí. No encuentra nada y me ofrece una de las viejas fotografías como regalo de huésped, y como no la acepto tengo al menos que volver a tomar de su tabaquera.
La cocina ahumada de mi amiga no está muy limpia y no es nada higiénica, el suelo está lleno de escupitajos, y la paja de la silla cuelga estropeada, y pocos de ustedes, mis lectores, beberían gustosos de esta cafetera, de esta vieja cafetera de hojalata, negra de tizne y gris por los restos de ceniza y en cuyos bordes el café espesado y reseco de años ha formado una costra sólida. Vivimos aquí, fuera del mundo y del tiempo actuales, cierto que de forma un tanto mezquina y sórdida, un tanto degenerada y en modo alguno higiénica, pero a cambio estamos cerca del bosque y del monte, cerca de las cabras y de las gallinas (que corretean cacareando por la cocina), cerca de las brujas y de los cuentos de hadas. El café de la alabeada cafetera de lata tiene un sabor maravilloso; es un café fuerte y muy negro con un ligero toque aromático de sabor amargo por el humo de leña, y el estar sentados juntos tomando café y las bromas y las palabras cariñosas y el bizarro rostro anciano de Nina son para mí infinitamente más amables que doce invitaciones a tomar el té con baile, más que doce veladas de diálogos literarios en el círculo de intelectuales famosos, aunque ciertamente que tampoco querría privar a esas bellas cosas de su valor relativo.
Fuera ya se está poniendo el sol, entra el gato de Nina y salta sobre su regazo, la lumbre del fuego brilla con más calor en los enfriados muros de piedra. Qué frío, qué cruelmente frío debe de haber sido el invierno en esta elevada y vacía cueva de piedra, sin nada en su interior más que el mezquino fuego encendido que tiembla en la chimenea y la anciana solitaria con el mal de gota en las articulaciones; sin más compañía que el gato y las tres gallinas.
El gato ha salido de nuevo. De nuevo Nina se incorpora apareciendo grande y fantasmal entre dos luces, la figura acartonada y huesuda con el moño blanco sobre el rostro de ave rapaz con su mirada severa. Todavía no me deja marchar. Me ha invitado a que sea su huésped todavía una hora más y va ahora a traer pan y vino.
1927
Ser joven y hacer el bien es fácil,
y estar lejos de todo lo vulgar;
pero reír cuando el pulso se retarda
es algo que hay que aprender.
Y quien lo logra no es viejo,
luminoso aún se yergue entre llamas
y con la fuerza de su puño doblega
por entero los polos del mundo.
Al esperar anhelosos la muerte,
no nos quedemos quietos.
Queremos transigir con ella,
queremos expulsarla.
No está la muerte ni allí ni aquí,
se alza en todos los senderos.
Está en ti y está en mí
tan pronto como traicionamos la vida.
LA GENTE, QUE EN su juventud no puede en modo alguno imaginarse anciana, es la que proporciona los mejores ancianos.
Que los jóvenes gusten de exhibirse un poco y que para ello tengan que arriesgar algo, algo que los ancianos nunca podrían compartir, no es a fin de cuentas algo insoportable. Pero todo el asunto empeora en el infausto momento en que el anciano, el débil, el conservador, el pelado, el partidario de la moda antigua, lo refiere personalmente a sí mismo y se dice: «¡Seguramente que lo hacen sólo para molestarme!». Desde ese momento la cosa se hace insoportable y quien así piensa está perdido.
Nunca me ha resultada simpática la labor de destacar o de organizar la juventud; jóvenes y ancianos auténticos sólo se dan entre docenas de personas; todas las personas dotadas y diferenciadas tan pronto son viejas como jóvenes, tan pronto están alegres como están tristes. Asunto de los ancianos es proceder de un modo más libre, más lúdico, experimentado y comprensivo con la propia capacidad amorosa de cuanto puede hacerlo la juventud. El anciano fácilmente encuentra siempre presumidos a los jóvenes. Pero la ancianidad gusta siempre de imitar los gestos y modales de la juventud, y es a su vez fanática e injusta, justificándose exclusivamente a sí misma en tanto que ofende fácilmente. La ancianidad no es peor que la juventud, ni Lao Tse es peor que Buda. El azul no es peor que el rojo. La ancianidad solo resulta inferior cuando quiere jugar a ser joven.
Lo que desde hace décadas me resulta antipático es, primero, la ciega adoración de la juventud y mocedad como la que prevalece, por ejemplo, en América; y, segundo y más aún, el establecimiento de la juventud como estado, como clase y como movimiento.
Yo soy un anciano y me gusta la juventud; pero mentiría si pretendiera decir que me interesa vivamente. Para las personas mayores, especialmente en tiempos de una prueba tan difícil como ahora, sólo hay una cuestión interesante: la cuestión del espíritu, de la fe, del tipo de sentido y piedad que se acredita estando a la altura de los sufrimientos y de la muerte. Tarea de la ancianidad es hacer frente a los padecimientos y la muerte. Entusiasmarse, agitar, estar animada es la disposición de la juventud. Pueden mantener relaciones amistosas, pero hablan dos lenguajes diferentes.
La historia del mundo la han hecho esencialmente los primitivos y los jóvenes, que se encargan de empujar hacia delante y de acelerar la marcha en el sentido de la expresión un tanto teatral de Nietzsche: «Lo que quiere caer hay además que empujarlo» (y lo decía quien por su exquisita sensibilidad jamás habría podido dar ese empujón a un hombre o a un animal viejo o enfermo). Mas para que la historia retenga islas de paz y siga siendo soportable también requiere siempre una acción de retraso y conservación como una contrapotencia, y ése es un cometido que corresponde a las personas cultivadas y a los ancianos. Ahora bien, aunque el hombre que imaginamos y deseamos pueda seguir caminos diferentes de los nuestros y evolucionar hasta el estado de bestia u hormiga, nuestro cometido sigue siendo justamente el de contribuir a retrasar lo más posible ese proceso. Sin saberlo, incluso las potencias militantes del mundo dejan sentir esa tendencia contraria, por cuanto que —si bien de forma bastante torpe— junto a los aprestos bélicos y los voceros propagandísticos cultivan sus empresas culturales.