Un rumor de viento vespertino
solloza y se ahoga en el follaje,
pesados goterones rebotan
y ponen su marca en el polvo.
De los muros desmoronados
brotan musgo y helechos,
las personas mayores se acurrucan
silenciosas en los umbrales.
Unas manos retorcidas se apoyan
inmóviles sobre rodillas rígidas,
se entregan al descanso
mientras se marchitan.
Vuelan sobre el cementerio
cornejas pesadas y grandes.
Sobre las peladas colinas
lozanean el helecho y el musgo.
Penosamente se arrastra a lo largo
de su larga noche,
aguarda, escucha y vela.
Ante él descansan sobre la colcha
sus manos, la izquierda y la derecha,
rígidas y tiesas, servidores cansados.
Y ríe
suavemente, para no despertarlas.
Más incansables que la mayoría
han ido creando,
cuando todavía estaban jugosas.
Aún habría mucho que hacer,
pero los compañeros sumisos
quieren descanso y tierra.
De ser servidores
cansados están, y endurecidos.
Suave, para no despertarlas,
les sonríe el dueño;
la trayectoria de una vida larga
ahora parece corta, aunque largo es
el tranco de una noche. Y manos de niño,
manos de mozo, manos de hombre
parecen al atardecer, parecen al final
tal como son.
LA TARDE DEL MARTES de Carnaval mi mujer tuvo que desplazarse rápidamente hasta Lugano. Habló conmigo y me dijo que podía acompañarla y que después podríamos contemplar un ratito el bullicio de las máscaras por las calles o quizá ver un desfile. A mí no me apetecía, acosado como estaba desde hacía varias semanas por dolores en todos los miembros y semiparalizado como me encontraba, hasta me molestaba la idea de tener que echarme encima el abrigo y tener que subir a un coche. Pero, tras oponer alguna resistencia, terminé por animarme y acepté. Descendimos, me depositaron en el sitio de los barcos, mientras mi mujer continuaba viaje para buscar un lugar donde aparcar y yo aguardaba con Kato, la cocinera, en un rincón soleado, pequeño pero perfectamente destacable, en medio de un mercado animado y de constante trasiego. Ya en los días corrientes Lugano es una ciudad notablemente alegre y amiga; pero hoy sonreía desbordante y jaranera en todas sus callejas y plazas, sonreían los trajes abigarrados, sonreían las caras, sonreían las casas de la plaza con ventanas repletas de personas y de máscaras, y hasta el tumulto parecía sonreír aquel día. Estaba formado por gritos, por oleadas de risas y llamadas, por jirones de música, por el rugido cómico de un altavoz, por griterío, por llamadas de terror de las muchachas, que nadie se tomaba en serio y a las que los mozos lanzaban puñados de confeti, con lo que se ponía de manifiesto que el propósito principal era tapar en lo posible con montones de recortes de papel la boca de aquéllas a las que disparaban. Por todas partes los adoquines de las calles estaban cubiertos con papeles polícromos y debajo de los arcos se caminaba dulcemente como sobre arena o musgo.
Mi mujer pronto estuvo de vuelta y nos situamos en un rincón de la Piazza Riforma. El lugar parecía ser el epicentro de la fiesta. La plaza y las aceras estaban repletas de gente, entre cuyos grupos abigarrados y alborotados había un continuo ir y venir de parejas y peñas, y toda una multitud de niños disfrazados. Y al otro lado de la plaza habían levantado un escenario sobre el que se agitaban vivamente varias personas delante de un altavoz: un conferenciante, un cantante popular con guitarra, un payaso gordo y algunos otros personajes. Se escuchaba o no se escuchaba, se entendía o no se entendía, pero en cualquier caso todos reían cada vez que el payaso acomodaba sobre su bien conocida cabeza su no menos conocida nariz; actores y pueblo actuaban a la vez, escenario y público se movían al unísono en un intercambio permanente de buena voluntad, gritos de aliento, ganas de broma y disposición a la risa. El conferenciante presentó también a un joven a sus conciudadanos: se trataba de un joven artista, aficionado de prendas relevantes que nos entusiasmó con la imitación hábil de voces de animales y otros sonidos.
Yo me había concedido como máximo un cuarto de hora de estancia en la ciudad. Pero nos quedamos media hora larga mirando y escuchando alegremente. Para mí, el hecho de permanecer en una ciudad en medio de la gente, y de forma especial en una ciudad en fiestas, representa ya algo completamente inusual y que en cierto modo me angustiaba y atolondraba; yo vivía durante semanas y meses a solas en mi estudio y mi jardín, muy raras veces me animaba y tomaba el camino hasta nuestra aldea o para dar la vuelta al llegar a la linde de nuestra hacienda. Ahora por primera vez me encontraba allí, rodeado de una muchedumbre, en medio de una ciudad que reía y se divertía; con ellos cualquiera podía reír y disfrutar una vez más del espectáculo de los rostros humanos, tan variopintos, tan cambiantes y sorprendentes, alguien entre muchos que era como ellos y compartía su capacidad de emoción. Naturalmente no duraría mucho. Pronto me dolerían los pies por el frío, pronto las piernas cansadas y doloridas tendrían bastante y desearían volver a casa, y pronto también la pequeña y agradable borrachera de ver y oír, de contemplar los miles de rostros tan curiosos, tan bellos, tan interesantes y amables, y la escucha de las múltiples voces humanas que hablaban, reían, gritaban, voces audaces y amables, agudas y graves, cálidas o adustas, me habrían cansado y agotado. Al abandono festivo, a la desbordante floración de los placeres de la vista y del oído seguirían el cansancio y el miedo, emparentado de cerca al vértigo de unas impresiones que ya no se pueden controlar. «Lo sé, lo sé», habría gritado aquí Thomas Mann citando al padre Briest.
Ahora bien, con sólo haberse tomado la molestia de reflexionar un poco se habría observado que la debilidad de la edad no fue la única responsable de ese miedo a la abundancia y desbordamiento del mundo, a la esplendente bufonería de la Reina de Mayo. Tampoco fue simplemente —para decirlo con el vocabulario de los psicólogos—, el miedo de la introversión frente al acreditamiento del entorno. Había otros motivos, en cierto modo de más peso, para ese temor y cansancio tan parecidos al vértigo.
Cuando miraba a mis vecinos, que durante aquella media hora estuvieron a mi lado en la Piazza Riforma, estuve por creer que se movían como peces en el agua, distendidos, cansados, satisfechos y sin ninguna obligación; estuve por creer que los ojos de nuestro artista captaban las imágenes y sus oídos los sonidos cual si detrás del ojo no hubiera sólo un cerebro, sino una película, una revista, un archivo, y detrás del oído un disco o una cinta magnetofónica, ocupada en cada segundo, almacenando, acaparando y apuntando, obligada no sólo al disfrute sino, más aún, a la conservación, a la eventual reproducción posterior, obligada a un máximo de exactitud en la observación.
En una palabra, yo estaba allí una vez más no como público ni como un espectador y oyente sin responsabilidad alguna, sino como pintor con el cuaderno de apuntes en la mano, trabajando, en un esfuerzo tenso. Pues eso era justamente nuestro artista, una especie de disfrute y celebración festiva, hecha de trabajo, de obligación aun siendo un placer, en la medida justamente en que llegaban las fuerzas, en la medida en que los ojos soportaban el aplicado ir y venir entre escena y cuaderno de apuntes, en la medida justamente en que los archivos todavía contaban con espacio y expansibilidad en el cerebro. No habría podido explicárselo a mis vecinos, si me lo hubieran rogado o yo hubiera intentado hacerlo; probablemente se habrían echado a reír y me hubieran dicho: «Caro uomo, ¡no se lamente tanto por su profesión! Es una profesión que consiste en la contemplación y en la eventual descripción de cosas divertidas, a las que usted puede acceder con esfuerzo y aplicación, mientras que nosotros somos para usted simples veraneantes, mirones y gente holgazana. Aunque nosotros tenemos de hecho vacaciones, señor vecino, y estamos aquí para disfrutarlas, no para ejercer nuestra profesión como usted. Sólo que nuestra profesión no es tan bonita como la suya, signore, y si tuviera que practicarla igual que nosotros a lo largo de un único día en nuestros talleres, tiendas, fábricas y oficinas, pronto acabaría usted».
Mi vecino lleva razón, toda la razón; aunque eso no ayuda nada, y también yo creo llevarla. Pero digámonos nuestras verdades sin rencor, amablemente y con cierto tono de diversión; cada uno tiene simplemente el deseo de justificarse un poco, pero no el deseo de molestar al otro.
De todos modos la aparición de tales ideas, la imaginación de tales conversaciones y justificaciones fue ya el comienzo del fracaso y el cansancio; enseguida sería tiempo de volver a casa y recuperar el disperso descanso del mediodía. ¡Ah, y qué pocas de las bellas estampas de aquella media hora habían llegado al archivo y se habían salvado! ¡Cuántos centenares, y quizá las más hermosas, habían escapado a mis ojos y oídos ineptos sin dejar huella, exactamente igual que aquéllos a quienes yo creía que debían contemplarlas como sibaritas y mirones!
Pero me quedó impresa una de las mil estampas que debería ser incorporada para los amigos en el cuaderno de apuntes.
Casi todo el tiempo de mi estancia en la Piazza festiva estuvo cerca de mí una figura muy tranquila que, durante aquella media hora, no pareció pronunciar palabra alguna y apenas la vi moverse alguna vez, hallándose en un curioso aislamiento o retiro en medio de aquel abigarrado gentío y de aquella agitación, tranquilo como una estatua y muy hermoso. Era un niño, un muchacho pequeño, que como máximo debía de tener alrededor de siete años; un muchachito guapo, con una cara de niño inocente, para mí la cara más amable entre centenares de personas. El muchacho estaba disfrazado, vestía un ropaje negro y llevaba un pequeño bombín también negro, uno de los brazos lo apoyaba en un cabestrillo, sin que tampoco faltase un cepillo para deshollinar, todo cuidadosamente preparado y con gusto, y la carita simpática la llevaba tiznada con un poco de hollín o alguna otra materia negra. Pero él no sabía nada de todo aquello. A diferencia de todos los adultos, que habían de hacer de Pierrots, chinos, bandoleros, mejicanos y burgueses románticos, y en oposición frontal a los personajes que actuaban sobre el escenario, él no tenía conciencia alguna de que llevaba un disfraz y de que representaba a un deshollinador, y menos aún de que aquello fuese algo especial y divertido y que le sentase tan bien. No, él estaba allí, pequeñito y tranquilo en su sitio, sobre sus piececillos y sus pequeños zapatos marrones, con el cabestrillo lacado de negro sobre el hombro, rodeado de aquel gentío en movimiento y a veces un poco apretujado, sin advertirlo; permanecía en pie y observaba con sus ojos azul claros, soñadores y encandilados, desde su rostro lustroso e infantil y con sus carrillos ennegrecidos fijos, lo que ocurría en una ventana de la casa junto a la que estábamos nosotros. Allí, en la ventana, elevándose a la estatura de un hombre por encima de nuestras cabezas, se había reunido un grupo divertido de niños algo mayores que él; reían, gritaban y se empujaban, todos enmascarados y con capuchas, y de vez en cuando de sus manos y cucuruchos caía sobre nosotros una lluvia de confetis.
Crédulos, encantados, rebosantes de una admiración beatífica, los ojos del muchacho miraban sorprendidos hacia arriba, encadenados, sin querer saciarse ni liberarse. No había deseo alguno en aquella mirada, ningún tipo de anhelo, únicamente la entrega asombrada, el arrebato agradecido. No conseguí descubrir qué era lo que asombraba hasta tal punto el alma de aquel muchacho ni lo que le permitía vivir la extraña felicidad de la contemplación y del arrobamiento. Podía ser el lenguaje colorista de los trajes o un primer descubrimiento de la belleza de los rostros de las muchachas; quizá era un niño solitario y sin hermanos llevado por la escucha amable de los niños guapos que jugaban allá arriba; tal vez los ojos del muchacho sólo estaban encantados y embrujados por la lluvia colorista de confeti que caía de forma lenta y callada, lanzada por las manos de aquellas gentes maravilladas, y que se posaba grácil sobre nuestras cabezas y vestidos y, más densas, sobre el suelo de piedra, que ya cubría como arena fina.
Y a mí me ocurría algo parecido a lo que le pasaba al muchacho. Así como él, ni por sí mismo ni por los atributos e intenciones de su vestuario, no percibía nada de la multitud, así como él no prestaba atención alguna ni al teatro cómico ni a los arreones de risa ni a los aplausos que impulsaban al pueblo a manera de oleadas, atento únicamente a la constante contemplación de la ventana, así también mi mirada y mi corazón estaban de continuo, en medio de la creciente pleamar de tantísimas estampas, atentos y entregados a la única imagen, al rostro infantil entre el negro sombrero y el vestido negro, a su inocencia, a su sensibilidad frente a la belleza, a su felicidad inconsciente.
1953
En la ladera florecen los brezos,
la retama se eriza de escobas pardas.
¿Quién sabe todavía hoy lo verde
y plumoso que fue el bosque en mayo?
¿Quién sabe todavía hoy cómo sonaron
en tiempos el canto del mirlo y del cuclillo?
Lo que sonó tan encantador
ya se ha olvidado y confundido.
En el bosque, la fiesta de la noche estival
y encima del monte, la luna llena.
¿Quién las describió, quién las fijó?
Ya todo se ha disipado.
Y pronto de ti y de mí tampoco
ningún hombre sabrá ni contará nada.
Aquí habitan otras gentes,
a ninguna de ellas faltaremos.
Queremos aguardar a la estrella de la tarde
y a las nieblas primeras.
A gusto florecemos
y nos marchitamos en el gran jardín de Dios.
EN LA ESTRUCTURA y consistencia ciertamente más laxa de los últimos días de vida parece que ésta pierda su proximidad a la realidad, que la realidad en sí sea ya una dimensión algo más imprecisa de la vida, algo más tenue y transparente; parece como si ya no nos formulara sus exigencias con la violencia y desconsideración de antaño, como si nos permitiera hablar, jugar y actuar consigo misma. Para nosotros, los ancianos, la realidad ya no es la vida, sino la muerte; no la aguardamos ya desde fuera, sino que sabemos que habita en nosotros. Cierto que nos defendemos contra los achaques y dolores que su proximidad nos trae, pero no contra ella misma, y si nos guardamos y cuidamos algo más que antes lo hacemos con ella a nuestro lado, sabiendo que está en nosotros y con nosotros, ella constituye nuestro aire, nuestro cometido y nuestra realidad.