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Authors: Oscar Hernández

Tags: #Drama, #Romántico

El viaje de Marcos (14 page)

BOOK: El viaje de Marcos
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—¿Qué tal con Carmen? —le pregunté mientras encendía dos cigarrillos para mantenernos despiertos. Le di uno y volví a tumbarme.

—Anoche tuvimos bronca.

—¿Qué pasó?

—No sé —protestó—. Empezó que si yo no la quería, que si miraba a otras chicas, que si sólo la quiero para hacer el amor…

—Y ¿no es verdad?

—Pues… —dudó un instante—, hombre, sí; pero no es que no la quiera, no es que la quiera sólo para eso, es que… —se dio cuenta de que sólo la sinceridad le valdría conmigo—. Marcos, mira, ella me gusta, pero yo sólo quiero que nos divirtamos, ya se lo dije, pero ella no me escuchó; incluso ¡ha hablado de boda! —enfatizó la palabra boda acompañándola de una expresión de sorpresa hiperbólica—. Yo le dije que cuando vuelva a casa todo se habrá acabado y que cada uno haríamos nuestra vida.

—¿Eso le dijiste?

—Por eso se lió —no me dejó decir nada—. Se lo dije después de que hiciéramos el amor.

—¡Joder Gus! —exclamé—. Es que eres de un delicado que asustas. Tú también podías haber elegido otro momento.

—Ya lo sé, pero ya me conoces, suelo decir lo que pienso en el momento en que lo pienso —dijo con una mirada de pedir perdón que casi me conmovió, aunque me decanté por la risa.

Bebimos los refrescos y dimos profundas caladas a los cigarrillos. El señor Rioja acababa de torcer la esquina de la piscina mediana y venía directo hacia nosotros. Desde lo lejos pudimos ver cómo su mirada, cobijada bajo espesas cejas unidas sobre la nariz, se fijaba en los cigarrillos. Gus reaccionó con rapidez y cogió un cenicero de cristal que había al pie de la sombrilla. Cuando Rioja nos alcanzó, ambos habíamos apagado los cigarros. No es que no se pudiera fumar, pero el señor Rioja era muy reticente a que los jóvenes fumásemos, y menos sin que ningún adulto estuviese a nuestro lado, y a nuestro cargo, según su opinión.

—Oye, Marcos. ¿Qué tal la excursión? Cuando salí aún no habías llegado —me dijo cuando Rioja se alejaba hacia la piscina grande.

—Maravillosa —dije, fue la primera palabra que se me ocurrió—. Es un lugar increíble. Está en medio de los campos de trigo. Árboles, hierba, tranquilidad, un estanque precioso… —Los ojos se me cerraban empujados por la imaginación y los recuerdos— el agua transparente, buenísima. Tengo fotos, espero que salgan bien.

—¡Ah! ¡Es verdad! ¡La cámara! Se me había olvidado.

—Pues hice unas fotos a la puesta de Sol que como salgan, van a ser increíbles. Tendrías que verlo.

—Sí, quizás lleve allí a Carmen un día de estos, si es que sigue dirigiéndome la palabra. Oye, ¿y Álex? ¿Qué tal se lo pasó?

—Muy bien. Estuvimos jugando a adivinar canciones y le gané. Luego me pidió la revancha y volví a ganar. Le hice unas fotos haciendo el mono subido a un árbol, que si han salido bien van a ser la leche. Me estaba descojonando de tal forma, que no sé si enfoqué bien.

—¿Qué dices? —me preguntó intrigado mientras me reía inundado por el recuerdo de Alejandro encaramado en el árbol y gritando como un simio.

—Apostamos que quien ganase la revancha impondría una prueba al otro, así que como gané, le mandé hacer el mono subido a un árbol.

—Y ¿lo hizo?

—¡Vaya si lo hizo! ¡Madre mía! Cómo me pude reír.

De repente, mi semblante cambió de la sonrisa a una seriedad meditativa, un cambio rápido, sólo un instante antes de sonreír de nuevo, pero Gus se percató de que algo estaba perturbando mis pensamientos, de que había algo que me preocupaba.

—Cuéntame, Marcos.

—No sé, Gus —dije tras intentar negar sin éxito ante la mirada penetrante de mi gemelo que nada me preocupaba—. Me siento extraño conmigo mismo. Ayer lo pasé tan bien… Te juro que fui
feliz
… —Gus me preguntó con un gesto de la cara cuál era el problema entonces—. Fui feliz con Alejandro —le respondí—. Fue Álex quien me hizo feliz. Gus, no sé qué tengo dentro, siento algo revolucionándose en mi interior. —Me llevé la mano al pecho—, no puedo explicártelo, sólo sé decirte que cuando estoy con él desaparece toda preocupación de mi mente. Nada me asusta, me siento cómodo y no quiero que esos momentos terminen nunca. El tiempo se me pasa volando y sólo siento que quisiera estar con él para siempre…

—¡¡Ey!! ¡Ey! ¡Ey! ¡Marcos! ¿Qué intentas decirme? —preguntó con cautela, con el temor reflejado en su mirada.

—Gus, no sé cómo llamarlo, no sé qué es lo que siento cuando estoy con él, pero sí sé que no es sólo simpatía.

Mi gemelo se levantó, se echó el pelo hacia atrás y se tumbó a mi lado, acercó su rostro al mío, casi tocándolo, me miró fijamente y respiró profundamente.

—Marcos —susurró—, ¿me estás diciendo que te estás enamorando de Álex?, ¿de un chico? —Cerré los ojos, los sentimientos se me salían a través de ellos—. No puede ser. ¿Eres un maricón? —preguntó con un hilo de voz.

—Gus… —musité después de que las lágrimas se me escaparan por fin, cuando no pude oponer más resistencia— tenía que contártelo. Eres mi hermano, mi hermano gemelo, mi otra mitad…

—¡Déjate de rollos, Marcos! —ladró Gus con aspavientos, a voz en grito, llamando la atención de la gente de alrededor, casi a punto de llorar—. ¿Cómo puedes…?

—¡Lo quiero! ¡Sí! ¡Qué pasa! —reclamé intentando no desmoronarme y sin alzar mucho la voz—. Yo no puedo controlar mis sentimientos, ¡nadie puede! Afloran sin más, cuando menos te lo esperas.

—Pero es un hombre…

—Gus, no me lo pongas más difícil. Si tú no me comprendes y me apoyas, nadie lo hará.

—Marcos —dijo después de guardar un instante de silencio, tras recapacitar y reconstruir su esquema mental de las cosas—, nunca nos separaremos, somos un equipo, ¿verdad? Yo, yo no me hubiera esperado algo así de ti nunca, no eres un marichica, un… un afeminado. No acabo de creerlo.

—¿Crees que yo lo comprendo mejor?

—Escucha. —Se sentó cruzando las piernas como los indios y me cogió la cabeza con ambas manos—, te apoyo, estoy contigo, sigo sin entenderlo, como tampoco entiendo por qué nuestros ojos son de distinto color, pero no por eso te voy a dejar de querer. Si eres feliz, ¿qué importa todo lo demás?

Dos amplias sonrisas se dibujaron en nuestros rostros, y nos fundimos en un abrazo. Aquel fue, sin duda, el primer abrazo sinceramente real que nos dimos en la vida; el más profundo y verdadero de todos. En aquel abrazo nos entrelazamos aún más, para siempre. Aún sin separarnos, Gus me preguntó al oído:

—¿Y Clara?

Un relámpago mental me retrotrajo un año en el tiempo. Clara era la chica con la que estuve saliendo una temporada. Gus continuaba sin creerme. Y yo continuaba dudando de mí mismo. Era muy difícil aceptar los sentimientos que de repente me llenaban, y por quién los sentía, era aún más complicado.

Clara era maravillosa. Una chica ye-yé en toda regla. Guapa, inteligente, simpática, a la moda, alegre… En fin, realmente la admiré. Y por eso le pedí que saliera conmigo. Lo nuestro empezó en primavera y todos decían que éramos el uno para el otro. Pero algo, imperceptible para los demás, no funcionaba. Allí, abrazado a mi hermano tras confesarle lo más íntimo que le pude decir jamás, comprendí qué no funcionó con Clara. No me atraía. La quise, la admiré y sentí mucho afecto por ella. Ella era básicamente genial y eso me gustaba. Llegó a ser mi mejor amiga, pero eso fuimos tan sólo: amigos. Ella sí llegó a amarme y sufrió mucho cuando le dije que deberíamos separarnos y conocer a otras personas. Lo pasó realmente mal, no me comprendió, ni yo tampoco, pero sentí que era lo mejor, que algo no iba bien y que no quería hacerle sufrir, cosa que le sucedería si continuábamos juntos. En ese abrazo entendí que no pude hacer nada mejor, ni por ella, ni por mí. Clara y yo seguimos siendo amigos, incluso, varios meses después, cuando ella tuvo problemas con su nuevo novio, vino a contármelo a mí, a nadie más, sólo a mí. Y yo le habría contado lo mismo que a Gus si hubiera estado más cerca. Aunque todo acabó llegando y pude contárselo no mucho después.

—Gracias, hermano. ¿Sabes lo difícil que ha sido para mí decidirme a contártelo?

—Marcos, si no me lo llegas a contar, entonces sí me habría enfadado, idiota —dijo sonriendo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, sin reparar en que no le contesté nada sobre Clara, aunque yo mismo ya me había respondido, y creo que ese era el objetivo de la pregunta, al fin y al cabo—. Oye, Marcos, ¿y Álex? ¿Sabe algo? ¿Se lo vas a decir?

A punto estuve de decirle que Alejandro también era homosexual, pero me contuve a tiempo. Álex me lo había confesado a mí, fue un secreto y no podía traicionar su confianza, ni siquiera con mi gemelo.

—Seguramente se lo diga, y estoy seguro de que me comprenderá.

Nos metimos en el agua e hicimos un par de carreras. Jugamos, buceamos, olvidándonos momentáneamente de todo, como cuando éramos unos crios de seis u ocho años, y el mundo y sus complicados vericuetos aún no osaban acercarse a nosotros. Cuando papá y mamá eran los más guapos y listos de todos; cuando la muerte no existía y el abuelo Francisco refunfuñaba mientras mordisqueaba su pipa; cuando ver a gente besándose (difícil verlos, por otra parte) era algo asqueroso; cuando nuestro amor latía despacio en su letargo, esperando el paso de unos cuantos años para despertar.

A medida que pasaba el tiempo la gente iba llegando. Los jóvenes que más temprano se fueron a dormir, a eso de las dos de la mañana, fueron los primeros en ir apareciendo, toalla al hombro y ojeras bajo los ojos medio abiertos. Un baño reconstituía al más dormilón, así que la piscina se convirtió enseguida en un verdadero circo en el que se daban piruetas, se construían torres humanas y se hacían batallas de caballos y jinetes. Al señor Rioja se le inflaban las venas de las sienes cuando veía aquella tumultuosa colección de melenas, patillas, bigotes y barbas de una semana armando tal escándalo y alboroto, que los cantantes que sigilosamente nos deleitaban con sus manifestaciones subliminales de libertad, penetrando en el recinto por los altavoces, optaban por callarse. Las señoras retostadas se quejaban a Rioja porque les habían salpicado, los niños abandonaban la piscina grande y se refugiaban en la de bebés y el camarero del chiringuito sonreía sirviendo cervezas a diestro y siniestro.

Nada se podía hacer ante una explosión de hormonas de tal magnitud; sólo unirse a la fiesta.

Al rato, la emoción y el griterío de aquellos despertares se calmó dando paso a los achuchones en las esquinas de parejas insaciables, a continuaciones de sueño bajo las sombrillas, a paseos por el césped de los más chulos del lugar en una exhibición de cuerpo para todo aquel que quisiera mirar.

Pero el continuo fluir de jóvenes cuerpos fornidos y esculturales damas, reyes y reinas de la noche, mantuvo el jolgorio durante toda la mañana.

Aunque aquella mañana algo cambió. Gus y yo charlábamos tumbados en las toallas, eran cerca de las dos de la tarde. La abuela y Elena aún no habían venido y el hambre empezaba a causar verdaderos estragos en los gemelos.

Los últimos chicos y chicas que aparecieron no venían ni adormilados ni sonriendo. Venían cuchicheando, visiblemente alterados. Hablaban rápida y entrecortadamente, cambiaban impresiones y hacían ademanes y aspavientos discutiendo sobre algo.

Nos empezamos a preocupar. El viento traía hasta nosotros retazos de voces que hablaban de peleas, de golpes, de algún herido. Nos pusimos en pie y nos dirigimos hacia el último grupo que acababa de entrar. Entre ellos, estaba Max, que salió como una bala hacia nosotros.

—¿Qué pasa, Max? —le preguntamos mi hermano y yo al unísono.

—¡Álex! —dijo por fin.

—¡¿Qué pasa con Alejandro?! —sentí un nudo en el estómago, algo que me comía—. ¡¡¿Qué pasa, joder?!! ¡¡Di!!

—David y sus amigos, los «Hijos del General», le están dando una paliza en la plaza.

Apenas hubo terminado su frase, mis piernas se pusieron en marcha. Salí corriendo, descalzo, en bañador, sin importarme nada más que salvar a Alejandro de las garras de aquellos hijos de puta. Gus corría detrás de mí, a unos veinte metros. Max le había dicho que Elena y la abuela Palmira estaban en la plaza, intentando detener el linchamiento.

Lo que ocurrió en aquella plaza fue terrible, mi prima y el propio Álex me lo contarían poco después: David le asestó otro puñetazo en el estómago. Dos chicos lo sujetaban por los brazos ya que Álex había perdido toda fuerza y resistencia. Apenas gimió. Las lágrimas corrían por su rostro y se precipitaban tiñéndose de rojo cuando se mezclaban con la sangre que brotaba de las heridas en la cara que le habían provocado los puñetazos y las patadas de David. Este se preparaba para darle un rodillazo en la cara.

—Deberíamos acabar con este mariconazo de mierda —propuso uno de los que lo sujetaban.

—Sí, matémosle. Nuestra misión es limpiar el suelo patrio de toda esta basura, ¿no?

—No, no podemos matar —les dijo David entre dientes—. Además, es mejor que viva, tiene que vivir, vivir marcado. ¡Todos tienen que saber que es un maricón! —gritó David a toda la plaza.

—¡Suéltalo! —exigió mi abuela impotente ante el linchamiento. Ella, Elena y otras quince personas, formaban un círculo alrededor de los jóvenes verdugos y de Álex, que rezaba pidiendo que todo acabase cuanto antes.

—¡¡Asesino!! —gritó Elena sollozando, sujetada por la abuela—. ¡¡Maldito seas!!

El resto de los sicarios, de los «Hijos del General», paseaban en círculos con cadenas en la mano, evitando que ningún entrometido les interrumpiese la fiesta. Ellos tenían el poder, el poder del miedo.

—¿Qué ocurre? —preguntó David con aires de omnipotencia acercándose a la joven, mirándola con unos ojos desencajados por el odio. Los vecinos que rodeaban a nieta y abuela dieron unos pasos atrás. David le cogió del pelo a Elena y tiró de él obligándola a arrodillarse. La abuela empezó a pegarle pero uno de sus esbirros la detuvo—. Yo soy quien manda aquí —le dijo de manera que sólo ella lo escuchara—. Tengo la misión de mantener España limpia de comunistas, masones y maricones. Y ese —señaló a Álex, arrodillado en medio de la plaza, destruido—, es del tercer tipo. Y probablemente de los otros dos también —añadió con asco. Acercó su rostro sudado al de Elena y le dijo con un hilo de voz—: no tengo autoridad para matar, me tienen atadas las manos desde arriba. Pero puedo corregir actitudes, y yo digo que cuatro hostias pueden hacer que Álex vea el mundo desde nuestro lado. Así que deja de lloriquear —le dijo en un susurro.

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