Aun así, con los asesinos detenidos y sin peligro, no regresé. Ya no tenía excusas, ya no había por qué temer. Pero no regresé. Dejé pasar el tiempo y renuncié a Alejandro, al amor. El miedo que me daba la sociedad era más grande que el deseo de regresar. Me dejé vencer por el mundo, me dejé asesinar.
No hubo noche, a decir verdad, en la que no pensara en él. Ni una sola, en veinticinco años. Su recuerdo, su amor, permaneció intensamente en mi vida, pero esta, poco después del regreso, cambió radicalmente de rumbo encaminándome por una senda de la que no supe salir.
—¿Cómo está Max?
—Bien. Muy bien —me miró sonriendo.
—Me alegro mucho de que sus pasiones políticas dieran por fin fruto.
—Sí, ya ves. Desde hace diez años, alcalde de Molinosviejos, y parece que va a seguir unos cuantos años más. La gente lo quiere mucho y, bueno, ya no es tan radical como cuando lo conociste. Se ha moderado un poco, aunque sigue con su pelo largo, las gafitas redondas… —rompimos a reír—. Marcos. —Elena se puso seria—, Max lo intentó, de verdad, intentó que se conociera la verdad, intentó que se supiera que habían existido los «Hijos del General». Pero todo fue inútil. Nadie sabía nada, nadie decía nada. No sé si el miedo o yo qué sé qué, pero por más que preguntamos, que investigamos, no conseguimos demostrar nada.
—Tranquila, Elena —le dije acariciando su mejilla con el dorso de mi mano—. Ya sé que después de asesinar a Gus se dio marcha atrás desde Madrid y que las pruebas se evaporaron. Yo también investigué por mi cuenta. Ahora ya no vale la pena. El tiempo ha ido matando a todos los responsables —añadí resignado—. Pero bueno —dije obligándome a sonreír y cambiando de tema—, háblame de ti, Max y tú. Sois muy felices, ¿verdad?
—Sí, creo que soy bastante feliz. —Frenó cuando alcanzamos la casa de la abuela.
—Aún recuerdo cuánto me sorprendí al enterarme.
—Sí, fue una sorpresa para todos. Aunque la primera sorprendida fui yo. Jamás pensé que me enamoraría de un espantapájaros como Max.
—Era muy peculiar por aquel entonces.
—Y lo sigue siendo ahora, pero lo quiero muchísimo.
—No sabes cuánto me alegro de que pudieras olvidar a Álex.
—Calla, Marcos —su semblante cambió radicalmente—. Ya hablaremos de eso mañana.
Salió súbitamente del coche. Había metido la pata al hablarle de Alejandro. Aún le importaba. Por mucho que quisiera a Max, entregó su corazón a Álex, y eso no tenía marcha atrás. Puedes enamorarte otra vez, pero el anterior amor siempre palpita, medio dormido, en tu interior.
La puerta se abrió. En el umbral apareció una figura encogida que caminaba apoyada en un bastón. Era la abuela Palmira. Me acerqué a ella. Me miraba con ternura y sonreía. Tenía el cabello blanco recogido en un moño y su rostro, arrugado y desdentado, había sucumbido al paso del tiempo. Aunque sus ojos, espejo del alma, me miraban con la misma frescura que tenían tantos años atrás. Se acercó y nos abrazamos.
—Hola, mi niño.
—Viejita…
—Mucho tiempo te has tomado para recapacitar, hijo —me dijo clavándome la mirada.
—Demasiado, abuela, lo sé.
Entramos. La casa había cambiado. Estaba, si cabe, más alegre que antes. Habían cambiado los suelos y las paredes habían sido pintadas en tonos claros. Incluso las viejas cortinas, habían dado paso a unas ligeras y frescas cortinas blancas con pajarillos de colores suaves bordados. La cocina, antaño gris y verde, era ahora blanca y amarilla, con detalles en negro, y con todos los electrodomésticos nuevos, modernísimos. Pero había algo que se había mantenido invariable durante todo aquel tiempo: la vela que ardía en el recibidor, la vela de mi abuelo Francisco.
—Por fin has llegado, tenía muchas ganas de verte —dijo una voz desde la escalera.
—¡Julia! ¿Cómo estás, hija?
Julia era mi hija, mi única hija. Tenía veintitrés años.
Como he dicho, el rumbo de mi vida cambió radicalmente en los meses siguientes a aquel verano.
Mi madre no superó la muerte de Gus y cayó en profundas depresiones que la fueron consumiendo hasta que aquellas mismas Navidades, murió de un infarto. Hice lo posible por ayudarla. La animé como pude. Le pedí que luchara, que aún quedábamos nosotros y que la necesitábamos. Le dije que Gus no querría verla así, hundida, que no se lo permitiría; pero todo fue inútil. No me escuchaba, añoraba demasiado a Gus; y mi padre, en vez de ayudarme, se resignó a lo inevitable. Hice lo que pude, pero el fuerte en casa, siempre había sido mi gemelo.
Mi madre murió el día de Navidad de 1970. Papá se fue, como siempre, al extranjero, a hacer negocios. Dijo que en aquel momento más que nunca, necesitábamos estabilidad económica, y tras los funerales, se evaporó. Pensó que alejándose olvidaría, ¡qué necedad! Y lo peor es que yo estaba sumido en el mismo error.
Me quedé solo. Y solo y desorientado, me refugié en la bebida. Nadie me controlaba y la vida era un infierno, así que decidí autodestruirme. Para la Semana Santa de 1971, yo era un borracho asqueroso de veinte años. Y en aquel momento apareció Cristina: papá, preocupado repentinamente por mí, contrató desde el extranjero una agencia de asistentas del hogar. Y de la agencia, me mandaron a ella. El primer día que llegó a casa, como entró con la llave que había enviado mi padre, me encontró totalmente borracho, tirado en el pasillo de casa. Ella sola, se las arregló para bañarme y acostarme. Y al despertar a la mañana siguiente y verla, perdí la cabeza definitivamente.
Cristina era joven y muy hermosa. Era simpática, inteligente y dulce. Pensé que si me lo proponía, podría olvidar a Álex y vivir como una persona
normal
. Vaya un error tan absurdo. Aunque al principio, dio resultado. Empecé a comportarme bien, a ir a clase, dejé de beber y comencé a seducirla. No tardamos mucho en irnos a la cama. Ella vivía en casa y, como le gusté, todo fue sobre ruedas. Además, mis deseos de olvidar hicieron que no me costara nada ni sintiera remordimientos por engañarla diciéndole que la amaba cada vez que hacíamos el amor.
Aquel mismo verano, se quedó embarazada, así que decidimos casarnos. Realmente, quise a Cristina, la quise mucho, aunque jamás me llegué a enamorar de ella. En mi corazón, todavía, y creo que para siempre, siguió latiendo mi amor por Álex. Es algo que no comprendí entonces, pero que se me presentó después como una verdad indeclinable.
Julia nació en primavera, un mes de abril de 1972. Una niña preciosa que creció y se convirtió en una adolescente hermosísima a la que no le faltaron pretendientes.
Cristina y yo no tuvimos más hijos. Ella quería trabajar y, como sentía que ya había cumplido con su faceta de madre, y mi padre le consiguió un puesto en la empresa, decidimos que con Julia era suficiente. Cristina trabajó duro para sacarnos adelante a los tres. Yo continué mis estudios y cuando acabé la carrera, empecé como médico de cabecera en el ambulatorio de nuestro barrio. Entre los dos, trabajando sin descanso, conseguimos formar un hogar y educar a Julia lo mejor que supimos. Mientras tanto, yo iba enterrando a Álex en mi memoria y en mi corazón.
Poco antes de que Julia nos dijera que se quería ir a vivir con su novio, Cristina empezó a sentir las primeras molestias. No tardó en desarrollarse la enfermedad, y yo, pese a todo lo que había estudiado y aprendido en quince años de profesión, fui incapaz de salvarla. La agonía duró tres años. Tres años de pruebas, de mejoras, de recaídas, de pastillas, de dolores… pero fue como el agua que se te escurre entre los dedos.
Al menos fui capaz de quitarle el dolor, murió sin dolor, sonriendo, entre mis brazos. La lloré muchísimo, mucho más de lo que hubiera imaginado. Recuerdo que en el funeral, al salir de la iglesia, cuando nos quedamos a solas mi hija y yo, Julia me dijo:
—Papá, ahora tienes que seguir viviendo. Recuerda que mamá sólo te pidió una cosa, que siguieras viviendo, que no murieras con ella. Mira al futuro, intenta ilusionarte con el futuro. Y si lo necesitas, busca en tu pasado la llave que te abra la puerta del futuro.
Esas palabras se me clavaron en la mente y como máquinas excavadoras, hurgaron en mi memoria hasta que, una noche, rescataron a Álex. Siempre pensé en él, pero aquella noche, reapareció con todo su esplendor.
Una idea loca se me coló en la cabeza. Una tontería, al principio, pero que fue creciendo hasta tener fuerza de obsesión: ¿y si volvía a buscarlo? Julia ya vivía con su novio desde hacía algún tiempo, así que yo me quedaba completamente solo. Papá había muerto unos años antes, y con la herencia, más la pensión de viudedad de Cristina, podía vivir holgadamente sin trabajar, al menos una temporada. Además, tras perder a Cristina, la medicina ya no me decía nada, me sentía fracasado. Pedí la excedencia y me concentré en mí mismo.
Volver en busca de Alejandro, qué peligrosa idea… ¿Y él? ¿Cómo reaccionaría? Ahora tendría cuarenta y siete años. Qué locura. Pero yo lo amaba. Todavía, al volver a pensar en él con fuerza, sentía esas cosquillas en el estómago, ¡como cuando tenía diecinueve años!
Pensé en pedirle perdón, aunque me parecía un poco absurdo después de tantos años. Incluso llegué a rechazar la idea durante un tiempo. Pero cuando la soledad de la casa lo inundó todo, la idea retornó con fuerza, con más fuerza que nunca.
Álex también me seguiría queriendo, seguro. Lo tenía claro: iría al pueblo, lo buscaría, hablaría con él, y ya veríamos cómo reaccionaba. El mundo había cambiado y ya no temía demasiado a nadie. Había que intentarlo. Y qué mejor ocasión que el cumpleaños de la abuela Palmira para regresar a Molinosviejos.
Julia y su novio habían ido al pueblo a primeros de agosto; y yo, como siempre desde que murió Gus, había viajado solo, unos días más tarde.
Casi eran las dos de la madrugada, y el calor era agobiante. No recordaba el calor de las noches manchegas, y la noche, confusa de por sí, se presentaba imposible para poder conciliar el sueño.
Tras mi llegada, Elena y Max, que apareció ante mí como un recuerdo viviente del pasado, con su melena rubia y sus gafas a lo Lennon, se marcharon a casa porque Max tenía un pleno del Consistorio a primera hora de la mañana. Pero antes de irse, nos fundimos en un abrazo que aunque sin palabras sirvió para comunicar, agradecer y perdonar muchas cosas que compartíamos y que habíamos vivido aquel viejo
hippy
y yo.
Elena me dijo, antes de marcharse, que vendría a la mañana siguiente a buscarme porque teníamos mucho de qué hablar.
Cené un sabroso solomillo en salsa, queso manchego y vino, naturalmente. La abuela se sentó a mi lado y cuando Julia y su novio se fueron a dormir, nos quedamos solos, con toda la noche a nuestra disposición para poder confesarnos.
—¿Por qué has vuelto, Marcos? —me preguntó sin rodeos la abuela.
—Abuela, ahora no creo que sea el momento de…
—Es el momento —dijo secamente, aunque sin perder nunca la ternura de su mirada—. Has tardado veinticinco años en regresar. Y yo voy a hacer ochenta y cinco años, no creo que me quede mucho, así que aprovechemos ahora, que aún podemos —asentí con la cabeza, tenía razón—. Olvidaste este pueblo y a su gente. —Arqueó una ceja y yo bajé la mirada, abatido por su fuerza—, y ahora de repente vuelves. ¿Por qué?
—Abuela, al morir Cristina me quedé solo. Papá había muerto también y Julia se había ido de casa. De repente comprendí que tenía que rehacer mi vida. Me quedaba igual de solo que cuando murieron Gus y mamá, y mi padre me dejó para irse a trabajar.
—Y recordaste aquel verano, ¿no?
—Sí, así es.
—Y a aquel muchacho —lo dijo bajando la voz, casi en un susurro.
—Sí, abuela. Pensé que podría encontrar mi futuro volviendo a mi pasado. Buscándolo.
—Ya es un poco tarde, ¿no crees?
—Ha pasado mucho tiempo, sí, pero quién sabe…
—¡Han pasado veinticinco años! —No me dejó acabar. Creo que llevaba un cuarto de siglo esperando la ocasión de cogerme, y ahora me tenía en bandeja de plata, en su terreno, el terreno de la razón y del sentido común—. Marcos, lo abandonaste, no volviste más, te casaste, tuviste una hija, ¿cómo…?
—Yo quise a Cristina, abuela —lo reivindiqué con total sinceridad—. De verdad —asintió—. Quizá vi en ella más salvación que pasión, pero la quise, y me sentí feliz con ella.
—¿La quisiste como a él?
—No…
—¿Fuiste tan feliz con ella durante todos los años que estuvisteis juntos que con Alejandro en unos pocos días?
—Abuela…
—¡Marcos! —exclamó dejando caer el puño sobre la mesa y poniéndose en pie—. He rezado por ti todas las noches desde hace veinticinco años. He rogado para que te dieses cuenta de lo que habías hecho, pero mis plegarias no han sido escuchadas.
—Tenía miedo —me excusé, y mi voz se ahogaba.
—Mi niño. —Se sentó y me tomó ambas manos, las besó—, ¿no te has dado cuenta todavía de que hay amores eternos que duran un fin de semana?
El contacto de mis labios con la leche caliente fue reconfortante; el tomarla, vivificante. La abuela me echó un terrón de azúcar en la taza. Otro en la de ella, y volvió a sentarse a mi lado.
—¿Por qué no viniste a mi boda? Siempre quise, preguntártelo.
—Ni tu prima ni yo vimos con buenos ojos esa boda —su sinceridad me abatía—. Sé que Cristina fue una mujer excepcional.
—Una Dama.
—Lo sé. Pero una Dama engañada —disparó.
—No.
—Sí. Vivió engañada. Amando a quien no la amaba.
—¡No! La quise.
—¿La amabas?
No pude resistirlo, rompí a llorar. La abuela me abrazó y me acarició como lo hace una madre. Era cierto, la abuela me estaba poniendo frente a frente a la verdad a la que tantas veces di esquinazo cuando las dudas me colmaban.
—No como a él —dije al fin con un hilo de voz.
—Tranquilo, hijo.
—¿Y qué puedo hacer ya? —pregunté de repente incorporándome—. Cristina ha muerto. Y por eso he venido, para buscar a Alejandro. Para poner algo de verdad en la farsa que he vivido.
La abuela guardó silencio, parecía que me comprendía, aunque su mirada escondía algo.
—Mañana lo buscaré y entonces ya se verá. —Ella permanecía con la mirada baja—. Por lo menos, si me dice que me vaya por donde he venido, podré decir que lo intenté, que intenté rectificar mi vida.
—Claro, hijo —dijo al fin—, haces lo que debes. ¿Qué hora es? —preguntó de repente—. Se ha hecho muy tarde. Has tenido un largo viaje y deberías descansar. —Se puso en pie y, tomándome del brazo, salimos de la cocina. Subimos las escaleras y abrió la puerta del cuarto que antaño ocupara Elena.