—Entonces cómo pudo comprar...
—¡Así es! ¿Cómo pudo?
—Hey, eso es sorprendente —dijo el inspector consideradamente—. Diga más, Mr. Holmes. Lo estoy disfrutando. ¡Es grandioso!
Holmes sonrió. Siempre se entusiasmaba por una genuina admiración, la característica del real artista.
—¿Qué hay acerca de ir a Birlstone?
—Tenemos tiempo aún —contestó el inspector, mirando su reloj—. Tengo un taxi en la puerta y no nos tomará ni veinte minutos en llegar a Victoria. Pero sobre esta pintura: Pensé que me había dicho una vez, Mr. Holmes, que nunca se hubo encontrado con el profesor Moriarty.
—No, nunca lo he hecho.
—¿Entonces, cómo conoce sus habitaciones?
—Ah, ése es otro punto. He estado tres veces en sus aposentos, dos de ellas esperándolo bajo diferentes pretextos y retirándome antes que regrese. Una vez... bueno, difícilmente puedo contarle sobre esa vez a un detective oficial. Fue en la última ocasión que me tomé la libertad de rebuscar entre sus papeles... con los más inesperados resultados.
—¿Halló algo comprometedor?
—Absolutamente nada. Eso fue lo que me impresionó. Sin embargo, ha visto ahora el motivo de hablar de la pintura. Demuestra que es un hombre muy pudiente. ¿Dónde adquiere sus riquezas? Es soltero. Su hermano menor es un director de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra vale setecientas al año. Y tiene un Greuze.
—¿Bueno?
—Seguramente la inferencia sencilla.
—¿Quiere usted decir que posee un gran ingreso y que debe obtenerlo de la manera ilegal?
—Exacto. Obviamente tengo otras razones para pensar en ello... docenas de pequeños hilos que nos llevan vagamente hacia el centro de la telaraña donde la venenosa, inmóvil criatura está al acecho. Sólo mencioné al Greuze porque lleva al asunto al rango de su propia observación.
—Bueno, Mr. Holmes, admito que lo que dice es cautivante: es más que cautivante... es soberbio. Pero vamos a hacerlo un poco más despejado si usted puede. ¿Es falsificación, acuñación de monedas falsas, robos... de dónde proviene el dinero?
—¿Ha leído alguna vez sobre Jonathan Wild?
—Bueno, el nombre me suena familiar. Un personaje de novela, ¿no es así? Yo no sé mucho de detectives de novelas... sujetos que hacen las cosas y nunca te dejan ver cómo las hicieron. Eso es sólo inspiración: no es mi negocio.
—Jonathan Wild no fue un detective, y no pertenece a una novela. Era un maestro criminal, y vivió en el siglo pasado... 1750 o en sus alrededores.
—Entonces no tiene ningún uso para mí. Soy un hombre práctico.
—Mr. Mac, la cosa más práctica que pueda hacer en su vida es encerrarse por tres meses y leer doce horas al día los anales del crimen. Todo viene en círculo, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild era la fuerza oculta de los criminales de Londres, por lo que vendía sus cerebros y su organización por una comisión del quince por ciento. La vieja rueda se vuelve, y el mismo discurso se repite. Todo ya ha sido hecho antes, y lo será de nuevo. Le diré una o dos cosas acerca de Moriarty que le podrían atraer.
—Desde luego que me atraerá, ya de por sí.
—Yo sé quién es el primer eslabón en su cadena... una cadena con este Napoleón envilecido a un lado y un ciento de peleadores arruinados, ladronzuelos, chantajistas y fulleros al otro, con cualquier clase de crimen en medio. Su jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran, tan reservado y guardado e inaccesible a la ley como él mismo. ¿Cuánto cree que le paga?
—Me gustaría escucharlo.
—Seis mil al año. Eso es pagar por cerebros, ve usted, el principio de negocios americano. Conseguí ese detalle casi por casualidad. Es más de lo que gana el Primer Ministro. Eso le da una idea de las ganancias de Moriarty y la escala en la que trabaja. Otro punto: Hice que mi trabajo fuese seguir algunos de los cheques de Moriarty últimamente... sólo comunes e inocentes cheques con los que paga las facturas de su renta. Estaban girados en seis distintos bancos. ¿Eso hace alguna impresión en su mente?
—¡Singular, ciertamente! ¿Pero qué obtiene de ello?
—Que no quiere esparcir comentarios sobre su riqueza. Ningún hombre debe saber lo que tiene. No dudo de que tenga veinte cuentas bancarias; el grueso de su fortuna en el exterior en el Deutsche Bank o el Credit Lyonnais es probable. Alguna vez cuando tenga un año o dos para disponer le recomendaría el estudio del profesor Moriarty.
El inspector MacDonald se mostraba firmemente más impresionado a la par que la conversación procedía. Se había perdido en su fascinación. Ahora, su práctica inteligencia escocesa lo trajo de vuelta con un chasquido al asunto en cuestión.
—Se puede observar, de todos modos —prorrumpió—. Nos tuvo desviados con sus curiosas anécdotas, Mr. Holmes. Lo que realmente cuenta es su indicación de que hay una conexión entre este profesor y el crimen. Eso lo sabe por la advertencia recibida a través del hombre Porlock. ¿Podemos, por nuestras necesidades prácticas presentes, ir más lejos de ello?
—Podemos formar una concepción sobre los motivos del crimen. Es, como lo percibo por sus primeros comentarios un inexplicable, o por lo menos inexplicado, crimen. Ahora, asumiendo que el origen del crimen es quien sospechamos, puede haber dos motivos diferentes. En primer lugar, debo decir que Moriarty gobierna con una barra de hierro sobre su gente. Su disciplina es tremenda. Sólo hay un castigo en su código. Es la muerte. Entonces podemos suponer que este hombre asesinado, este Douglas cuya próxima suerte fue conocida por uno de los subordinados del archicriminal, hubo de alguna manera traicionado al jefe. Su castigo siguió a ello, y debió ser sabido por todos... tal vez solamente para poner terror de muerte sobre todos ellos.
—Bueno, eso es una sugestión, Mr. Holmes.
—La otra es que fue maquinado por Moriarty en el ordinario curso de sus trabajos. ¿Hubo algún hurto?
—No lo he oído.
—Si lo hay, estará, por supuesto, en contra de la primera hipótesis y a favor de la segunda. Moriarty pudo ser contratado para dirigir eso con la promesa de repartir el botín, o pudo haber sido pagado lo suficiente para encargarse de ello y nada más. Cualquiera es posible. Pero cualquiera que sea, o si es una tercera combinación, es en Birlstone donde debemos hallar la solución. Conozco a nuestro hombre lo suficiente para saber que ha dejado algo allí que nos llevará el camino hacia él.
—¡Entonces a Birlstone iremos! —gritó MacDonald saltando de su silla—. ¡Dios mío! Es más tarde de lo que creía. Les puedo dar, caballeros, cinco minutos para que se preparen, y eso es todo.
—Y es bastante para ambos —respondió Holmes mientras se incorporaba y se apuraba en cambiar su batín por su abrigo—. Mientras estemos en la ruta, Mr. Mac, le pediré que sea bueno y nos diga todo sobre el problema.
“Todo sobre el problema” resultó ser decepcionantemente poco, y sin embargo era lo suficiente para asegurarnos que en este caso valía la pena atraer la atención más grande del experto. Se animó y restregó sus delgadas manos mientras escuchaba los escasos pero importantes detalles. Una larga serie de semanas estériles yacía detrás de nosotros, y por fin había un apropiado objeto para esos increíbles poderes que, como todos los dones especiales, se volvían tediosos para su propietario cuando no se usaban. Ese afilado cerebro se despuntaba y oxidaba con la inacción.
Los ojos de Sherlock Holmes relucían, sus pálidas mejillas tomaban un matiz más cálido, y su ansioso rostro brillaba con una luz interior cuando le llegaba la llamada al trabajo. Reclinándose hacia delante en el taxi escuchó, atentamente a MacDonald el pequeño esbozo del problema que nos esperaba en Sussex. El inspector dependía, como nos explicó, de una cuenta garabateada y dirigida a él por el tren de la leche en las tempranas horas de la mañana. White Mason, el oficial local, era un amigo personal, y por lo tanto MacDonald había sido notificado más prontamente de lo usual para Scotland Yard cuando los provincianos requieren su asistencia. Es un rastro muy frío sobre el cual el experto metropolitano es generalmente solicitado para actuar.
“Estimado inspector MacDonald [decía la carta que nos leyó]:
La requisición oficial de sus servicios está en otro sobre. Esto es para su ojo privado. Telegrafíeme sobre el tren que en la mañana lo llevará hacia Birlstone, y lo recibiré... o lo haré recibir si estoy muy ocupado. Este caso es muy penoso. No desperdicie ni un momento en comenzar. Si puede traer a Mr. Holmes, por favor hágalo; porque él de seguro encontrará algo tras su propio corazón. Pensaríamos que todo ha sido arreglado para un efecto teatral si no hubiera un hombre muerto en medio de todo. ¡Por Dios!
Es
muy penoso.”
—Su amigo no parece ningún tonto —remarcó Holmes.
—No, señor, White Mason es un hombre muy enérgico, si se me puede considerar un juez.
—Bueno, ¿tiene algo más?
—Sólo que nos dará todos los detalles cuando nos reunamos con él.
—¿Entonces cómo sabe lo de Mr. Douglas y el hecho que fue horriblemente asesinado?
—Eso estaba en el cubierto informe oficial. No decía “horrible”: ése no es un término oficial reconocido. Daba el nombre de John Douglas. Mencionaba que sus heridas fueron en la cabeza, por la descarga de una escopeta. También mencionaba la hora de la alarma, que fue cerca de la medianoche de anoche. Añadía que el caso era indudablemente uno de asesinato, pero que ningún arresto había sido hecho, y que el caso era uno que presentaba algunos detalles perplejos y extraordinarios. Eso es absolutamente todo lo que tenemos al presente, Mr. Holmes.
—Ahora, con su permiso, lo dejaremos tal como está, Mr. Mac. La tentación de formar teorías prematuras con datos insuficientes es la ruina de nuestra profesión. Puedo ver solamente dos cosas certeras por el momento... un gran cerebro en Londres, y un hombre muerto en Sussex. Es la cadena de en medio la que vamos a rastrear.
Ahora por un momento pediré remover mi propia insignificante personalidad para describir los eventos que ocurrieron antes de arribar a la escena por medio de la luz de conocimiento que nos llegó mucho después. Sólo en esta forma puedo hacer que el lector aprecie la gente concernida y el extraño escenario en el cual su suerte estaba echada.
El pueblo de Birlstone es un pequeño y muy antiguo grupo de casitas mitad enmaderadas en la frontera norte del condado de Sussex. Por siglos ha permanecido sin cambios, pero en los últimos años su pintoresca apariencia y situación han atraído a un número de bienhechores residentes, cuyas casas de campo se atisban desde los bosques a su alrededor. En la localidad se cree que estos bosques son el extremo fleco del gran bosque de la campiña que se estrecha hasta que llega a los yacimientos de yeso al norte. Un número de pequeñas tiendas han surgido para satisfacer las necesidades de la creciente población; pues hay algunos prospectos que dicen que Birlstone pronto pasará de ser una villa anticuada a un moderno lugar. Es el centro de una considerable área de campo, pues Tunbridge Wells, el sitio de importancia más cercano, está a diez o doce millas al este, en las fronteras con Kent.
A una media milla del pueblo, construido en un viejo parque famoso por sus enormes árboles de haya, está la antigua Manor House de Birlstone. Una parte de este venerable edificio data del tiempo de la primera cruzada, cuando Hugo de Capus erigió una fortaleza en el centro de la hacienda, que le fue dada por el Rey Rojo. Ésta fue destruida por el fuego en 1543, y algunas de sus piedras en las esquinas, ennegrecidas por el humo, fueron usadas cuando, en tiempos jacobinos, una gran casa de campo emergió de las ruinas del castillo feudal.
Manor House, con sus múltiples aleros y sus pequeños cristales romboides en las ventanas, era casi la misma que el constructor dejó a comienzos del siglo XVII. De los dos fosos que una vez guardaron a su predecesor bélico, el exterior se había dejado secar, y servía la humilde función de una huerta. El interior aún estaba allí, y permanecía a cuarenta pies de anchura, contorneando toda la casa. Una pequeña corriente lo alimentaba y continuaba más allá de él, para que la extensión de agua, aunque turbia, nunca fuese como de acequia o insalubre. Las ventanas del piso inferior estaban a un pie de la superficie del agua. La única vía de acceso a la casa era un puente levadizo, cuyas cadenas y árganas se había oxidado y roto hacía mucho tiempo. Los últimos inquilinos de Manor House habían, no obstante, con energía característica, arreglado ello, y el puente levadizo no sólo era capaz de elevarse, sino que se levantaba cada tarde y se bajaba cada mañana. Por esta renovación de las costumbres de los viejos días feudales, Manor House era convertida en una isla durante la noche... un hecho que tiene una muy directa relación con el misterio que estaba próximo a capturar la atención de toda Inglaterra.
La casa había estado sin dueños por algunos años y amenazaba con desmoronarse en un pintoresco decaimiento cuando los Douglas tomaron posesión de ella. Esta familia consistía únicamente de dos individuos, John Douglas y su esposa. Douglas era un hombre sorprendente, tanto en carácter como en persona. En edad pudo haber tenido alrededor de cincuenta, con fuertes mandíbulas y robusta cara, un bigote pardusco, ojos grises particularmente perspicaces, y una nervuda, vigorosa figura que no había perdido nada de la fuerza y actividad de la juventud. Era animado y genial con todos, pero algo descuidado en sus maneras, dando la impresión de que había visto la vida en estrato social o algún horizonte más lejano que la sociedad del condado de Sussex.
Aún así, aunque visto con algo de curiosidad y reserva por sus más cultos vecinos, pronto adquirió una gran popularidad entre los pueblerinos, suscribiéndose generosamente a todos los eventos locales, y asistiendo a sus conciertos de fumadores y otras funciones, donde, teniendo una destacable y rica voz de tenor, estaba siempre listo para complacer con una excelente canción. Parecía tener mucho dinero, que se decía que había ganado en los campos auríferos de California, y era claro por sus propias palabras y las de su esposa que había pasado parte de su vida en América.
La buena impresión producida por su generosidad y sus modales democráticos se incrementó por la reputación que se ganó por su completa indiferencia al peligro. Aunque era un malísimo jinete acudía a todos los concursos, y se daba las más impresionantes caídas en su determinación de ser siempre mejor. Cuando la vicaría se incendió se distinguió por la temeridad con la que volvió a entrar a la construcción para salvar propiedades, luego de que la brigada de bomberos local lo había abandonado como imposible. Así fue como este John Douglas de Manor House se ganó en cinco años una gran reputación en Birlstone. Su esposa, también, era popular con todos lo que entablaban alguna amistad con ella; aunque, debido a la conducta inglesa, las visitas a un extraño que se ha instalado en el condado sin introducciones eran pocas y distantes. Esto no le importaba mucho a ella, porque por disposición propia se apartaba, por todas las apariencias, para dedicarse a su esposo y las labores domésticas. Se sabía que ella era una señorita inglesa que conoció a Mr. Douglas en Londres, siendo él en ese tiempo un viudo. Era una bella, alta, modesta y delgada mujer, unos veinte años más joven que su marido, una disparidad que no parecía disturbar la felicidad de su vida familiar.