—Segundo capítulo, sin duda.
—Eso es muy difícil, Watson. Usted, estoy seguro, estará de acuerdo conmigo en que si se nos ha dado la página, el número del capítulo ya no tiene relevancia. También que si la página 534 recién está en el segundo capítulo, la longitud de la primera debe ser bastante intolerable.
—Columna —exclamé.
—Brillante, Watson. Está muy despierto esta mañana. Si no significa columna, entonces estoy completamente engañado. Ahora, ve usted, comenzamos a vislumbrar un gran libro, impreso en columnas dobles que son de considerable extensión, pues una de las palabras está indicada en documento como la doscientos noventa y tres. ¿Ya hemos llegado a los límites que la razón nos puede proveer?
—Me temo que ya los hemos tocado.
—Ciertamente comete una injusticia consigo mismo. Un centelleo más, mi querido Watson, sólo un poco más de esfuerzo cerebral. Si el volumen hubiera sido una rareza, me lo habría enviado. En lugar de eso, él quiso, antes que sus planes se derrumbaran, enviarme las pistas en ese sobre. Él lo dice en la nota. Esto quiere decir que el libro es uno el cual él piensa que no tendré dificultad alguna en encontrarlo por mí mismo. Él lo posee, y se imaginará que yo poseo uno también. En resumen, Watson, este es un libro muy común.
—Lo que dice suena muy plausible.
—Así, hemos reducido nuestro campo a un libro extenso, impreso en dobles columnas y de uso cotidiano.
—¡La Biblia! —pronuncié triunfante.
—¡Bien, Watson, bien! ¡Aunque no, si puedo decirlo, lo suficiente! No podría nombrar otro volumen que se asociara tan poco con los hombres de Moriarty. Además, las ediciones de las Sagradas Escrituras son tan numerosas que difícilmente supondrá que dos copias tendrán los mismos números de página. Éste es claramente un libro que está estandarizado. Da por seguro que su página 534 se corresponderá con mi página 534.
—Pero pocos libros tienen esas características.
—Exacto. He ahí nuestra salvación. Nuestra búsqueda se ha reducido a libros estandarizados que cualquiera puede tener.
—¡Bradshaw!
—Hay ciertas dificultades, Watson. El vocabulario de Bradshaw es nervioso y lacónico, limitado. La selección de palabras vagamente se prestaría para enviar mensajes generales. Eliminaremos Bradshaw. El diccionario es, me temo, inadmisible por la misma razón. ¿Qué es lo que queda?
—¡Un almanaque!
—¡Excelente, Watson! Hubiera estado equivocado si no hubiera tocado con ese punto. ¡Un almanaque! Consideremos los servicios del Whitaker’s Almanac. Es de uso común. Tiene el número de páginas requerido. Está en dos columnas. Aunque reservado en su vocabulario al inicio, se convierte, si mal no recuerdo, en algo muy locuaz hacia el final —cogió el volumen de su carpeta—. He aquí, página 534, segunda columna, una substancial columna sobre las relaciones de estampados, me parece, con el comercio y recursos de la India Británica. ¡Apunte las palabras, Watson! El número trece es “Mahratta”. Me temo que no es un comienzo muy prometedor. Número ciento veintisiete es “Gobierno”, lo que al menos tiene sentido, aunque algo irrelevante para nosotros y el profesor Moriarty. Ahora, intentemos de nuevo. ¿Qué es lo que hace el Gobierno de Mahratta? La siguiente palabra es “cerdas”. ¡Estamos acabados, mi querido Watson! ¡Se terminó!
Había hablado en sentido burlón, pero la contracción de sus pobladas cejas anunciaba su decepción e irritación. Me senté sin poder ayudar y descontento, observando el fuego. Un largo silencio fue roto por una súbita exclamación de Holmes, que corrió al armario del que emergió con un segundo volumen color amarillo en su mano.
—¡Pagamos el precio, Watson, por están tan al corriente con las fechas! —exclamó—. Lo estamos, y sufrimos los castigos usualmente. Siendo sólo el 7 de enero, hemos confiado a ciegas en el nuevo almanaque. Es muy probable que Porlock tomara su mensaje del anterior. No hay duda de que nos lo habría dicho de haber escrito su nota de explicación. Ahora veamos que nos aguarda la página 534. Número trece es “Hay”, lo que es mucho más prometedor. Número ciento veintisiete es “un”. “Hay un” —los ojos de Holmes brillaban de excitación y sus delgados y nerviosos dedos temblaban mientras pronunciaba las palabras. “Peligro”, ¡Ha, ha! ¡Importante! Ponga eso, Watson. “Hay” “un” “peligro” “puede” “venir” “muy” “pronto” “uno”. Luego tenemos el nombre “Douglas” “rico” “hombre del campo” “ahora” “en” “Birlstone” “House” “Birlstone” “confidencia” “es” “urgente” (“There” “is” “danger” “may” “come” “very” “soon” “one” “Douglas” “rich” “country” “now” “at” “Birlstone” “House” “Birlstone” “confidence” “is” “pressing”). ¡Lo tenemos, Watson! ¿Qué piensa de la razón pura y su fruto? Si el tendero tuviera algo así como una corona de laureles, debería enviar a Billy inmediatamente por una.
Me quedé mirando fijamente el mensaje que había garabateado, mientras él lo descifraba, en una hoja de papel oficio en mi rodilla.
—¡Qué rara y enmarañada manera de expresar su significado! —dije.
—Por el contrario, lo ha hecho de una forma muy notable —dijo Holmes—. Cuando uno busca en una columna palabras para precisar un significado, difícilmente puedes hallar todas las que quisieras. Estás obligado a dejar algo para la inteligencia de tu correspondiente. El significado está perfectamente claro. Una maldad se está tramando en contra de un tal Douglas, que quien quiera que sea, es un rico caballero campestre. Está seguro, “confidencia” fue lo más cerca que pudo tener a “confidente”, que es apremiante. He allí nuestro resultado, y un trabajo muy bien elaborado en análisis terminó siendo.
Holmes tenía la alegría imprecisa de un verdadero artista en su mejor trabajo, incluso mientras se lamentaba oscuramente cuando caía debajo del gran nivel al que él aspiraba. Aún se reía muy discretamente cuando Billy abrió la puerta y el inspector MacDonald de Scotland Yard fue conducido al cuarto.
Esos eran los primeros días a finales de los 80’s cuando Alec MacDonald estaba lejos de haber alcanzado la fama nacional que ahora ha alcanzado. Era un joven, pero confiable, miembro del departamento de detectives, que se había distinguido en varios casos que se le habían encomendado. Su alta y huesuda figura daba rasgos de excepcional fuerza física, que su gran cráneo y profundos, lustrosos ojos hablaban no menos de su filosa inteligencia que chispeaba de sus frondosas cejas. Era un callado y preciso hombre con un temperamento serio y un fuerte acento de Aberdeen.
Dos veces en su carrera le ayudó Holmes en alcanzar el éxito, siendo su única recompensa el disfrute intelectual en los problemas. Por esta razón, la inclinación y el respeto del escocés hacia su colega amateur eran profundos, y los demostraba con la franqueza con la que consultaba a Holmes en cada dificultad. La mediocridad no conoce nada más allá de ella, pero el talento instantáneamente reconoce a los genios, y MacDonald tenía talento suficiente para su profesión para permitirle percibir que no había humillación en buscar la asistencia de alguien que ya se erguía entre toda Europa, tanto en sus dones como en su experiencia. Holmes no estaba predispuesto a la amistad, pero era tolerante con el gran escocés, y sonrió al aparecer su figura.
—Usted es un pájaro madrugador, Mr. Mac —dijo él—, le deseo suerte con su gusano. Me temo que esto significa que hay alguna diablura en marcha.
—Si dijera “espero” en lugar de “me temo”, estaría más cerca de la verdad. Estoy pensando, Mr. Holmes —el inspector respondió con una sonrisa—. Bien, tal vez un pequeño trago disipará el frío de la cruda mañana. No, no fumaré, gracias. Deberé esforzarme mucho, pues las horas más tempranas de un caso son las más preciosas, como no sabe otro hombre mejor que usted. Pero..., pero...
El inspector se había detenido de repente, y miraba fijamente con absoluto asombro un papel que había sobre la mesa. Era la hoja sobre la que yo había garabateado el enigmático mensaje.
—¡Douglas! —balbuceó —¡Birlstone! ¿Qué es esto, Mr. Holmes? ¡Hombre, eso es una brujería! ¿Dónde, en nombre de todos los dioses, consiguió estos nombres?
—Es un código que el Dr. Watson y yo tuvimos oportunidad de resolver. ¿Pero por qué, qué hay de extraño con esos nombres?
El inspector nos miraba al uno y al otro con sorpresa confundida.
—Sólo esto —dijo—, que Mr. Douglas de Birlstone Manor House fue horriblemente asesinado anoche.
Era uno de esos dramáticos momentos por los que mi amigo existía. Hubiera sido una exageración decir que estaba alterado o incluso excitado por el increíble aviso. Sin tener una pizca de crueldad en su singular composición, era indiscutiblemente duro a partir de una larga sobreestimulación. Aún así, si sus emociones eran opacas, sus percepciones intelectuales eran excesivamente activas. No había ni rastro del horror que yo sí había sentido con esa cruda declaración, pero su rostro mostró, en su lugar, la quieta e interesada postura del químico que ve los cristales cayendo de su posición inicial por la solución sobresaturada.
—¡Extraordinario! —dijo— ¡Extraordinario!
—No se ve muy sorprendido.
—Interesado, Mr. Mac, pero apenas sorprendido. ¿Por qué debería estarlo? Recibo un mensaje anónimo de un origen que sé que es importante, advirtiéndome que un peligro amenaza a cierta persona. En una hora me entero que este peligro ya se ha materializado y que la persona está muerta. Estoy interesado; pero, como observa, no estoy sorprendido.
En pocas cortas oraciones explicó al inspector los hechos acerca de la carta y el cifrado. MacDonald se sentó con su mentón en sus manos y sus grandes y rojizas cejas juntadas en un embrollo amarillo.
—Me iba a dirigir a Birlstone esta mañana —dijo—. Vine a preguntarle si le interesaba venir conmigo, usted y su amigo aquí. Pero por lo que dice podríamos quizá hacer un mejor trabajo en Londres.
—Más bien pienso que no —señaló Holmes.
—¡Mire bien esto, Mr. Holmes! —exclamó el inspector—. Los periódicos estarán llenos del misterio de Birlstone en un día o dos; ¿pero dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que ocurriera? Solamente debemos echar el guante a ese hombre, y el resto vendrá por sí solo.
—Sin duda, Mr. Mac. ¿Pero cómo se propone echar el guante al tal Porlock?
MacDonald volteó la carta que Holmes le había alcanzado.
—Echada en Camberwell... eso no nos ayuda mucho. El nombre, usted dice, es falso. No hay mucho para avanzar, de verdad. ¿No dijo que le había enviado dinero?
—Dos veces.
—¿Y cómo?
—En cheques a la oficina de correos de Camberwell.
—¿Alguna vez se molestó en ir a ver quién los cobraba?
—No.
El inspector se vio estupefacto y un poco sacudido.
—¿Por qué no?
—Porque siempre mantengo la fe. Le prometí cuando escribió por primera vez que no intentaría rastrearlo.
—¿Piensa que hay alguien tras él?
—Sé que lo hay.
—¿El profesor que lo oí mencionar?
—¡Exactamente!
El inspector MacDonald se sonrió, y su párpado se estremeció mientras observaba hacia mí.
—No se lo ocultaré, Mr. Holmes, pero en la División de Investigaciones Criminales creemos que siente algo así como una abeja en su sombrero cuando habla sobre este profesor. He hecho averiguaciones al respecto por mí mismo. Parece ser una clase de hombre muy respetable, ilustrada y talentosa.
—Me alegro que haya ido tan lejos como para reconocer su talento.
—¡Hombre, no puede sino reconocerlo! Después de ver su punto de vista hice que mi tarea fuera ir a verlo. Tuve una conversación con él sobre los eclipses. Cómo la charla fue hacia ese camino, no lo sé; pero con una linterna de reflexión y un globo terráqueo lo aclaró todo en un minuto. Me prestó un libro; pero no me preocupa decir que está un poco avanzado para mí cabeza, a pesar que tengo una buena educación de Aberdeen. Él hubiera sido un gran ministro con esa delgada cabeza y gris cabello y manera de hablar solemne. Cuando puso su mano en mi hombro al despedirnos, fue como la bendición de un padre antes de ir a un mundo frío y cruel.
Holmes dejó ver una risita y frotó sus manos.
—¡Estupendo! —dijo— ¡Estupendo! ¿Dígame, amigo MacDonald, esta agradable y conmovedora entrevista fue, me imagino, en el estudio del profesor?
—Así es.
—Una bonita habitación, ¿no es cierto?
—Muy bonita... muy elegante mejor dicho, Mr. Holmes.
—¿Se sentó frente a su escritorio?
—Justo lo que dice.
—¿El sol caía en los ojos de usted y la cara de él estaba en sombras?
—Bueno, ya era de tarde; pero recuerdo que la lámpara estaba dando a mi rostro.
—Debería estarlo. ¿Pudo ver una pintura encima de la cabeza del profesor?
—No me pierdo de mucho, Mr. Holmes. Quizás aprendí ello de usted. Sí, vi la pintura... una mujer joven con su cabeza en sus manos, asomándose de lado a lado.
—Ese cuadro está hecho por Jean Baptiste Greuze.
El inspector se esforzó en verse intrigado.
—Jean Baptiste Greuze —Holmes continuó, juntando la punta de sus dedos y recostándose en su silla— fue un artista francés que floreció entre los años 1750 y 1800. Aludo, verdaderamente, su carrera artística. La crítica moderna ha hecho más que respaldar la alta opinión que tenían de él sus contemporáneos.
Los ojos del inspector se agrandaron abstractamente.
—No sería mejor... —manifestó.
—Lo estamos haciendo —Holmes lo interrumpió—. Todo lo que estoy diciendo tiene un lazo muy directo y vital con lo que usted ha llamado el Misterio de Birlstone. De hecho, puede ser en un sentido el mismo centro de él.
MacDonald sonrió débilmente, y me miró como buscando mi apoyo.
—Sus pensamientos se mueven demasiado rápido para mí, Mr. Holmes. Deja un eslabón o dos, y no puedo cruzar la brecha. ¿Cuál en todo el grande y ancho mundo puede ser la conexión entre este fallecido pintor y lo acontecido en Birlstone?
—Todo conocimiento es útil para el detective —remarcó Holmes—. Incluso la certeza trivial que en el año 1865 un cuadro de Greuze titulado “La Jeune Fille a l’Agneau” alcanzó un millón doscientos mil francos, más de cuarenta mil libras, en la venta de Portalis puede comenzar un tren de reflexiones en su mente.
Era claro que lo logró. El inspector se vio honestamente atraído.
—Puedo recordarle —continuó Holmes— que el salario del profesor puede ser averiguado en varios libros confiables de referencias. Es de setecientos al año.