—¿Quise o no hablar con el italiano?
Pretendía que yo lo confirmase. Me contuve, callado. Me angustiaba aquel alarde de Chupanga.
—Si se negó a obedecer, ¿por qué razón iba camino de la presa?
Justamente para prevenir que nadie más llegase allí. Esa era la coartada. Mi padre se levantó y dijo en voz alta:
—Mate a ese tipo, Zeca.
—No. El italiano sabrá que me han matado.
—¿Y además?
—Además ustedes tienen que respetar los derechos humanos.
Risas alrededor. Chupanga comenzó a llorar. Pidió clemencia. Al fin y al cabo, él no había cumplido lo que Esteban le ordenó. Y hasta, de verdad, proyectaba crear una fuerza política de oposición. Sí, el país, el futuro, el mundo internacional: todo exigía mayores democracias. Y él había nacido para la política, era vocación de cuna. La nueva fuerza política ya estaba constituida. Volviéndose hacia mi viejo, Chupanga dijo:
—Incluso había pensado en ofrecerle la responsabilidad de la sección de Tizangara. Usted tiene ascendiente sobre las masas.
Por un momento, esperé oír el vozarrón de mi padre. Aquello superaba su capacidad de escuchar. Pero, para mi asombro, él respondió con tono manso:
—Usted no entiende, yo sólo aceptaría si llegase a dirigir en un nivel más alto.
—¿La provincia?
—Más alto.
—¿La nación?
—Más alto, mucho más alto.
Los demás creyeron que era manía de grandeza. Sin embargo mi padre, sólo yo lo sabía, se refería a otras dimensiones, a otra altura. Esa inalcanzable, donde no se distinguen ni los hombres ni sus infelicidades.
Zeca le hizo una seña a mi padre. Entendí: aquello era la impura maldad. Perdonaban la vida del miserable. Pero que él, al día siguiente, sacase de allí a la Primera Dama. Y la llevase junto a Esteban. Chupanga replicó que Esteban no quería recobrar a su esposa. Incluso porque tenía, del otro lado de la frontera, otra mujer a la que venía alimentando desde hacía mucho tiempo.
—Justamente por eso. Es el castigo que le imponemos.
Y todos se dispersaron. Yo me quedé solo con mi padre. Nos acomodamos en el balcón de nuestra vieja casa. Era de noche. Compartimos unos trozos de pan, bebimos un té.
—No le cuentes nada de esto al italiano.
Le pregunté si ahora veía con mejores ojos al extranjero. Sulplicio permaneció callado. Pateó uno de esos insectos que se dejan fascinar por las luces. El bicho se inmovilizó.
—¿Ha muerto?
—Sólo está fingiendo.
Y entonces él se comparó. Están los que se hacen los muertos en momentos difíciles. Él se hacía el vivo. Porque casi todo él había sido llevado por una muerte. Sólo quedaba una parte suya, de este otro lado. No era el extranjero quien le importaba. Éramos nosotros, la familia deshecha.
—Sabes, estos días contigo me han dado muchas ganas de revivir.
El hombre sin mujer, sin hijo, es como alguien que no tiene espejo. Se había quedado así desaliñado, sin afeitar y maloliente porque estábamos lejos. No tenía a nadie que se ocupase de él. Ni de quien él se ocupase.
—Ahora te quiero cerca, hijo. ¿Te puedo querer así?
Un nudo no me dejó responder. Él entendió mi fragilidad y prosiguió, rápido para que no se notase mi conmoción. Al fin y al cabo, yo era un hombre.
—Es que yo, así dejado y desaliñado, me parezco a nuestra propia tierra.
Porque nuestra patria no veía en sí el aprecio de sus hijos. ¿Me había dado cuenta ya del destino de nuestra tierra? Hacía recordar a aquel hombre que, de tanto resucitar, se acabó muriendo. Que me fijase en cómo habían agujereado nuestro suelo. Unos sembraban minas en el país. Eran esos de fuera. Otros, de dentro, colocaban al país en una mina.
—¿Sabes, hijo, qué es lo peor?
—¿Qué, padre?
—Que nuestros antepasados nos miran ahora como hijos extraños.
Mi viejo lanzaba a mi pecho demasiados asuntos. No se daba cuenta de que, a veces, yo no atinaba con el sentido de sus palabras.
—¿Sabes lo que decía tu madre? Que el mejor lugar para llorar era el balcón.
Y tenía sentido: el balcón. Al frente estaba el mundo y sus infinitos; atrás estaba la casa, el primer refugio. Con un gesto amplio, mi viejo anunciaba el final de aquella conversación. A la entrada de la puerta, anunció:
—Puedes decirle a ese amigo tuyo extranjero que mañana le mostraré lo que ocurrió con los soldados que estallaron.
—¿De verdad, padre?
Asintió y entró en su habitación. Me quedé satisfecho por Risi. Al final, lograría llevar a buen término su misión. Me dejé dormir y lo que soñé llegó a dolerme. Tanto que me desperté con un sofocón en el pecho. Pedazos del sueño se mezclaban con recuerdos. Todo en pedazos, mezclado. No había estallado yo, había reventado mi sueño. He aquí lo que había quedado, entre recuerdo y delirio, de esa noche: en ese sueño yo estaba sentado en el montículo de termes, el último lugar del mundo. A mi alrededor todo era agua, crecida de todos los ríos. El montículo era la única isla en todo el horizonte. Aquí y allá se clavaban copas de árboles. Sólo en esos pináculos las aves encontraban donde posarse.
Instalado así, a horcajadas en el monte hormiguero, recordaba mi vida privada. El final de mi vida era, al final, un regreso a mis orígenes. Porque, allí donde yo me terminaba, el último lugar del mundo, había sido el primer sitio de la vida. Yo estaba cerrando un ciclo. Había sido en un montículo como ese donde mi madre enterrara la placenta que, durante nueve meses, fuera mi envoltorio. Ésa mi primera manta fue sepultada en el lado poniente de un montículo así. Es una certeza en Tizangara: el termitero es el ombligo de la tierra. Y nosotros habíamos vivido siempre junto a un enorme montículo de termes. Allí, detrás del sendero que mi padre sugería para huir del fin del mundo, allí se alzaba él como un desafío a los tiempos. El montículo de termes había sido un centro de mi existencia. Había amenaza de tormenta y mi tío trajinaba recogiendo tierra del montículo.
—Allí en la iglesia, el padre distribuye agua bendita. Nosotros tenemos aquí tierra bendita. ¡Esta! —decía mientras dejaba que la arena se escurriese entre sus dedos.
Y desparramaba la arena sobre la casa. Yo le demandaba razones. Sin embargo, él evitaba explicar gran cosa. Yo era un niño, un ser a quien le está vedado el entendimiento de las cosas sagradas. Y aquella tierra era cuestión íntima. Fue mi madre quien me explicó:
—Esa tierra del montículo es para impedir que el viento se lleve nuestra casa.
La arena del montículo era un ancla de tierra clavada en nuestra tierra. Nuestra casa era un barco amarrado a nuestro destino. No habría río ni viento. Mi madre había cumplido el mandato de ser mujer. Yo no había cumplido el de ser hijo. De ahí su ceguera frente a mí. Si no fuese por la vida, seguro que yo sería más tangible.
Ahora, varios decenios después, me sentaba, solitario superviviente, en ese último resto de mundo. Pasaba por mí, con la fuerza de la corriente, cuerno de buey, tronco de
chanfuta
,
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techo de cabaña. Los restos de todo, como si la tierra entera hubiese naufragado. Como si el río Madzimadzi fuese todo el mar que se desaguaba.
Fue entonces cuando vi llegar algo parecido a una jangada. Venía en la corriente del río, flotando. Era, pues, una isla sin raíz. Encima, haciendo señas con los brazos, vi luego al mozo lelo. Era él quien timoneaba la isla. Aquella especie de barcaza pasó frente al montículo de termes sin parar. Grité, parecía que me oían, pero no me veían. Y allí en la amurada de la isla se veía a mi madre y a tía Hortensia. Los demás difuntos avizoraban, como si buscasen algo en medio de la niebla. Me levanté gritando, desesperado. Pero no me veían. Las palabras de mi padre retornaron con su peso: nuestros antepasados nos miran como hijos extraños. Y cuando nos miran ya no nos reconocen.
De lo que me acuerdo no habló jamás
Sólo echo en falta lo que nunca recuerdo.
¿De qué vale tener memoria
si lo que has vivido
es lo que nunca ha pasado?
Palabras de Sulplicio
Massimo Risi no regresó a casa hasta el día siguiente, cuando ya oscurecía. El tiempo que había pasado con Temporina le había encendido estrellas en los ojos. Eran estrellas, sí, pero en cielo de tristeza.
Esa noche, mi padre se adentró en la oscuridad después de la cena. Iba en dirección al río, entre las hierbas más altas. Por primera vez lo seguí para espiarlo, acechando la verdad de su fantasía de colgar el esqueleto. Fue entonces cuando, por detrás de los arbustos, me sorprendió una visión que estremecía el alma: mi padre se quitaba los huesos del cuerpo y los colgaba en las ramas de un árbol. Con esmero y método, suspendía los huesos, uno a uno, en aquel improvisado perchero.
Después, ya despojado de la interna moldura, se ablandó, volviéndose insustancial en medio del suelo. Se quedó allí desparramuerto, igual a una masa suspirosa, como una informe esponja. Sólo conservaba los huesos de las mandíbulas. Para hablar, según después explicó. En el caso de que hubiese que gritar, pedir ayuda urgente.
Mi padre advirtió mi presencia y me miró furioso. Después, señalando el esqueleto suspendido, urgió:
—No dejes que ese blanco venga aquí. No quiero que me vea así. Ve a ver por dónde anda ese tipo.
El extranjero dormía, cobijado en nuestra vieja casa. Suspiré, con el rostro alzado hacia la noche. ¿Qué hacíamos allí, en pleno monte, junto a la curva del río Madzima? Desde donde estábamos se veía el árbol del tamarindo, en el patio de nuestra casa, y me estremecí: desde lo alto de la rama más alta, una lechuza nos acechaba. Mejor dicho, ella fijaba los ojos en mi viejo.
Ahora, allí tumbado, casi sin peso, mi padre se me presentaba frágil como caracol sin corteza. Pareció adivinar mi pensamiento. Me pidió que lo empujase más cerca del árbol del
matumi
.
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Quería estar más cerca de la osambre suspendida. Precauciones provocadas por el susto de la noche anterior: a las tantas oyó ruidos. Se despertó sobresaltado. ¿Y si una hiena estuviese royendo los huesos? Le dolieron en el cuerpo las partes que le faltaban. Y era, sí. Otrosí, eran. No las hienas propiamente. Sino hienas inauténticas, cruces mulatos de bichos y gente. Y más aún: sus cabezas eran las de los jefes de la aldea. Los políticos dirigentes desfilaban allí en cuerpo de bestia. Cada uno traía en las fauces unas cuantas costillas, vértebras, mandíbulas. Mi padre intentó incorporarse, escapar lejos. Pero así, sin esqueleto ni moldura interior, sólo reptaba, con requiebros de invertebrado. Viendo a la gente grande hociquear entre los huesos, él llegó a preguntarse: ¿cómo han engordado tanto si ya no hay vivos para cazar, si ya sólo queda pobreza? Una de las hienas le respondió así:
—Es que nosotros robamos y volvemos a robar. Robamos al Estado, robamos al país hasta dejarlo en los huesos.
—Después de roerlo todo, vomitamos y volvemos a comer —dijo otra hiena.
Lo que harían conmigo sería vender mi carne a los leones venidos de fuera. Ellas, las hienas nacionales, se conformarían con el esqueleto. De repente, se desencadenó la tormenta y los monstruos desaparecieron. En el suelo, se desparramaron los múltiples huesos provenientes de muchos cuerpos dispares. Mi padre se arrastró, penoso, entre las calaveras. ¿Cómo distinguir sus huesos de los demás? Los huesos se parecen más que las piedras.
—Yo sabía que ellos querían llevarse nuestra alma. Pero los huesos... —Sulplicio detuvo el recuerdo del sueño y dijo, en otro tono—: Y ahora eres tú quien viene a descubrirme en este estado.
—Disculpe, padre. Nunca creí que usted hiciese esto. Siempre tuve mis dudas.
—He hecho muchas cosas que desconoces.
¡Cuánto mejor soñaba él sin el peso de la osamenta! El cuerpo deshuesado, decía, se asemejaba a una nube arrancada de raíz.
—Deberías hacer lo mismo, esto se aprende. La persona, así, llega incluso a soñarse.
—Pero, padre, ¡¿dejar nuestras intimidades encima de un árbol?!
—¿Hay acaso albergue más sagrado? Incluso te digo: ve eligiendo ya muy bien el árbol, tu compañero más inmortal.
Sonreí con él, con alguna tristeza de reojo: tan pocas han sido las veces que nos divertimos juntos mi viejo y yo. Fue cuando oí los pasos de Massimo Risi. El extranjero se había despertado y salía de casa en nuestra búsqueda. Mi padre se precipitó:
—¡Rápido, cúbreme con la manta!
Estiré la manta sobre él, escondiendo su cuerpo sin forma. El extranjero se sentó y se sacudió el uniforme. Hay motas que no se sueltan al sacudirlas con la mano. Al contrario, las suciedades se hacen más definitivas. Al italiano, así cubierto de motas de polvo, parecía que se lo estaba comiendo la tierra. El hombre miró la oscuridad, nunca la noche le había parecido tan inmensa. Después, preguntó:
—¿Y, señor Sulplicio? ¿Va a explicarme o no la razón de las desapariciones de mis hombres?
—No soy yo quien hablará. Hablará este lugar.
—¿El lugar?
—Sí, este mismo lugar. Por eso hemos venido aquí, si no ya habría hablado en la aldea.
Mi padre explicó: sólo podía hablar en el lugar para él sagrado, junto al río Madzima. Estábamos los tres en la orilla, mirando el lecho del río. Y el viejo Sulplicio se pronunciaba:
—Sigo al padre Muhando: en este lugar también yo converso con Dios.
El italiano escuchaba como si no entendiese nada. Sacudió la cabeza e hizo ademán de retirarse. Por un momento, volvió a mirar a mi padre con extrañeza. La arruga en su mirada me hizo temer que sospechase de su condición invertebrada. Pero el extranjero regresó a la casa grande y, durante un tiempo, siguió brillando, a través de la cortina, la luz de su vela.
También nosotros, mi padre y yo, nos acostamos. Nos acurrucamos al sereno, envueltos en la noche. En un abrir y cerrar de ojos, se durmió. Oí que el italiano se acercaba otra vez. Dentro de casa el calor era insoportable, prefería aguantar a los mosquitos. Traía una bolsa y una manta. Extendió todo en el suelo. La bolsa con sus cosas sirvió de almohada. No tardó en dormirse. Después, yo también caí en el sueño.
Fue de súbito: desperté sobresaltado. Sentí en mi rostro el vaho caliente de los infiernos. Miré a un lado y estuve a punto de desfallecer: allí mismo, donde estaba la tierra, no había nada salvo un inmenso abismo. Ya no había paisaje, ni siquiera suelo. Estábamos en el borde de un hueco infinito. Le avisé a mi padre y preguntó enseguida, alborotado: