—Padre, cálmese. Ahora es tiempo de paz.
—El hombre se ahoga en las aguas mansas.
Se pasó la mano por la cabeza, alisándose el pelo de atrás hacia delante. Se contenía para no gritar:
—Y ahora para colmo me traes a ese blanco.
Decía conocer los modales de ellos, de los blancos. Llegaban con palabras dulces. Con él, sin embargo, no servía de nada. Se quedaría callado, aquel europeo no entraría en su alma mediante las palabras que pronunciase. Massimo Risi, todo seda y maneras, se dirigió a él implorante:
—Pero señor Sulplicio...
—¡No diga mi nombre! ¡Nunca más!
Conocía yo su principio: el nombre de la persona es íntimo, como si fuese un ser dentro del ser. Hacía falta una autorización para que alguien pudiese pronunciar el nombre de otro. Lo que el italiano hacía, a su ver y entender, era ya una invasión. El viejo Sulplicio me usó para darle el recado al europeo:
—Dile que no lo admito.
Massimo se quedó quieto, frenado por la impotencia. Se quedó allí, sin ida ni vuelta. Mientras tanto, comenzó a lloviznar. Mi padre, como siempre, no se protegía de la lluvia. Las gotas se encauzaron por los surcos de su rostro. Sorbió unas cuantas gotas, tomándoles el gusto. Y concluyó:
—Esta lluvia ya es antigua.
Está siempre lloviendo la misma lluvia, solía decir. Sólo que a intervalos. Sin embargo, es siempre la misma. Versiones del viejo Sulplicio. Esperaba una lluvia nueva, reciente, acabada de estrenar. Entonces ese mundo iba a hacer cabriolas, con mejores nacimientos.
Miró a los cielos, desdeñoso. Con la misma superioridad nos miró de soslayo. Después, volvió a sentarse y regresó a su indiferencia. Quieto, bajo la lluvia. Nos quedamos allí, callados, aguardando un cambio en su disponibilidad. Yo observaba la obstinación de mi padre y me parecía ver en él una raza entera sentando su tiempo contra el tiempo de los otros. Por primera vez me sentí orgulloso de él. Deseé incluso que no hablase. Él estaba allí frente al río, en una silla tan antigua como el suelo. Casi no se movía, con los ojos con la misma ausencia que los del cocodrilo. El río era la única confirmación, para él, de estar vivo. Después de un tiempo, cuando ya parecía dormido, preguntó:
—¿El río se ha quedado quieto?
El italiano me miró, fulgurante. Yo sabía que no había que responder. Él, al fin y al cabo, no decía lo que decía. Se refería a otro tema. Cada cosa tiene derecho a ser una palabra. Cada palabra tiene el deber de no ser ninguna cosa. Su tema era el tiempo. Como el río: inmóvil es como el tiempo crece.
—¿El río se ha quedado quieto? ¿Eh?
—No, padre.
—¿Todavía no? Pues cuando se quede quieto, hablaré con ese extranjero.
Desistimos. Fuimos hacia el interior de la residencia. Mi padre se unió a nosotros y se dirigió a un rincón, con la estera sobre unos cartones. Se desperezó doliente. Aquella noche no colgaría sus huesos fuera. No confiaba en la oscuridad de aquellos parajes. Dormimos en la sala. Nos despertamos sobresaltados. Mi padre nos gritaba a los oídos. Me insultaba a mí por servir a los mismos que lo habían arruinado. Al italiano por entrometerse en el alma ajena.
—¿De quién es ese blanco?
¿De quién? Le expliqué quién era Massimo, seguro de que no escuchaba casi nada. Insistí para que se quedase tranquilo. Sin embargo, no paraba de gritar.
Hablaba conmigo como si el italiano no estuviese allí. Pero era a Massimo Risi a quien se dirigía. Habló atropelladamente, de un tirón: durante siglos quisieron que fuésemos europeos, que aceptásemos su modo de vida. Hubo algunos que incluso imitaron a los blancos, negros descoloridos. Pero él, si tuviese que ser uno de ellos lo sería, completo, de los pies a los pelos. Se iría a Europa, pediría un lugar en el Portugal Central. ¿No lo dejarían? ¿Cómo es eso? ¿Se es portugués o no se es? ¿Así que se invita a alguien a entrar en casa y se destina al menda a la trasera, lugar de los animales domésticos? La misma familia, la misma casa. ¿Sí o no?
—¿O acaso este blanco no está durmiendo en el mejor colchón de la casa?
—Padre: no se enfade, por favor. Este hombre no tiene nada que ver con eso.
—Tu problema es que lo que sabes tiene poca edad.
—Yo sé lo que pasó en los tiempos antiguos. Me acuerdo de cosas...
—Tú te acuerdas, pero no sabes nada.
¿Sabía yo, por ejemplo, cómo él se había deslomado trabajando? ¿Sabía de su ocupación, antes incluso de que yo naciera? Pues durante años él se había desempeñado como inspector de caza. Era el tiempo colonial, no era broma. Él era casi el único negro que ocupaba un puesto semejante. No había sido fácil.
—He padecido el racismo, he tragado saliva de sapo.
Había aprendido en el ejército que sólo se dispara al enemigo cuando está cerca. En su caso, sin embargo, estaba tan cerca que corría el riesgo de dispararse a sí mismo. Que es como decir: al enemigo lo tenía dentro. Lo que atacaba no era un país foráneo, sino una provincia de sí mismo. La bandera portuguesa no era suya. Eso lo tenía claro.
—Pero fíjate bien: ¿qué otra bandera tenía?
Y si la hubiese, si tuviese otra bandera, no habría otro mástil que aquel en el que se izaba la bandera portuguesa. ¿Estaba claro? Es que mi madre nunca habría aceptado que disparase del lado de los colonialistas. En contrapartida, ella ensalzaba a los que hacían la guerrilla en favor de la independencia. Como si de ese lado todos fuesen puros.
Pero no habló, el resto lo adiviné. Porque decía las cosas en cruz, encarándome a mí para dirigirse al otro. Sólo entonces se volvió hacia Massimo y le habló directamente:
—Una sola cosa le voy a decir.
Se detuvo como si lo hubiese invadido de repente un olvido. Después recobró la iniciativa y ordenó:
—Venid conmigo.
Nos levantamos y lo seguimos, en silencio. Mi viejo caminaba al frente, decidido, entre niebla y entreluces. Así, a paso firme, parecía un militar. Ni menor ni menos. Fue a la sombra del tamarindo y mostró algo entre las manos.
—¡Mirad!
Observamos, en vano. Las manos estaban vacías. Pero él, con frío gesto, se arremangó y dejó visibles dos cicatrices que surcaban paralelas cada una de las muñecas. Sus dedos lo habían pagado caro: durante años se movieron lentos, en arco de tortuga.
—Me amarraron a ese árbol. Me sujetaron con cuerdas, echaron sal en las heridas.
—¿Quiénes?
—Esos a quienes queréis ayudar ahora.
Yo conocía los argumentos de Sulplicio. Cuando llegaron los de la Revolución dijeron que íbamos a convertirnos en dueños y señores. Todos se pusieron contentos. Mi madre se puso muy contenta. Sulplicio, sin embargo, fue presa del miedo. ¿Matar al patrón? Más difícil es matar al esclavo que vive dentro de nosotros. Ahora, ni patrón ni esclavo.
—Sólo cambiamos de patrón.
—Pero ¿qué ocurrió?
¿Qué ocurrió? Él era un inspector ya en el tiempo colonial. ¿Podíamos entenderlo? ¿Un negro, como él, sirviendo a las fuerzas de los blancos? ¿Sabíamos lo que había tenido que pasar? Y, no obstante, no tenía quejas. Ya había sufrido, había vuelto a sufrir. Pero una persona no es como el maíz, que muere y se mantiene en pie. Al menos, que le quedara esa posibilidad de negarse: no hablar cuando los demás se lo pedían. El italiano insistió:
—¿Qué sucedió finalmente? Con sus manos...
Yo conocía el episodio, preferí abreviar el relato. Así que yo mismo recordé lo sucedido. Ocurrió después de que el administrador Jonás asumiese el cargo. Cierta vez, mi viejo sorprendió al hijo de Jonás cazando elefantes. Fuera de época y sin licencia. Lo detuvo. Fue su error. Doña Ermelinda, la esposa del jefe, apareció en la prisión vociferando que aquello era persecución política.
—Suelte a mi hijo —ordenó la Primera Dama.
Sulplicio no acató la orden. Ermelinda, obstinada:
—¡Usted persigue a nuestra familia!
No tardó mucho en llegar el administrador. Se volvió el hechizo en contra del hechicero. En un segundo, el mozo estaba libre y él, el inspector-policía, estaba preso y con las manos atadas. Los otros colegas lo amarraron, prontamente obedientes. Era un nudo demasiado convicto. Sulplicio les advirtió que el lazo le quitaba sangre a las manos. En balde. Ninguno de sus colegas se movió para defenderlo. Fue doña Ermelinda quien añadió maldad a la maldad: esparció sal en las cuerdas. Y mandó que hasta el día siguiente no le aflojasen las ataduras.
—¿Y tú, hijo mío, aún te juntas con esa gente?
Sulplicio volvió al balcón que daba al río. Ahora no deseaba la visita de ninguna persona. Salvo, cuando mucho, los ángeles voladores que cruzan los ponientes. Por lo demás, que no lo molestasen. Se apoyó en un tronco y me dijo:
—Me las arreglo solo, pequeño. ¡Me las arreglo!
—Tranquilo, padre. Ahora mismo lo dejamos en paz.
—Eso, vete y llévate a ese extraño. Antes de irte, te digo algo más: está muy bien.
—¿Está muy bien qué, padre?
—Que seas traductor.
Y dijo lo que jamás había oído. Yo era un hijo especial: desde muy pronto mi padre se había dado cuenta de que los dioses hablaban por mi boca. Es que yo, cuando era niño, había padecido enfermedades muy graves. La muerte había ocupado, esas veces, mi cuerpo, pero nunca había logrado llevarme. Según los saberes locales, aquella resistencia era una señal: yo traducía palabras de los difuntos. Ésa era la traducción que yo venía haciendo desde que naciera. Ser traductor era, así, mi tarea congénita.
—Por eso cuídese, señor Massimo —dijo el viejo—. ¿Me escucha?
—Dígame, señor Sulplicio.
—Cuidado: sus palabras pueden quemar la boca de mi hijo. ¿Me entiende?
—Sí que lo entiendo.
—Ahora, vayase, ya he gastado mucho tiempo con usted.
Hizo una seña para que nos alejásemos. Quería volver a estar solo. Ya nos retirábamos cuando oímos, a lo lejos, un nuevo estallido. Regresamos corriendo junto al viejo Sulplicio. Impasible, él seguía sumiendo su atención en la eternidad del río.
—¿No ha oído, padre?
Con un gesto me indicó que me acercase. Con otro ordenó al italiano que se alejase. Aproximé el oído a su rostro. Entonces dijo:
—Éste es un estallido de los otros.
—¿De los otros? ¿Qué otros?
Y me reveló, lacónico: era mentira que sólo estallasen soldados extranjeros. Había, según él, otros estallidos que mataban a nuestra gente. Estallidos verdaderos, con prueba de sangre y de lágrimas. Como este que acababa de producirse.
—Padre, dígame lo que sabe...
Con un gesto agitó negativamente el brazo: nada, ya había hablado de más.
—¿Sabes, hijo? La boca nunca habla sola. Tal vez sí en la tierra de ese blanco. Pero aquí no.
—Le pido que me lo diga a mí. Sólo a mí.
—Aprende una cosa, hijo. En nuestra tierra, un hombre es todos los otros hombres.
No hablaría, lo pude comprobar. Para colmo estando yo en compañía de quien estaba. No es que no le gustase aquel visitante. Sin embargo, lo mejor era quedar divididos por un desacuerdo común. Su juramento primero era no decir nunca todo. Pero no sería siempre así. Yo lo conocía. Su corazón tenía manos débiles: todo lo que amaba acababa resbalando en la nada. Ahora, peor, por culpa de sus muñecas heridas. Había perdido fuerza, había perdido creencia. Mi padre hablaría, sí. Por la voz de otros.
La vida es un beso dulce en boca amarga.
Declaración del hechicero
Esa mañana, al llegar a la pensión, nos sorprendió un llanto. Provenía de la habitación de Temporina. La encontramos inclinada sobre el lavabo. Parecía haber vomitado. Pero no: simplemente cuidaba de que ninguna lágrima cayese al suelo. Se dice que las lágrimas de una hechizada hacen nacer en la tierra las cosas más extrañas. Nos mantuvimos respetuosos, esperando que las lágrimas escurriesen del rostro a la loza blanca. Después, pasó las manos por su rostro y habló:
—Han matado a mi hermano.
Su único hermano, el mozo lelo que heredara los bienes de Hortensia. La noticia era triste y añadía un nuevo elemento a toda aquella historia. El mozo había estallado. Esta vez, sin embargo, era un estallido real, de esos a los que ya antes la guerra nos había habituado. Tan simple como cruel: el mozo había pisado una mina y sus piernas se separaron del cuerpo como un desharrapado muñeco de trapo. Antes de que llegase auxilio, se había ido en sangre. El italiano, nervioso, me sacudió:
—Ese fue el estallido que oímos ayer en casa de su padre.
Con súbita resolución, Temporina se envolvió con un pareo sobre la falda y proclamó:
—¡Voy a salir!
—No puedes, Temporina.
Y la tomé del brazo. Pero no fui capaz de retenerla. Desapareció en el corredor. Intenté seguir en pos de ella. En vano: ya se había disipado entre las calles. Volví a la habitación de Massimo Risi y, de nuevo, sentí el mismo presagio que me había asaltado con ocasión del primer estallido. En la cama del italiano, se acumulaban papeles revueltos. Massimo, con desesperación, los registraba.
—¡Mire!
Señalaba las fotos y los papeles desparramados. Mire, mire, repetía. Agarré unas hojas al azar. Eran papeles en blanco.
—Aquí no hay nada escrito.
—Exactamente. ¡Y mire las fotos!
Eran papeles de fotografía, pero en blanco. Era ése el misterio: aquellos papeles y aquellas imágenes no eran vírgenes. Incluso allí estaban manchados por letras, por imágenes grabadas. Aquéllas eran las pruebas, los materiales que el italiano acumulaba para mostrar a sus jefes.
—¡¿Todo esto se ha borrado?!
—¿Está seguro de que no son otras hojas?
Massimo se agarró la cabeza:
—Me estoy volviendo loco, no aguanto más.
Se quejó de un violento dolor de cabeza. Le sugerí que saliésemos a tomar el aire. Pero el italiano no tenía tiempo para ocios. Saldríamos, sí, rumbo a la administración para enterarnos de las novedades.
En el camino tuvimos el extraordinario encuentro: el padre Muhando, liberado, vagando por las calles a gritos. Intentamos hacerle preguntas, pero nos sacudió. Vociferaba como un poseso contra Dios. Que Él se hubiese llevado al mozo lelo, innominado, era imperdonable. Que tendría que pagarlo, y aquí en la tierra, pues en el cielo es demasiado tarde. El italiano se admiró: ¿finalmente el cura había desistido de estar preso, se había despedido del sueño de salir?