—¡Padre Muhando!
—Dicen que fui yo quien provocó los estallidos.
—¡Qué disparate! ¿Y usted no dijo nada?
—Hablé, confesé todo.
—¿Contestó?
—Sí. Yo mismo hice estallar a esos extranjeros.
No salía de mi asombro. Miré al italiano, que sacaba de una bolsa de plástico su máquina fotográfica. En el momento en que logró enfocar, ya estaban llevando al prisionero a la administración. Un policía advirtió al extranjero: nada de fotos, no era el momento más apropiado.
El italiano solicitó el acceso a la sala donde habían encerrado al sacerdote. Pero Chupanga fue perentorio. Aquél era un asunto de seguridad interna. Se imponían razones de Estado. Sólo a la mañana siguiente Esteban Jonás aceptó que visitásemos al prisionero.
Sentado en un banco de curandera, el padre Muhando tomaba el desayuno. Nos acercamos y me sorprendí con lo que comía: el hombre mojaba el pescado frito en el té. Él, sonriente:
—Así el pescado se endulza.
Me hablaba y me pedía que tradujese. Le expliqué que no era necesario, pero insistió:
—¡Traduce!
Me extrañó: el hombre que andaba siempre de mal humor parecía estar ahora en la gloria. Pero él, al final, no me dio tiempo. Habló todo de un tirón, enhebrando palabras como si estuviese a punto de agotársele el tiempo.
—Usted me mira, piensa que yo soy un loco lunáutico. Pero no me importa.
—Por amor de Dios, yo no pienso nada —replicó Massimo.
—Ahora, escuche una cosa: ¡nunca, pero que nunca, me fotografíe! Ni me grabe. ¿Quién es usted para andar grabando y fotografiando sin autorización?
El italiano se quedó cabizbajo y pidió disculpas. Parecía sincero. Y así, con la cara metida en el rostro, escuchó las restantes palabras del sacerdote. Muhando primero agregó algunas protestas más: que imaginase el italiano lo contrario. O sea: que un grupo de negros africanos se aparecía en medio de Italia haciendo averiguaciones, revolviendo intimidades. ¿Cómo reaccionarían los italianos?
Después, el sacerdote pareció dispuesto a prestar información. Pero él sólo fingía. Porque explicó: el soldado que estalló era un hombre feo. Tenía los huevos más grandes que los del toro de lidia. Hasta andando se oían al entrechocarse. Lo decía no porque los hubiese visto alguna vez en su vida. Los susodichos volaron, postumos, por encima del
canhoeiro
. Y aterrizaron en la Carretera Nacional, a la vista de todos.
Y él, según ahora recordaba, fue a reunirse con el
nyanga
, el hechicero, a quien llamaba colega, para dar destino a las partes del zambiano. Es que ya volaban buitres de rapiña sobre la copa del gran árbol. Sería atraer desgracias dejarlos así, a disposición de los bicharracos. Nunca más habría sosiego, en caso de que los pájaros devorasen los testículos del extranjero. Los animales no visitan los lugares donde hay gente. Por lo menos, sin el debido consentimiento. Y el cura:
—Como usted, que nos visita sin consultarnos —dijo, señalando al italiano.
¿Qué hicieron entonces él y el hechicero? Retiraron de las ramas los órganos del infeliz y los tiraron lejos, bien en las profundidades del mon te, allí donde sólo circulan animales indómitos.
—Deberíamos arrojarlo a usted también allí.
El italiano ya no le encontraba gracia al relato. El cura era un ser digno de descrédito. Confirmaba lo que había oído decir: el religioso había enloquecido, olvidando sus devotas obligaciones. Varias veces se había oído al sacerdote insultando a Dios por las calles públicas. Moría un niño, indefenso frente al sufrimiento, y Muhando salía de la iglesia y desafiaba al Creador, ofendiéndolo delante de todos. Le decía las peores cosas, lo denigraba de forma alevosa.
—¿Es verdad que ofende a Dios?
—¿Qué Dios?
—Bueno... Dios.
—Ah, ése. Es verdad, sí. Yo Lo insulto cuando no se comporta.
Tenía razones para esa intimidad: él y Dios eran colegas, sabedores de secretos mutuos. Cuando él bebía, Él bebía también. Por eso no le rezaba a Dios. Rezaba con Dios.
—¿Sabe dónde está mi verdadera iglesia? ¿Sabe dónde? Junto al río, en medio de las cañas.
Se subió a una caja y miró por la ventana. Nos llamó para que nosotros mirásemos también.
—Fíjese. Es allí donde converso con Dios.
—¿Por qué allí?
—Porque allí están las huellas de Dios.
Para el padre Muhando el motivo de lo sagrado del lugar era sencillo: en otro tiempo, el Diablo estaba a punto de morir. Dios se acongojó: sin el Demonio sería sólo la mitad. Fue entonces cuando Dios acudió a curar a su eterno enemigo. Lo primero que hizo Dios fue beber agua. En ese tiempo sólo había mar. Bebió de esa agua salada, llena de algas y microorganismos. Dios tuvo alucinaciones y vomitó sobre el Universo. El vómito era ácido y los seres se consumieron, contaminados por el olor nauseabundo. El agua se descompuso, las plantas amarillearon. El ganado comenzó a dar sangre en vez de leche. Dios estaba tan flaco que daba pena. Fue entonces, ya cansado, cuando inventó los ríos. Creó los ríos con agua proveniente de sus fuerzas más lejanas, las venas de su alma. Pero se había debilitado, incapaz de inmensidades. Por eso, los ríos no son tan infinitos como el mar. Aquella agua dulce, con sólo verla, dio nuevo vigor al alma de Dios. Sin embargo, los ríos no se bastaban a sí mismos. Les hacía falta el mar, el lugar infinito. Y el agua volvió al agua.
—Dios se arrodilló allí, en aquella pendiente —dijo Muhando señalando el río—. Una rodilla del lado de acá y la otra allá, en la otra margen. Y entonces se inclinó para matar la sed.
Dicen que Él bebió, bebió, bebió, hasta matar la sed, de todas las fuentes. Miró el firmamento, alojó el Sol en los ojos. Demasiada luz: todo se hizo espejismo. De su rostro, por un instante ciego, surgió el Hombre. Aquél era el primer hombre. De los ojos de Dios, heridos por tanto brillo, se deslizó una lágrima. De esa agua escapó una mujer. Aquélla era la primera Mujer. Y ambos, Hombre y Mujer, se internaron entre los cañaverales de las márgenes de los ríos.
—Allí, en aquellas cañas: aquélla es mi iglesia. Allí me inclino para mirar los ojos de Dios. Hablo con Él a través del agua.
El cura advirtió: todo lo que oía decir sobre él era verdad. Sí, todo era verdad. Que hacía visitas al infierno, sí, era verdad. Pero, en rigor, era el infierno el que venía a visitarlo. Y eran demonios los que dirigían nuestros destinos.
—Es necesario consultar a un demonio para conocer la morada de otro demonio.
Daba el ejemplo del administrador. Su hijo había matado a personas, traficaba con drogas. Ese mozo era el hombre que chupaba sangre de vampiro. Todos lo sabían. El mozo salía a su madre. La Primera Dama se había atribuido poderes que ningún poder consiente. Había expulsado a los campesinos del valle. Las tierras de los más pobres se usaron en su beneficio. Todos lo sabían. Pero nadie podía hacer nada con ese saber.
—Me han amenazado. Hasta Dios me ha intimidado. Ésos son uña y carne.
Después, el cura nos llamó y pidió que nos acercásemos. Quería compartir un secreto. Era sencillo: él sabía que lo trasladarían. Sólo les hacía falta un pretexto. Lo enviarían a la ciudad, donde los curas son tantos que pierden importancia.
—Y hasta diría que no me importa. Estoy cansado de esta aldea. Y así viajo y me voy de aquí con el billete pagado.
Y volviéndose a Massimo Risi le dio la bendición. Era su bendición, no la divina. Que él sabía que Tizangara estaba fuera de las protecciones celestiales.
—Tenga cuidado, hijo mío. En esta tierra las pérdidas son siempre mayores que los perjuicios.
Regresamos al hotel. La locura del sacerdote parecía haber abatido al extranjero. Él, ya de por sí, era taciturno. El sacerdote había hablado mucho y había dicho poco. Massimo Risi se sentó frente al informe, mordiendo el bolígrafo. La página se durmió en blanco.
Me retiré a la soledad de mi aposento. Me quedé un tiempo despierto pensando en la presencia de ese italiano. ¿Por qué nuestro país necesitaba inspectores de fuera? ¿Qué nos había desacreditado tanto a los ojos del Mundo? Ahogado, retumbando en el corredor como una plegaria, se oía el canto de Temporina. La moza, pobrecita, ahuyentaba a los fantasmas. Fue cuando sentí al italiano rascando en la puerta. Entró, agitado.
—No puedo dormir. He tenido una pesadilla horrible.
Soñó que volvía a Europa y, en el mismo avión, iban los ataúdes de los cascos azules fallecidos. En el desembarque, lo esperaban las más protocolares ceremonias fúnebres. Pero cuando salieron, los ataúdes eran meras cajitas, poco más grandes que las cajas de cerillas. No tenían por qué ser más grandes para guardar lo que guardaban. Recubriendo las pequeñas cajas habían colocado unas banderas minúsculas. Azul celeste, de las Naciones Unidas. Las viudas pasaban ante la encimera donde reposaban los féretros y cada una de ellas tomaba el embalaje respectivo y lo guardaba en el bolso. Y cuando lo saludaron, finalmente, Massimo notó que se inclinaban casi a ras de suelo. Ellas parecían enormes. Sólo entonces se dio cuenta de que se había convertido en un enano. Había regresado vivo de África. Pero sin tamaño.
Miré a Massimo y, de repente, me pareció que él, realmente, había menguado hasta la anormalidad. Le hice una seña con el brazo para que se callase. Y que oyese a Temporina cantando. El extranjero se apocó, ovillándose, medio dormido.
Hasta que se extinguió la voz de la moza anciana. En medio de la oscuridad pensé: hay animales que viven en la cueva y sólo salen de la tierra para morir. Yo quería ser uno de ellos. Sin luz, sin calendario solar. Todo el tiempo a la sombra, boca y ojos cerrados a polvos. Cuando transitase hacia más allá de la vida ya sabría yo vivir de ese otro lado.
¿Quieres saber dónde está el gato?
Pues búscalo en el sitio más caliente.
Refrán
Si quieres ver de noche
ponte en los ojos el agua
con la que el gato se lavó los ojos.
Dicho de Tizangara
—Me voy fuera a colgar mis huesos.
Mi padre siempre anunciaba su decisión, justo en el momento de cerrar la puerta. Hablaba como si estuviese solo. Era así desde hacía muchos años. Como le dolían los huesos y sufría grandes cansancios, él, antes de acostarse, se liberaba de su esqueleto para dormir mejor.
Así había sido, desde hacía casi una vida. En las pocas noches que habíamos compartido, todo se repetía: cenábamos en silencio, siguiendo su mandato. Traía mala suerte que alguien hablase durante la comida. Se oían solamente los dedos que ablandaban la
ufa
, la harina de maíz, mojándola y remojándola en la salsa de azafrán con pescado seco. Y se oía masticar, en el acto de moverse las mandíbulas. Después de la cena, se levantaba y proclamaba su intención de deshuesarse. Entraba en la oscuridad y sólo regresaba por la mañana, recompuesto como rocío en hoja de la madrugada. Nunca fui testigo, por miedo a que notase mis desconfianzas. Así, daba por seguro que era una más de sus muchas mentiras. Ya nos había llenado antes de asombro con sus delirios. Vivía a costa de juramentos.
Él no se amilanaba cuando le pedíamos cuentas. Respondía devolviendo la pregunta:
—¿De qué está hecho nuestro cuerpo? ¿De carne, sangre, aguas contenidas?
No, según él, el cuerpo estaba hecho de tiempo. Acabado el tiempo que nos corresponde, termina también el cuerpo. Después de todo, ¿qué es lo que queda? Los huesos. El no tiempo, nuestra mineral esencia. Si hay algo que tenemos que tratar bien es el esqueleto, nuestra tímida, oculta eternidad.
Todo esto recordaba mientras caminábamos hacia mi vieja casa. Iba a visitar a mi viejo, que acababa de tomar posesión de su antiguo lugar. Massimo hizo ademán de acompañarme. Yo prefería que me dejase solo, yo y mis íntimos motivos. El hombre, sin embargo, confesó que temía quedarse solo en la pensión.
Cuando llegamos, no encontramos enseguida al viejo Sulplicio. Llamé, no hubo respuesta. Estaba a punto de regresar cuando decidí mirar en el patio de la parte trasera. En las casas africanas todo ocurre en ese terreno. Y así fue. Allí estaba, rey reclinado en el viejo sillón. Nos anunciamos. Se mantuvo callado, impávido, contemplando el río. Su voz, prolongada, me hizo estremecer:
—¿Estáis oyendo a los pájaros?
No había pájaros de ninguna especie. Todo en liso silencio. Pero mi padre, sólo él, oía el ronco graznar de los flamencos. Deuda que él tenía con las aves zancudas. Los pescadores los llaman salvavidas. En medio de la noche, en plena tempestad, cuando se pierde noción de la tierra, la presencia y la voz de los flamencos orientan a los pescadores perdidos.
También mi viejo fue salvado por las grandes aves. Náufrago después de una salida de pesca, él estaba ya bebiendo el océano, tragado por las olas y vomitado por la noche, cuando avistó fantasmas que pastaban en el suelo de la oscuridad. Eran huidizos bultos blancos, sobre el rozar de la rompiente. Primero, tuvo un palpito:
—¡Dios me ha mandado ángeles!
Angeles no eran. Sí eran los simples y rosáceos flamencos que picoteaban las alfombras marinas. Se confirmaba, en el transcurso del caso, la vocación salvadora de los pájaros. Desde entonces, mi viejo había fijado el canto de los animales y regresaba a esa memoria siempre que se sentía perdido. Ahora, por ejemplo, allí en el patio de nuestra vivienda, los flamencos eran poco probables. Sin embargo, él los contemplaba, volando en dirección a nuestra casa. Ésa era la dirección de los buenos presagios.
Nuestra llegada sólo estorbaba sus visiones. Disgustado, mi viejo rezongó apenas nos vio asomar:
—Idos de aquí.
—Denos la bienvenida, padre.
Con las manos haciendo palanca sobre las rodillas, el viejo se levantó del asiento. Enfadado, me enfrentó:
—¿Dónde estás durmiendo?
No dejó que respondiese. Las preguntas caían en cascada: ¿por qué había abandonado nuestra casa, por qué había aceptado servir a ese canalla de Esteban, por qué metía la nariz en asuntos que a nadie importaban?