—Él y los otros. Nos ayudan a construir la paz.
—En eso te equivocas. No es la paz lo que les interesa. Por lo que se preocupan es por el orden, el régimen de este mundo.
—Pero, padre...
—Su problema es mantener el orden que les hace ser patrones. Ese orden es una enfermedad en nuestra historia.
Por tal enfermedad, según él, se rehacía en nosotros esa división de existencias: unos criados de los patrones y otros criados de los criados. La apuesta de los poderosos —los de fuera y los de dentro— era una sola: probar que sólo se nos podía gobernar siendo colonizados.
—Tú dijiste, hace poco, que yo no era moderno.
—Fue sin ánimo de ofender, padre. Me refería a la grabadora...
—Antiguamente queríamos ser civilizados. Ahora queremos ser modernos.
Seguíamos, al fin y al cabo, prisioneros de la voluntad de no ser nosotros. El viejo Sulplicio, en ese momento, parecía demasiado palabrero. Tuvo miedo a estar malgastando pensamiento. Y, después de una pausa, añadió:
—Borra mi voz de ahí, no quiero que jueguen con ella.
Quien viste al hipopótamo es la oscuridad.
Refrán
Al día siguiente, muy temprano, el italiano salió con Temporina. Iba al río a despedirse del padre Muhando. Yo decidí ir a casa del administrador para informarle que el delegado de la ONU se disponía a marcharse. Sin embargo, justo a la entrada me sorprendió un enorme barullo. Había gritos, tumulto de gente peleando. La puerta estaba entreabierta, entré sin ningún permiso. En la sala estaban Esteban Jonás, Chupanga y Ana Diosquiera. Ninguno de ellos reparó en mi presencia.
Esteban Jonás sujetaba a Ana Diosquiera de un brazo. La atraía hacia sí y después la empujaba contra la pared. Y gritaba: ¡Puta, puta, puta! Que daba la orden de detenerla, acusada de ser la culpable de las muertes extranjeras. Chupanga pedía calma. Ya la prostituta en el suelo, el pie del administrador voló hacia ella. Ana Diosquiera, inclinada sobre un brazo, alzó el rostro y gritó:
—¡Eres una mierda! ¡Te voy a denunciar!
Otro puntapié. Ana sangraba y su rostro perdía contorno. Me hice visible, a ver si paraba la violencia. El administrador me miró sorprendido. Me iba a ordenar, sin duda, que saliese. Sin embargo, la voz de Ana Diosquiera se sobrepuso:
—Eres tú el que estás matando personas. ¡Eres tú, Esteban Jonás!
—¡Cállate!
—¡Tú eres el que manda colocar las minas! Tú el que matas a nuestros hermanos.
—No le haga caso, está loca —dijo él dirigiéndose a mí.
—Yo te he visto sembrando las minas, yo te he visto...
Esteban había llegado al límite y ordenó a Chupanga:
—¡Acabad con esa tipa!
—¡Tú, Jonás, no tocas a esa mujer!
La orden venía de la puerta. Todos nos volvimos y nos encontramos con Ermelinda, con las manos en las caderas. Esteban incluso se frotó los ojos ante la visión. La esposa, esta vez, se presentaba como una dama, la primerísima. Y la orden de ella volvió a imperar:
—¡No tocas a esa mujer!
—Tú, Ermelinda, no te metas en esto. Y tú, Chupanga, ¿no me has oído? Acaba con esa basura.
—No se mueva, Chupanga —fue la contraorden de Ermelinda.
Chupanga, extrañamente, se quedó quieto. ¿Por primera vez desobedecía a su jefe? Esteban observaba la escena, atónito. La Primera Dama cruzó la sala y se arrodilló junto a Ana Diosquiera. Le pasó la mano por la cabeza y dijo:
—¡Te pondrás buena, hermana mía!
Los ojos de Ana eran dos ventanas de asombro. Como si ella, por fin, recordase aquella voz que buscaba en el pasado, el neblinoso ser que ya le diera la bendición de revivir. Al final, había sido la propia Ermelinda quien la había recogido y le había dado el primer refugio en Tizangara.
La prostituta encogió el cuello para rendirse a la caricia de la otra y las dos lloraron. Los hombres, nosotros, escuchábamos en silencio. Ellas eran dueñas, exclusivas, de lo que allí ocurría. Ana se incorporó ayudada por Ermelinda, cuya voz se oyó mientras se internaban en la sala:
—Sal de esta casa, Esteban.
—¿Salir de mi casa? ¿Para ir adonde?
—Vete con Jonassane. No quiero volver a verte nunca más.
Y las dos mujeres salieron. Chupanga hizo un aparte con el administrador y se quedaron murmurando, durante largos minutos. Sin duda se interrogaban sobre el inesperado giro de Ermelinda. Yo adivinaba la explicación: la mujer seguía el consejo de Zeca Andoriño. Sí, porque, para ellos, ideas de mujer se explican en cabeza de otro hombre. De repente, el adjunto se levantó y se despidió. Se volvió hacia mí y me invitó a que saliéramos juntos.
Chupanga tenía prisa. Me ordenó que regresase a la pensión, junto al extranjero. Se metió en el coche y aceleró entre nubes de polvo. Yo seguí a pie, por atajos, hasta el río. Encontré a Massimo con el padre Muhando. Temporina estaba sentada, junto al tronco. Conté lo que había ocurrido. De inmediato, Temporina tomó la decisión: fue a la casa de la administración. Apoyaría a Ana Diosquiera, se uniría a las otras mujeres. Ellas, en sí, componían otra raza.
Nos quedamos callados, mientras el padre Muhando agitaba el brazo como si lanzase puñetazos al aire.
—¡Yo siempre he desconfiado de todo eso!
Él ya había descubierto la trapaza, pero los poderosos del lugar le prepararon la celada. El plan era sencillo y suficiente: unas cuantas bebidas. El religioso, pues, ya empinaba el codo por gusto y devoción. Aprovecharon y explotaron a fondo el vicio del cura. Hasta que el sacerdote acabó desacreditado.
—¿Ha entendido ahora, mi querido extranjero?
En las palabras del cura, las elucubraciones parecían tan claras como improbables. Ocurría, pues, lo siguiente: parte de las minas que se quitaban regresaba, después, al mismo suelo. En Tizangara todo se mezclaba: la guerra de los negocios y los negocios de la guerra. Al final de la guerra quedaban minas, sí. Unas cuantas. Sin embargo, no era algo que hiciese prolongar tanto los proyectos de desminado. El dinero desviado de esos proyectos era una fuente de ingresos que los señores locales no podían desperdiciar. Fue el hijo del administrador quien urdió la trama: ¿y si alterasen los números, inventasen constantes amenazas? Valía la pena. Se plantaban y desplantaban minas. Hasta cabían unas muertes de signo diverso, para dar más crédito al plan. Pero era gente anónima, en el interior de una nación africana que apenas sostiene su nombre en el mundo. ¿Quién se ocuparía de eso?
—¡Pero después vino ese escopetazo!
—¿Qué escopetazo, padre?
La muerte de los cascos azules. Que estallasen extranjeros fue lo que desmontó el esquema. El hechizo de los rimbombantes perjudicó la trapaza. Atrajo atenciones indebidas. La verdad de las minas pedía pruebas de sangre. Pero sangre nacional. Nada de hemorragias transfronterizas. Ante la difusión del escándalo, el administrador llamó al hechicero y dio orden de que aquello terminase, de inmediato. Ningún soldado más de la ONU podía desaparecer.
—¿Y Zeca Andoriño qué respondió?
Zeca mintió, dijo que aquello era un hechizo venido de fuera. Que eran fenómenos foráneos, dirigidos por fuerzas mayores. Y dijo que él estaba inerme frente a aquellos actos sobrenaturales.
—¿Y qué hacemos ahora, padre Muhando?
—¿Usted no es de las Naciones Unidas? Usted debería salvarnos, señor Massimo.
Massimo no respondió a la ironía. Todo se mezclaba en su cabeza: la decisión de retirarse, abandonar Tizangara, parecía estar en entredicho. Pero se sentía incapaz de pensar. Fue Muhando quien opinó:
—Sería bueno pillar a ese tunante del administrador. A él y a su siervo, Chupanga.
De repente apareció Temporina, corriendo. Llegaba alborotada, al borde de la locura. Tropezaba con las noticias que traía. Chupanga había vuelto a la administración a recoger a Esteban Jonas. En ese preciso instante, el administrador se iba en coche para reunirse con su hijo en el país vecino. Cuando regresase, Chupanga pasaría por la presa a cumplir la orden.
—¿Qué orden?
—Dieron orden de hacer explotar la presa.
—¿Explotar la presa? ¿Para qué?
—Para que todo quede inundado. Así se borran las marcas de sus crímenes, esa historia de las minas sembradas.
Nos miramos sorprendidos. Si la presa estallase, los campos serían devorados por el agua. La situación crecía a extremos de irrealidad. Para aumentar la confusión, mi padre apareció desde el lado del río. Venía con Zeca Andoriño y otros viejos. Lo puse al corriente y él, enseguida, dio instrucciones:
—Ve, hijo mío, date prisa para evitar esa tragedia. Ve hasta la presa, antes de que llegue ese canalla.
Nos dispusimos a irnos de inmediato. La frontera estaba justo allí, más allá del río. Chupanga no debería tardar. Unos cuantos viejos se unían a mí. Massimo Risi también preparaba sus cosas. Mi padre sentenció:
—Ve, hijo. Pero no lleves a ese blanco.
—Yo quiero ir —dijo perentorio el italiano.
—Usted no va. Hijo: es una orden. ¡Ese blanco se queda!
—¿Por qué, padre?
—Porque éste es un asunto que debemos resolver nosotros. Nosotros solos sabemos y podemos ocuparnos de esto. ¿Entiendes?
El padre Muhando puso su brazo en el hombro del extranjero. ¿Lo consolaba de aquella exclusión? Zeca Andoriño sacudió la cabeza, como cerrando el asunto, y añadió:
—Basta de pedir a los otros que resuelvan nuestros problemas.
Me preparé para salir. El hechicero iría conmigo, además de los otros que se habían juntado. Nos organizamos en grupos. Unos irían por el río advirtiendo a las personas de las orillas que se marchasen. Otros irían por la carretera intentando ganar terreno a la orden e impedir la desgracia. Mi viejo me llamó y dijo:
—¡Lleva esta pistola y hazme el favor de matar a Chupanga!
Yo no tenía oídos para tales palabras. ¿Matar? Sí, matar a esa lombriz que no era gente. Me negué, sin sangre, sin voz.
—No tengas corazón, que ése no es un hombre. No es más que un animal.
—Pero ¿usted, padre, no recuerda? Usted no mató al flamenco cuando se lo ordenaron.
—Lo dicho: vuélale la tapa de los sesos a ese demonio. Hasta el padre Muhando te da la bendición. ¿No es así, padre?
Zeca Andoriño se hizo cargo: me quitó la pistola de la mano y la guardó en la cintura. Y dijo:
—Yo mismo haré justicia —y, señalando el revólver, añadió—: ¡Éste será mi mejor hechizo!
El primer grupo se alejó. Yo me quedé un rato más, atravesado por mil indecisiones. La vergüenza me abochornaba los pasos. La mano de mi viejo sobre mi hombro me despertó. Nunca olvidaré lo que me dijo.
—Menos mal que no aceptaste mi orden de matar. Me alegro.
—¿En serio?
—Ahora soy aún más tu padre.
No es que sea algo común en nuestras tierras. Pero abracé al viejo Sulplicio, demorándome en el apretón. Ni yo mismo sabía si era despedida o recibimiento. Con el brazo me apartó. No quería él mostrar esa debilidad ante los otros.
—Ahora recuerda mis palabras. No te olvides del sendero, ese que pasa junto al montículo de termes.
—El mundo no se va a acabar, padre.
—El mío ya ha acabado, hijo.
Massimo pidió que no nos fuésemos enseguida. Quería hablar con Zeca Andoriño. Rogó un instante, breve y leve. Habló, abierto y alto:
—¡Por favor, deshechice a Temporina!
Quería que Andoriño devolviese la edad a su amada. Todos nos callamos. El extranjero no lo sabía, pero aquéllos no eran asuntos para ser tratados a la luz del día. E insistía, temiendo no ser entendido:
—Devuélvale la juventud.
Creíamos que el hechicero se indignaría, con malos modos. Pero Zeca Andoriño, sonriente, le respondió:
—Usted ya se la ha devuelto.
Y sugirió: que el extranjero se reuniese con ella y se despidiese. Que no pensase en llevar a Temporina de allí. La tierra guarda la raíz de la gente. Pero la mujer es la raíz de la tierra.
—¡Y mire, mire quién viene por allí!
Parecía una coincidencia: en la primera línea del horizonte se veía avanzar a Temporina, a paso feliz, casi como un espejismo. El italiano no perdió nada de tiempo. Enseguida se encaminó por un sendero, solitario, y corrió como un conejo. Hasta que, de golpe, resonó el grito:
—¡Pare, Massimo, ese camino está minado!
Massimo tardó en entender. Cuando se detuvo ya se había internado por el atajo peligroso. Hubo un silencio pétreo. Todo estancado. Nosotros de un lado. Temporina del otro. Allí, en lo invisible del suelo, yacía lo que lo haría yacer. El extranjero congelado en medio del paisaje, con las piernas temblorosas ante la fatalidad del suelo. Nadie sabía qué hacer. Ya se había metido muy adentro en el terreno. Hacia atrás sería tan peligroso como hacia delante. Y salvarlo, ¿cómo podría alguien salvarlo? De repente, Temporina lanzó una extraña orden:
—¡Venga, Massimo! ¡Venga a reunirse conmigo!
¿Locura del amor? ¿Cómo podía invitarlo a que arriesgase camino? El padre Muhando dio la contraorden:
—¡No se mueva!
De este lado, otras voces hicieron coro. Que el italiano se quedase quieto. Pero Temporina insistió, llamándolo con dulzura:
—¿No recuerda que le enseñé cómo pisar el suelo? Pues venga, camine como le he enseñado.
Massimo se demoró. Pero después —¿sería creencia?— comenzó a caminar. Despacioso, todo el cuerpo era un talón, un pie y después el otro pie, paso sin huella. Y ante nuestro asombro, Massimo Risi pasó por el terreno minado como Jesús desplazándose sobre las aguas.
La ceniza vuela,
pero quien tiene alas es el fuego.
Dicho de Tizangara
Habíamos dejado la aldea aquella noche. Risi se quedó en los brazos de Temporina, en el cuarto de la pensión. Los hombres de la aldea se iban, a contracorriente del tiempo, río arriba. Se intentaba evitar la tragedia. Un grupo había partido en canoas. Yo iba a pie, entre mosquitos y la oscuridad. No fuimos lejos, finalmente. Porque los que iban por la carretera atraparon a Chupanga. Lo llevaron a Tizangara, ante la presencia de Zeca Andoriño y mi padre. Todos nos concentramos debajo de una gran higuera. Él, en definitiva, no había cumplido el plan. Su versión era sólo arrepentimiento: que se había echado atrás, dispuesto a denunciarlo todo. Que jamás obedecería las órdenes de Esteban. Que hace mucho quería apartarse del poder. Con la llegada del italiano, había creído que era el momento de hacer que todo se viniese abajo.