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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (25 page)

BOOK: El último merovingio
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A esas alturas, su resfriado había empeorado. En algún momento durante la noche, en el trayecto entre París y la frontera, se le había agarrado al pecho, lo que había hecho que le subiese la fiebre lo suficiente como para que sentirse incómodo. Estaba agotado… como si llevase días sin dormir; y, de hecho, así era.

En Zurich, tras apearse del tren, se dirigió a la salida más cercana a la Bahnhofstrasse.

Aquél era terreno conocido. Había visitado Zurich una docena de veces anteriormente, y la estación seguía tal como la recordaba: un edificio enorme, débilmente iluminado y envuelto por el frío del invierno. Congestionado y tiritando, Dunphy estuvo tentado de tomar asiento en uno de los cafés de la estación, donde el vaho chorreaba por los cristales de las ventanas y el aire estaba saturado de los aromas de los pasteles y el café expresso.

No obstante, sentarse en un café no era buena idea. Aunque no se veía al Rubiales por ninguna parte, el Bahnhof de Zurich era como el cuarto de juegos de los yonquis alemanes, los borrachos holandeses, los trileros africanos y las omnipresentes legiones de hippies, excursionistas y camorristas urbanos. Era preferible no permanecer mucho rato allí con aquel maletín lleno de dinero.

En la calle, la nieve remolineaba movida por ráfagas de viento. Hacía mucho más frío que en Jersey y Saint-Malo, y Dunphy lo notaba en las manos y en los pies. Se encorvó ligeramente para protegerse del frío, se subió el cuello del abrigo y echó a andar por la calle más glamurosa de Suiza. En seguida encontró una sucursal del Crédit Suisse y diez minutos después se encontraba de pie a solas en una cámara cerrada, amontonando fajos de billetes de libras esterlinas en una caja de acero de color oscuro que acababa de alquilar por treinta y cinco francos suizos al mes.

Cuando hubo acabado con el dinero, salió del banco y se encaminó hacia el Zum Storchen tras haberse quitado un buen peso de encima… No obstante, no iba con las manos vacías: todavía llevaba en el portafolios cincuenta mil libras, lo suficiente para pagar a Max y para seguir adelante el tiempo que hiciera falta. Que podía ser mucho. A pesar de todo lo que había pasado y de las cosas de las que se había enterado, aún no sabía por qué habían matado a Schidlof ni tampoco por qué lo habían involucrado a él en aquel asunto. Había echado a perder su vida con todo aquello, y había puesto en peligro la de las personas que conocía.

Sin embargo, la situación no era tan desesperada; consideraba las cosas con demasiada modestia. También había logrado birlarle el dinero a Blémont y destrozarle la pierna a Curry… y eso ya era algo, para empezar.

La parte antigua de Zurich era un laberinto de calles estrechas con piso de adoquín y edificios de piedra levantados sobre una montaña situada por encima del helado, negro y completamente transparente río Limmat. Ahora, mientras Dunphy bajaba por una calle en dirección al Zum Storchen, la nieve empezó a arreciar. Caía del cielo como harina a través de un tamiz, se le pegaba a las pestañas y le cubría el pelo como una manta. Al derretirse le chorreaba por debajo del cuello del abrigo y le bajaba por la nuca, lo que hacía que se helase hasta la médula. Cuando llegó al río se detuvo un momento y se quedó observando los cisnes, que nadaban indiferentes al frío y a la nieve que caía.

Más tarde, Dunphy entró, tosiendo, en una tienda de ropa de hombre para comprarse unos guantes de piel y una bufanda. Le cobraron una barbaridad por ambas prendas, pero en el fondo no le importó demasiado; en aquellos momentos, el dinero no suponía un problema para él. Regresó al muelle, recorrió las dos últimas manzanas hasta el Zum Storchen, atravesó la terraza y entró.

El hotel, situado junto al río a la sombra de una antigua torre con reloj, tenía más de seiscientos años de antigüedad. Dunphy pasó junto a una chimenea en la que crepitaba el fuego al cruzar el vestíbulo hasta el mostrador de recepción; una vez allí, preguntó si había llegado un hombre llamado Setyaev.

—Aún no, señor.

—Cuando llegue, ¿hará usted el favor de decirle que su amigo lo espera en el restaurante?

—Desde luego.

Se había sentado a una mesa dispuesto a esperar durante horas contemplando el río y bebiendo café, pero el ruso entró en la estancia antes de que Dunphy se acabara el segundo croissant.

—Tienes mala cara —le dijo Max a modo de saludo.

—Gracias, Max. Tú, en cambio, tienes buen aspecto. Siéntate.

El ruso se dejó caer en el sillón situado frente a Dunphy.

—Lo que he hecho por ti no creo que hubiese podido hacerlo nadie más.

—Pues… supongo que acudí al hombre adecuado.

—Puedes apostar a que sí —le aseguró Max. Y tras decir eso dejó un sobre de papel manila encima de la mesa y alargó la mano para coger la cuenta. Tras mirarla con atención, añadió—: Esto lo pago yo.

—¿De veras? —exclamó Dunphy—. ¿El café y los croissants?

El ruso asintió y murmuró:

—Sí, señor Listillo. —Acto seguido sacó un bolígrafo del bolsillo y garabateó el número de la habitación en la cuenta—. Vamos. Hablaremos mejor de negocios arriba.

Dunphy subió con él en el ascensor hasta el quinto y último piso del hotel. La suite quedaba al final del pasillo y las ventanas de la misma daban al río y al lago. En su interior, la bolsa de viaje de Max descansaba sobre la alfombra, debajo de la ventana.

—Estoy hecho polvo —comentó Dunphy mientras se dejaba caer en un sillón de orejas.

—¿Qué te pasa?

—Que me he constipado.

—Pues cerramos el negocio, yo vuelvo a casa y tú te acuestas un rato.

—Pues sí, creo que eso es lo que haré —asintió Dunphy—. No puedo más.

El ruso sacó un sobre de papel de la bolsa, lo abrió y vació el contenido encima de la mesa de café situada entre ambos. Allí había un par de tarjetas de crédito, un carnet de conducir y un pasaporte. Dunphy abrió el pasaporte, examinó la fotografía y le echó un vistazo al nombre.

—Muy bonito —comentó; a continuación reaccionó—: ¿Harrison Pitt?

Max esbozó una sonrisa radiante.

—Un buen nombre, ¿verdad?

—¿Buen nombre? ¿Pero qué mierda de nombre…?

—¡Es un nombre norteamericano! ¡Auténtico!

—¿Estás de broma o qué? No conozco a nadie que se llame Harrison.

—No, claro que no. En Irlanda no es un nombre corriente, pero en Canadá… y en Estados Unidos… hay muchísima gente que se llama así.

—Dime uno.

—Harrison Ford —respondió el ruso al instante.

Transcurrieron unos segundos antes de que a Dunphy le asaltase una sospecha.

—¿Y Pitt?

—Hombre, acuérdate de Brad Pitt —repuso Max—. Y ésos son estrellas de cine. Pero hay muchas personas corrientes que se llaman así.

Dunphy suspiró.

—Bueno. ¿Qué hay de lo demás?

Max sacó del bolsillo de su americana un sobre normal y corriente y se lo entregó a Dunphy, que lo abrió.

Un pase Andrómeda plastificado le cayó a Dunphy sobre las piernas. En la esquina superior izquierda se veía el holograma, una imagen irisada de la Virgen de Einsiedeln; en la parte inferior, a la derecha, se encontraba la huella del pulgar. La fotografía de Dunphy quedaba en medio del pase situada bajo las siguientes palabras:

MK-IMAGE Programa de acceso especial

E. Brading *ANDRÓMEDA*

—¡Buen trabajo! Es buenísimo.

El ruso se mostró ofendido.

—No, buenísimo, no. ¡Es perfecto!

—¡Es lo que te estoy diciendo! ¿Y la huella? ¿Qué has hecho al respecto?

Max abrió la cremallera del bolsillo exterior de la bolsa y sacó un ejemplar encuadernado en pasta dura de Ada o el ardor, de Nabokov.

—Voilá —dijo, y le entregó el libro a Dunphy.

—¿Y qué hago con esto?

—Aguántalo un momento —le pidió el ruso.

Luego cogió de nuevo la bolsa de viaje, abrió la cremallera principal y sacó un pequeño estuche de piel del compartimento central de la misma. Dentro del estuche había un revoltijo de artículos de aseo: dentífrico, cepillo de dientes, maquinillas de afeitar desechables, frascos de pildoras… y un tubo de algo llamado «biocola».

—¿Qué es eso? —quiso saber Dunphy mientras el ruso sacaba el tubo del estuche.

—Pegamento.

—Ya veo lo que dice en el tubo, pero…

—Se trata de polímero proteínico para uso médico. Resulta

más fuerte que los puntos de sutura, y no duele. Así que es un buen adelanto.

—¿Y qué vas a hacer con eso?

—Dame el libro, por favor.

Dunphy le entregó el libro y el ruso lo abrió. En su interior había un sobre de celofán. Max aplastó ligeramente el sobre por los lados, sopló dentro del mismo y, sacudiéndolo en el aire, hizo caer lo que parecía un pedacito de piel transparente.

—La huella —le indicó.

Dunphy se quedó mirando aquel objeto que descansaba en la palma de la mano de Max como si se tratara de un chiste surrealista.

—¿De qué está hecha? —quiso saber.

—De hidrogelatina. Como las lentes de contacto… las blandas. Es biomimético.

—¿Y eso qué significa?

—Pues que es plástico compatible con el tejido humano. Ultrafino. Y ahora haz el favor de lavarte las manos y secártelas bien.

Dunphy se levantó y fue a hacer lo que Max le había pedido, tras lo cual volvió a tomar asiento en el mismo sillón junto a la ventana.

El ruso le cogió la mano derecha y le aplicó una pequeña cantidad de pegamento en el pulgar utilizando un bastoncillo para los oídos. Luego extendió la huella sobre el pegamento y la alisó.

—Cuatro minutos —dijo.

Dunphy contempló la aplicación, que al parecer no tenía junturas.

—¿Y cómo me lo quito? —le preguntó.

El ruso frunció el ceño. Finalmente le dijo:

—A lo mejor se va con papel de lija.

—¿Con papel de lija?

—Sí.

—Bueno, vale… Y ahora dime cómo la has hecho.

—Se trata de grabado fotográfico —sonrió Max—. Ya verás cuando se seque el pegamento; el dedo estará completamente liso.

—¿Y ya está? ¿No hay que darle relieve ni nada?

—¿Relieve? ¿Para qué? ¡Se trata de un pase para entrar en un edificio! Lo comprueban con un escáner. —Dunphy lo miraba con escepticismo—. ¡No te preocupes! —le aseguró Max—. Tranquilo.

En realidad, no le quedaba otro remedio. Max era el mejor. Si el pase no funcionaba, pues no funcionaba. Ése sería el fin de todo —y el suyo también, se dijo—, pero no podía hacer nada al respecto más que seguirle la corriente al ruso y ver qué pasaba. Se levantó y fue a buscar el portafolios, que se hallaba al otro extremo de la habitación. Lo puso encima de la cama, abrió los cierres y sacó seis fajos de billetes, cada uno de los cuales contenía cincuenta billetes de cien libras; en total, el equivalente a cincuenta mil dólares. Mientras le daba el dinero a Max, comentó:

—Oye, dime una cosa.

—¿Qué? —preguntó el ruso sin apartar los ojos de los billetes.

—Cuando vivías en Rusia… ¿alguna vez leíste algo sobre alguna…? Bueno, no sé…

—¡Venga, hombre, pregunta!

—Sobre mutilaciones de ganado.

El ruso le dirigió una mirada de perplejidad.

—¿Quieres decir… vacas muertas?

—Sí. Vacas que un buen día aparecen descuartizadas… en los prados.

Max soltó una risita.

—Pues no. Nunca oí hablar de eso por aquel entonces. ¿Por qué?

—Sólo era curiosidad —explicó Dunphy, y le entregó el último fajo de billetes.

—Pero después de la glasnost ha habido muchos informes al respecto de ese tipo de cosas —añadió Max.

Dunphy lo miró.

—¿Sobre mutilaciones de ganado?

El ruso asintió con la cabeza mientras metía el dinero en la bolsa de viaje.

—Y también sobre ovnis. Y acerca de toda clase de locuras. Pero eso es nuevo; con los comunistas nunca se habló de ese tipo de cosas.

Dunphy se sentó en la cama.

—Hay algo más —declaró.

Max esbozó una sonrisa y volvió a cerrar la cremallera de la bolsa.

—Siempre hay algo más.

—Necesito otro pasaporte… para una amiga. —Sacó otro fajo de billetes del portafolios, contó treinta y cinco billetes de cien libras y se los entregó. Luego le tendió un sobre con las fotografías de Clementine—. La dirección está al dorso. Se trata de una emergencia.

—Lo haré esta misma noche —prometió Max; luego les echó una ojeada a las fotografías—. Una chica muy guapa.

—Gracias.

—¿Qué nombre quieres que ponga?

—Veroushka Bell.

Max sonrió y anotó el nombre en el reverso del sobre que contenía las fotografías.

—¿Es rusa?

—No. Sólo romántica.

—Todavía mejor. —Levantó la vista de las fotografías y de repente se puso serio—. El pasaporte de Veroushka… será como el tuyo, ¿vale?

Dunphy asintió.

—Está en blanco… emitido por una embajada. Pero no te digo cuál. En realidad, nunca se ha expedido… así que no hay ningún historial, ni bueno ni malo. Puedes ir a donde quieras, excepto a Canadá. ¿De acuerdo?

—No vamos a ir a Canadá.

—Entonces no tendréis problemas.

—Hazme un favor —le pidió Dunphy al acompañar al ruso hasta la puerta.

—Tú dirás.

Se acercó al escritorio que había en un rincón, sacó una hoja de papel con membrete del hotel y anotó el número de la habitación en la que se encontraba. Finalmente metió la hoja dentro de un sobre, lo cerró, puso la dirección de Veroushka y se lo entregó a Max.

—Encárgate de que reciba esto junto con el pasaporte.

Durante los tres días siguientes, Dunphy sólo salió una vez para comprar revistas en una pequeña tienda de la Fraumünsterstrasse. El resto del tiempo sobrellevó el resfriado en la cómoda habitación que Max había alquilado en el hotel, sentado junto a la ventana que daba al río mientras miraba cómo los copos de nieve caían contra el cristal. Las únicas personas que veía eran las del servicio de habitaciones, que hacían la cama, cambiaban las toallas o le llevaban lo que pedía. El teléfono solamente sonó en un par de ocasiones. En general, aquél habría sido un momento excelente para estar enfermo de no ser por lodébil que se sentía, porque tenía fiebre y porque parecía que nunca conseguiría quitarse de encima aquella tos.

De las tres cosas, la que más le molestaba era la fiebre, porque le afectaba a los sueños y hacía que el hecho de dormir le resultase bastante aburrido. De ordinario, Dunphy no prestaba mucha atención a lo que soñaba, pero los sueños que producía la fiebre eran diferentes, repetitivos y monótonos, como un test. Cuando se despertaba empapado en sudor se sentía más cansado que antes de dormirse.

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