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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (22 page)

BOOK: El último merovingio
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Dunphy consideró la idea. Bueno, en ese caso, Picard intentaría retenerlo en el banco, quizá hasta que llegase Blémont. Dunphy resopló, como si estuviera montando en bicicleta y de pronto tuviera que pedalear cuesta arriba.

—¿Qué sucede? —inquirió Clem.

Dunphy se volvió hacia ella.

—Nada, es que estaba pensando en algo —le respondió—.

Cuando lleguemos a King s Cross tengo que hacer una llamada telefónica.

Clementine miró a otra parte. Ahora circulaban por la calle Tottenham Court, a lo largo de la cual había muchas tiendas de muebles elegantes.

Si Picard trataba de retenerlo, lo más probable era que le pusiera alguna excusa, como por ejemplo que no disponía de suficiente dinero en efectivo para saldar la cuenta. Aunque, en realidad, aquello no se alejaría mucho de la verdad; el Banque Privat era, como su nombre indica, un banco privado. En él no había ventanillas ni cajeros automáticos, y tampoco se abonaban cheques. Y encima Dunphy iba en busca de un montón de dinero en metálico, casi trescientas mil libras (alrededor de medio millón de dólares), todas las ganancias del timo de Blémont con las acciones de IBM robadas. De manera que la idea consistía en asegurarse de que el dinero (y no Blémont) lo estuviese esperando cuando llegase al banco.

El taxi se metió en la rotonda de King s Cross y Dunphy le dio a Clem un poco de dinero y le dijo que comprara dos billetes para Southendon-Sea.

—¿Adonde vas? —le preguntó ella con recelo.

—Ahí mismo —respondió él, al tiempo que señalaba una cabina con la mano—. A llamar por teléfono.

Tardó un poco en encontrar el número del Banque Privat, pero cuando lo tuvo realizó la llamada sin problemas.

La mujer que cogió el teléfono demostró ser muy eficiente. Le indicó amablemente que el señor Picard se hallaba reunido en aquel momento y que no sería posible hablar con él hasta la tarde. ¿Podía serle ella de utilidad?

—Pues espero que sí —dijo Dunphy, adoptando acento del sur—. Verá, soy Taylor Brooks… de Crozet, Virginia.

—Dígame.

—¿Cómo está usted, señora?

—Muy bien, gracias.

—Ah, me alegra muchísimo oír eso. Mañana pasaré por ahí a hacerles una visita. El hombre para el que trabajo me pidió que llamase antes para avisarlos.

—Comprendo. Y dígame, ¿para quién trabaja?

Dunphy soltó una risita.

—Mire, es mejor no hablar de ello por teléfono… es que… es un hombre muy discreto. Pero tenemos varias cuentas en su banco. Creo que las abrió un tal señor Thornley. —Silencio—. Bueno, hace tiempo que no le veo el pelo a ese bromista, pero el caso es que voy a retirar cierta cantidad. Y el gran hombre, es decir, mi jefe, ha pensado que sería conveniente que yo los llamase antes de ir… dada la cantidad de que se trata.

—Bien, es muy considerado por su parte.

—Gracias, señora, se lo diré a él de su parte. Bueno, verá, lo cierto es que nosotros estamos tan atareados como un perro con dos pollas…

—¿Cómo dice?

—He dicho que estamos tan atareados como un perro con dos pollas. Es un dicho propio de esta zona y significa que tenemos muchísimo trabajo. El caso es que voy a necesitar trescientas mil libras…

—Oh, vaya, qué barbaridad…

—Y… bueno, les agradecería que tuvieran el dinero preparado cuando yo llegue. En billetes de cien, si es posible, o en su defecto, de cincuenta.

—Sí, bueno… ¿ha dicho usted que es el señor… el señor Taylor?

—No, señora. Soy el señor Brooks; Taylor es el nombre de pila.

—Perdone.

—No hace falta que se disculpe, señora. Me sucede continuamente.

—Y la cuenta…

—Bueno, mire, eso no es algo en lo que tengamos que entrar ahora, pero si hace el favor de decirle al señor Picard que he llamado y que se trata de las cuentas de Crozet, en Virginia, él sabrá exactamente quién soy.

—Comprendo.

—Bien. ¡Alabado sea Dios! Eso es todo lo que tenía que decir. Sólo quería avisarlos. Estoy impaciente por verlos… a primera hora de la mañana. Hasta entonces.

Y dicho eso, colgó.

—¿Con quién hablabas? —preguntó Clem, sobresaltándolo, cuando Dunphy se dio la vuelta.

—Con el banco —dijo, al tiempo que le cogía de la mano uno de los billetes—. Por Dios, Clem, te juro que voy a acabar poniéndote un cascabel para que no me des estos sustos.

—Sí, bueno, pero ¿con quién hablabas? ¿Por quién te hacías pasar? Parecías un personaje salido de una serie de televisión antigua.

—Gracias —le agradeció Dunphy secamente—. Hago lo que puedo. ¿De dónde sale el tren?

—De la vía diecisiete. Aún faltan unos cuatro minutos.

Clem miraba a Dunphy de un modo raro, como si precisamente ahora empezara a comprender que aquel hombre era mucho más de lo que ella imaginaba.

Anduvieron a paso rápido, aunque sin llegar a correr, por la estación, que estaba abarrotada de gente. Al llegar a la vía 17 iniciaron una corta carrera en dirección a la parte delantera del tren, donde esperaba el último vagón de primera clase. A excepción de un matrimonio mayor impecablemente vestido que se peleaba con unas bolsas de la compra y de un joven que hablaba de manera jactanciosa por un teléfono móvil, en el andén no había nadie más.

Dunphy se dejó caer en un asiento de la parte de atrás del vagón y cerró los ojos. Pensaba en el Banque Privat. La secretaria, o quienquiera que fuese la mujer con la que había hablado, le comentaba al viejo Picard su llamada telefónica, y él reconocería inmediatamente la referencia a Crozet.

Se trataba de unas cuentas que Dunphy había abierto a nombre del reverendo James McLeod, un fornido evangelista que ejercía el ministerio en la radio y en la televisión y que se embolsaba para la Iglesia Primitiva del Segundo Bautista unas ganancias de cincuenta mil dólares a la semana, en metálico y en cheques, que sus arrobados seguidores le enviaban por correo. Los talones y el diez por ciento del dinero en efectivo se declaraban debidamente y se rendía cuenta públicamente de su uso. El noventa por ciento restante se sacaba al extranjero de manera ilegal y se ingresaba en las cuentas que McLeod tenía abiertas en el Banque Privat.

Dunphy no tenía intención —ni posibilidad alguna, evidentemente— de tocar aquel dinero. Ya no era signatario de ninguna de las cuentas, y si había hecho referencia a ellas era simplemente para asegurarse de que Picard tendría el dinero disponible al día siguiente… pero sin proporcionarle pista alguna de la llegada de Merry Kerry.

El tren dio una sacudida. Dunphy abrió los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó.

Clem negó con la cabeza.

—No, no estoy bien. No sé qué está pasando, ni quién eres, ni a qué viene todo esto. Y no hay derecho. Porque probablemente sea a mí a quien van a matar.

Dunphy se removió incómodo en su asiento.

—No, no es eso. Pero es que… bueno, resulta bastante complicado. —Clementine soltó un gruñido y miró a otra parte—. ¡Vale! Lo siento. Es que… —Dunphy bajó la voz—. Mira, ten paciencia. —Se quedó pensando durante un momento y luego preguntó—: ¿Recuerdas que el otro día te hablé de una cosa llamada necesidad de saber? Te dije que tú no la tenías, pero ahora veo que sí la tienes. Pensaba que cuanto menos supieras, más segura estarías, pero… bueno, me equivoqué. —Dunphy hizo una pausa, pues no sabía cómo seguir. Al cabo de unos instantes continuó hablando—: El caso es que he metido la pata. No hay ma­nera de arreglarlo, y ahora… bueno, ahora estamos metidos en un buen lío. Los dos. —Suspiró—. ¿Tienes un cigarrillo?

Clem parpadeó.

—Tú no fumas.

—No, pero había pensado en volver a fumar. ¿Por qué no? —Al ver que Clem no se reía, se apresuró a seguir hablando—: Bueno, la verdad es que cuando te dije que había dejado la Agencia, que estaba…

—En el paro.

—Eso… cuando te dije que estaba en el paro… bueno, en realidad eso era decir poco.

La muchacha lo miró con ironía.

—¿Qué significa eso?

—Pues significa que, aunque es cierto que ya no trabajo para la Agencia, hay algo más.

—¿Como qué?

—Como lo que has visto hace un rato. Me buscan, y es evidente que están bastante cabreados.

—¿Quiénes?

—Las personas para las que trabajaba. Y ya ves, lo que ha pasado es que… le han estado siguiendo la pista a mis tarjetas de crédito para ver si averiguaban dónde me había metido. Yo sabía que lo harían, así que, como es natural, no las usé. Pero luego, cuando fuiste a comprar la chaqueta… se me olvidó advertirte. Como escuchaba a Simón y…

—¿Y qué es exactamente lo que has hecho? —preguntó Clem con un gesto de impaciencia. Pronunció las palabras como si Dunphy fuese sordo y tuviera que leerle los labios—. ¿Qué les has hecho para que estén tan enfadados contigo?

Dunphy manoteó en el aire como para desechar aquella pregunta.

—¿Qué tiene eso que ver? La cuestión es…

—¿No se tratará por casualidad de malversación de fondos?

—inquirió Clementine, más intrigada y excitada que asustada—. ¿No te habrás dedicado a malversar fondos?

La agitación de la muchacha hizo sonreír a Dunphy.

—No se trata de dinero —explicó—. Fue más bien… una cuestión de información. Lo que hice, en cierto modo, fue malversar información. —Clem frunció el ceño sin comprender, y Dunphy continuó hablando—. Me entró curiosidad sobre el asunto de Schidlof, y ahora…

No pudo acabar la frase. Sonaba melodramático.

Pero Clem no daba el brazo a torcer.

—¿Ahora qué? —preguntó.

El tren dio otra sacudida y empezó a moverse.

—Pues que ahora quieren matarme —dijo Dunphy.

Clementine se quedó callada durante bastante rato; luego preguntó:

—¿Cómo nos han encontrado?

—Ya te lo he dicho: siguieron el rastro de la tarjeta de crédito. Conservé una de las tarjetas que tenía para sacar dinero de un cajero automático y después olvidé tirarla. Luego te la di cartera en Camden Town y tú la utilizaste para comprar la chaqueta. Entonces los de la tarjeta llamaron por teléfono a Langley y les comunicaron que había habido movimiento en una de las cuentas que les habían pedido que vigilasen.

—Ellos no harían una cosa así —aseguró Clem, negando con la cabeza.

—¿Quiénes?

—Visa. O American Express.

—¿Por qué no?

—¡Porque es una violación de la intimidad!

Dunphy se la quedó mirando fijamente; después dijo:

—Tienes razón. Qué tonto soy. Sabe Dios cómo he podido

pensar una cosa así.

—Y dime… ¿quién es Langley?

—Es un lugar, no una persona. Se halla cerca de Washington. Y si puedes suspender tu incredulidad aunque sólo sea un minuto, acabaré de contarte lo que pasó. Cuando los tipos de la tarjeta de crédito llamaron a Langley, los de la Agencia llamaron a la embajada en Londres…

—¿Pero cómo sabes todo eso? ¡Te lo estás inventando!

—No, no me lo invento. Así es como se hacen las cosas.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque yo también las he hecho!

—¿Has matado a personas?

Clem parecía aterrada.

Dunphy negó con la cabeza.

—¡No! Pero las he localizado.

—¿Y por qué lo hacías?

—Pues no lo sé. ¿Qué más da eso? La cuestión es que unos diez minutos después de llamar a la embajada, dos tipos…

—¿Qué tipos?

—Los de antes. Se montaron en el coche…

—En el Jaguar.

—Exacto. Se montaron en el Jaguar y se dirigieron a Camden Town. Allí se pusieron a buscar la tienda, y cuando la encontraron repasaron los recibos del día hasta que hallaron una transacción de sesenta libras. Entonces le preguntaron al dependiente de la tienda si recordaba haber hecho esa venta. —Dunphy hizo una pausa—. Y al parecer la recordaba, lo cual no me sorprende, desde luego. Sería un verdadero estúpido si no recordara a una chica tan guapa como tú.

A Clementine se la veía apesadumbrada.

—Fue Jeffrey. Es amigo de Simón.

—Así que se trata de alguien que conoces.

—No, sólo nos saludamos —respondió ella, encogiéndose de hombros—. En cierta ocasión compartimos un taxi, y me comentó que tenía esas chaquetas en la tienda. —Guardó silencio durante unos segundos y luego se volvió de nuevo hacia Dunphy—. ¿Por qué van a por ti? Eso significa que les has hecho algo, ¿no?

Dunphy movió las manos en el aire.

—Pues no. Es decir, anduve por ahí haciendo preguntas… y es evidente que algunas fueron bastante inoportunas. O quizá fuesen preguntas acertadas, pero… No sé qué decirte. No acabo de verlo claro.

—¿Alguien intenta matarte y no sabes por qué?

El sarcasmo de Clem lo irritó.

—Bueno, intento averiguarlo, ¿no es cierto? ¡No creas que no he pensado en ello! Y comprenderás por qué siento curiosidad.

Clementine se encogió un poco ante la dureza del tono de voz que había empleado Dunphy. Finalmente, y con voz apagada, le preguntó:

—¿Adonde vamos?

Dunphy miró por la ventana del tren y contempló el paisaje invernal.

—No lo sé —dijo—. Pero este tren empieza a parecerse mucho a una ratonera.

El aeropuerto de Southendon-Sea era lo suficientemente desconocido como para que Dunphy estuviese seguro de que nadie los buscaría allí. La Agencia tardaría unas horas en esclarecer el infortunio de Curry y en inventarse un motivo para que el MI5 pusiera a Dunphy en sus listas de personas buscadas. Para en­tonces, Clem y él se encontrarían a bordo de un vuelo de British Midland camino de St. Helier.

St. Helier era la capital de Jersey, la mayor de las islas Anglo-normandas, también llamadas islas del Canal, un dominio británico a sólo doce millas de la costa de Francia, un anacronismo feudal; un paraíso fiscal bilingüe con más empresas que habitantes. Famoso por el clima suave, Jersey era uno de los lugares bancarios preferidos de la desafortunadamente difunta Anglo-Erin Services y de su propietario, K. Thornley.

Por eso Dunphy decidió no alojarse en su acostumbrado refugio, donde la dirección lo conocía por su seudónimo, sino alquilar una suite en el hotel Longueville Manor, bastante más elegante. (O, como se lo conocía tiempo atrás, El Longueville Manor.)

El Manor, un montón de granito y baldosas de estilo eduardiano recubierto de hiedra, se hallaba situado en un bosque privado, a unos kilómetros de la capital. Cuando el taxi que los llevaba llegó al camino circular que hacía las veces de entrada para vehículos del hotel, Clem hizo un comentario sobre el aspecto siniestro del edificio, tan opaco en medio de la bruma invernal.

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