Read El tesoro del templo Online

Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (18 page)

BOOK: El tesoro del templo
13.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ciego, como ante Aquel que creó la Tierra con todas sus simas, los mares con sus abismos, las estrellas con su altura insondable.

De madrugada encontré la carretera de Jerusalén, hice autostop y fui recogido por un camión militar en el que dormitaban los soldados después de una larga noche de guardia.

En el hotel, llamé a mi padre y le hice partícipe de mi aventura de la noche y de mi proyecto de viaje a París. Su reacción, para mi gran sorpresa, fue parecida a la de los esenios. Me pidió que renunciara al viaje.

—Pero si tú mismo viniste a buscarme a las cuevas —respondí—, ¿ahora me impides que vaya hasta el fin de mi misión?

—¿Te das cuenta del peligro que corres al seguir esta investigación fuera de Israel?

—Escucha —respondí—, bien podría suceder que el Pergamino de Plata contuviera la clave del misterio. Además, es la única pista que tenemos.

Cuando vi a Jane, no le conté los acontecimientos de la noche: había decidido seguirla, proseguir la investigación, casi a mi pesar, contra la voluntad de los esenios. Sin embargo, como había actuado cediendo a un impulso, aún no conocía el alcance de mi acto e ignoraba qué fuerza secreta, más poderosa aún que la de mi comunidad, me había impulsado a actuar así.

La miré, no podía dejar de mirarla. Sus ojos negros de largas pestañas me envolvían; la delicadeza y la transparencia de su piel me atraían; habría podido grabar en ella letras de oro como en un pergamino. Veía palabras que descifraba sobre su piel, y cada día advertía en ella nuevos misterios.

En Tel Aviv tomamos el avión a París y allí nos alojamos en un hotel cerca de la estación Saint-Lazare.

Era primavera. Soplaba una ligera brisa y el cielo era hermoso. Jane iba vestida con un pantalón y una blusa de colores claros. Yo llevaba las ropas que había comprado a toda prisa en las tiendas del aeropuerto: una camiseta y un pantalón vaquero sobre el que colgaban las filacterias del pequeño chal de oración que no abandonaba jamás. También me había afeitado la barba ritual y mi rostro aparecía bajo una luz distinta, como si llevara puesta una máscara (¿o como si me la hubiera quitado?) Descubrí, como si pertenecieran a otro, mi mandíbula cuadrada, mis mejillas hundidas, mi boca de labios delgados.

Tomamos habitaciones separadas; estábamos bajo el mismo techo, era ya tarde, de noche. Nos saludamos y cada cual cerró su puerta.

Me parecía oír su respiración al otro lado del tabique. En mi espíritu se agitaban las sombras de su rostro, sobre mis labios el fuego de su boca, en mi frente el arrebato de su mirada, en mi alma el desmayo de sus sueños. No sé cómo pude resistir el deseo de reunirme con ella, la llamada de su nombre era demasiado fuerte. Débil al otro lado del tabique, me debatía, presa de una sensación tal que ya no podía vivir, ni existir, ni respirar. En la noche, yo ya no era nada. Me arrojé contra la almohada, manteniéndome despierto para no debilitarme, para no morir. Estaba transido de frío, y, sin embargo, mi rostro ardía; anhelé el alba, la luz del día, pero tardaba en venir, y yo no veía nada, no conseguía salir de aquel mundo silencioso que me envolvía bajo su helada cobertura. La imaginé en su sueño y me imaginé a su lado, desrizándome suavemente entre sus sábanas, entre sus sueños, entre sus brazos, mis labios sobre sus labios, mis manos sobre su corazón, mi corazón latiendo con todas sus fuerzas. Todos los deseos del mundo se concentraban en mí, que había vivido sin ella como un asceta, y ahora me estremecía de impaciencia. La quería toda para mí, y unirme a ella eternamente. Y desaparecía, mudo de ternura, como una chispa, un grano de arena, una mota de polvo sobre la roca. Desaparecía y en el mundo no quedaba nada más que ella.

Al día siguiente, como estaba previsto, fuimos a la Embajada de Polonia, cerca de la explanada de los Inválidos, porque en ella se encontraba el Centro Polaco de Arqueología y Paleografía.

Cruzamos el patio interior de un edificio suntuoso cuyo interior estaba adornado con molduras, pinturas y artesonados dorados de estilo barroco.

Pedimos ver a Josef Koskka. Unos minutos más tarde apareció una mujer de unos cuarenta años, alta, encaramada sobre unos tacones altísimos, elegantemente vestida con un traje sastre oscuro. Tenía un rostro largo de rasgos finos y una boca subrayada por un carmín color sangre.

—¿Qué desean? —dijo.

—Queremos ver a Josef Koskka.

—En este momento es imposible. Lo siento.

—Es muy importante —insistió Jane—. Estamos investigando el asesinato del profesor Ericson.

—Están investigando —repitió la mujer con aire dubitativo.

Me miró de arriba abajo. Los hilos blancos de mi pequeño chal de oración sobresalían de mis vaqueros, porque la costumbre dicta que tienen que ser visibles. Llevaba una kipá negra en la cabeza, discreta, pero que pareció no escapar a su mirada penetrante.

—Dígale que hemos venido a propósito del Pergamino de Plata —dije.

Unos minutos más tarde nos acompañó hasta lo alto de una escalinata de mármol cubierta por una espesa alfombra roja. Mientras esperábamos, entró en una habitación de la que salió casi inmediatamente. En su rostro, de tez muy pálida, ojos claros casi oblicuos, labios rojos, vi unas arrugas que formaban la letra
,
'ayn
, que significa mal asentado, que comporta un desequilibrio.

Nos hizo entrar en un despacho lleno de libros y objetos antiguos. Josef Koskka estaba allí, sentado a su mesa de despacho, con un bolígrafo en la mano, como si se dispusiera a escribir.

—Gracias, señora Zlotoska —dijo mientras la mujer salía del despacho—. Ary, el escriba —añadió—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Y por ti, querida Jane?

—Ayudarnos —murmuró Jane.

Koskka reflexionó un instante, mientras juegueteaba nerviosamente con su bolígrafo. Luego tomó un cigarrillo, lo introdujo en una boquilla negra y lo encendió con la mirada perdida en el vacío.

—Sabéis tan bien como yo —dijo bajando la voz— que en todo lo relativo al Pergamino de Cobre nuestro objetivo es evitar la publicidad y proseguir las investigaciones, diría… en secreto. De ese modo respetaréis el trabajo de Ericson. Sabéis que era el único que creía desde el principio en este proyecto. Todo el mundo pensaba que el Pergamino de Cobre era un documento escrito por los esenios. De todos modos, los miembros de la Escuela Bíblica y Arqueológica habían difundido la idea de que se trataba de una broma, un juego estúpido que no conducía a ninguna parte. Pero Peter sabía que tenía que existir una razón sólida para que unos hombres se entregaran a una tarea tan ardua como grabar un rollo de cobre.

—¿Quiénes son sus enemigos? —le interrumpí.

—Por descontado, quienes piensan que el pergamino no indica ningún tesoro.

—¿Y usted qué piensa? —pregunté.

—Que eso es falso. Real y verdaderamente existe un tesoro.

—Me gustaría mucho ver el original —murmuré, como para mí—, el que fue grabado por los escribas. Querría intentar recuperar su estado de ánimo a través de la contemplación de las letras.

—Nada más fácil —dijo Koskka—. En marzo, en presencia de Su Majestad la reina Nor de Jordania, el pergamino fue devuelto al reino hachemita de Jordania. Yo mismo ayudé a restaurarlo.

—¿Así que el pergamino está en Jordania? —dije descorazonado.

—No exactamente. En este momento el pergamino está en el Instituto del Mundo Árabe, en el marco de la exposición dedicada a Jordania. Servidor se ocupa de ella.

—¿Qué sabe del Pergamino de Plata? —pregunté bruscamente.

—Sabemos que lo tiene usted —añadió Jane—. Y nos gustaría verlo.

Justo en ese momento sonó el teléfono. Koskka respondió.

—Sí —dijo Koskka—. Esta noche. De acuerdo.

Tapó el aparato con la mano.

—Bueno —dijo sin responder a la petición de Jane—. Ha llegado el momento de despedirme de ustedes.

Lo dijo con un tono que no admitía peros. Nos encontramos fuera en menos tiempo del que hace falta para decirlo.

—¿Qué opinas? —preguntó Jane cuando estuvimos fuera de la Embajada.

—Bastante glacial, ¿no?

—Es un hombre extraño… Creo que deberíamos saber más sobre él. Y hay que esclarecer el misterio del Pergamino de Plata.

—Y, por supuesto —dije—, tienes un plan.

Hacia las seis de la tarde, Jane y yo nos apostamos delante de la Embajada de Polonia.

Unos minutos más tarde, Koskka salió. Subió a un autobús delante de la explanada de los Inválidos. Nos metimos en el coche que habíamos alquilado y tomé el volante. El autobús nos guió hasta la XXª Circunscripción de París. Koskka bajó, dio unos pasos por la calle de Bagnolet, luego giró de golpe y entró en un callejón sombrío y estrecho. Por fin, sacando unas llaves de su maletín, se detuvo ante la puerta de un edificio pequeño de viviendas en el que entró.

Nos quedamos unos instantes más dentro del coche, aparcados frente a la casa, preguntándonos qué podíamos hacer. ¿Teníamos que esperar? ¿Provocar una nueva entrevista con él? Las luces del segundo piso se encendieron y se apagaron de nuevo; tal vez Koskka se había acostado. Empezábamos a pensar que no habíamos adelantado mucho cuando los faros de una camioneta nos cegaron.

Entonces se abrió la puerta de la casa y la cabeza de Koskka asomó por el resquicio de la puerta. Cuando vio que llegaba la camioneta, salió con un paquete en las manos. El vehículo se detuvo al llegar a su altura, para dejarle subir.

Cuando el conductor arrancó, Jane y yo le seguimos. La camioneta nos condujo a través de un largo y curioso recorrido. No iba deprisa, no teníamos ningún problema para seguirla. Yo cuidaba de dejar que un coche se interpusiera entre nosotros para que no notaran nuestra presencia. En primer lugar, nos trasladamos al barrio de Saint-Germain-des-Prés. Ante la Cervecería Lip, la camioneta se detuvo bruscamente. Allí parecía esperarla un hombre de unos cincuenta años, que llevaba varios libros en la mano. Subió rápidamente al vehículo mirando a derecha e izquierda, como si temiera que le vieran. Luego nos dirigimos al barrio de la Ópera. En la calle del Cuatro de Septiembre nos detuvimos frente a un gran edificio, sede de una compañía financiera. Allí, después de unos minutos de espera, un hombre atravesó el portal, hizo una seña al conductor y subió a su vez. Hubo varias paradas más hasta los Campos Elíseos, en las que subieron varios hombres. La camioneta prosiguió su camino por el cinturón de París y al final se detuvo al oeste de la capital, en la puerta de Brancion.

El lugar de destino era una calleja particularmente estrecha, en la que se elevaba, en medio de varios edificios vetustos, una curiosa construcción en ruinas, una especie de casa solariega con una torre cubierta por un tejado cónico apenas visible desde la calle, porque un grupo de árboles la disimulaba. Uno de los hombres bajó de la camioneta y se paró delante de una pesada puerta de madera, que empujó. Todos los pasajeros salieron silenciosamente y entraron en el edificio. La camioneta se fue inmediatamente.

Aparcamos el coche y, después de esperar un breve instante, bajamos a nuestra vez. Desde la puerta no se oía ningún ruido. La calle estaba desierta. Intercambié una mirada con Jane. Estaba dispuesta. Empujé el pesado portón y entramos con paso felino. Allí, un oscuro pasillo daba a otra puerta. Cruzamos el pasillo echando ojeadas detrás de nosotros. Nadie parecía seguirnos. De repente, detrás de la puerta, oímos unas voces.

—Hermanos, tened paciencia hasta el cumplimiento de nuestra misión, ¡porque el día está cerca! Sí, es un hecho que Jerusalén no está en paz, y lo sabemos. Pero proseguiremos nuestra obra, nuestra misión en este mundo.

El silencio duró largos minutos, luego la voz resonó de nuevo.

—Hermanos, han querido amedrentarnos, han intentado destruirnos al matar al profesor Ericson.

Después de estas palabras, se produjo un barullo espantoso. Entre ruidos metálicos y pies que golpeaban el suelo, gritos y suspiros, unas voces pedían venganza y gritaban: «¡A mí, Baucéant, al rescate!»

—Pero existe la posibilidad —prosiguió la voz, que tenía la sensación de haber oído en alguna parte—, de que esta generación, nuestra generación, aporte la paz. No ignoráis el motivo que nos reúne aquí: vamos a reconstruir el Templo, ¡el Tercer Templo! Gracias a los escritos del profeta Ezequiel, conocemos las dimensiones exactas de ese Templo sin igual. ¡Gracias a nuestros arquitectos, tenemos las medidas, que son las dimensiones de la Explanada situada al norte de la mezquita Al-Aqsa! Nuestros ingenieros han trabajado sobre esas medidas y ahora sabemos que es posible reconstruir el Templo en su verdadera posición, en la Gran Explanada, ¡en el mismo lugar en el que se sitúa la Cúpula de la Roca!

Se produjo un silencio. Jane y yo nos miramos, estupefactos.

—¿Quiénes son esos hombres? —susurré.

Me hizo seña de que lo ignoraba. Entonces me acerqué a la puerta, sobre la que, a la altura de la vista, había un ventanillo de unos diez centímetros de largo, protegido por una rejilla.

Me situé ligeramente de lado para que no me vieran desde dentro y atisbé una gran sala en la que todo estaba tapizado de negro e iluminado con cruces rojas. En el centro había un catafalco adornado con una corona e insignias misteriosas. Junto a él estaba dispuesto un trono. A su alrededor, una especie de destacamento formaba guardia delante de un centenar de personas vestidas con túnicas blancas y rojas cubiertas por un manto de armiño herido por una cruz roja, y la misma cruz se repetía en las paredes de la sala. De repente recordé la crucecita que Jane había recogido cerca del altar: me pareció que se trataba de la misma.

BOOK: El tesoro del templo
13.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Killing the Secret by Donna Welch Jones
Everspell by Samantha Combs
Hotshot by Catherine Mann
Hija de Humo y Hueso by Laini Taylor