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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

El tesoro del templo (17 page)

BOOK: El tesoro del templo
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La luna iluminaba la tierra con su luz blanca, excavando profundas grietas en las rocas y en el curso torturado de los torrentes que llegaban al mar, en el que se reflejaban las montañas del Moab por un lado y los golfos del desierto de Judea por el otro.

A mitad de camino entre los dos picos y el mar Muerto, se podía distinguir una terraza de marga sobre la que se recortaban unas ruinas, y en las paredes rocosas del desierto, en las cavidades excavadas por las aguas, nuestras grutas se escondían de las miradas, rodeadas por los
ued
que vierten al mar.

Una vez en Qumrán, me dirigí a la sinagoga, una gran cavidad oblonga en cuyo extremo se hallaba una sala que servía de lugar de reuniones del Consejo Supremo. Allí estaban Isakar, Peres y Yov, los sacerdotes Cohanim y Ashbel, Ehi y Muppim, los Levi, así como Guera, Naamane y Ard, hijo de Israel, acompañado por Levi el Levi.

Aquí, en esta sala, nadie habla antes que otro de mayor edad, ni antes que aquel que estaba inscrito primero, ni antes del hombre al que se interroga. Y en las sesiones de los Numerosos, nadie habla antes que el inspector de los Numerosos.

Pero yo había sido ungido, yo era el Mesías. Por eso me correspondía el derecho de dirigirme a los Numerosos, sentados sobre taburetes de piedra, todos vestidos de blanco.

—Tengo algo que comunicar a los Numerosos —les anuncié.

En esta ocasión, ningún grito, ningún tumulto turbó mis palabras y me expresé en un silencio absoluto.

—Os explicaré —dije con una voz que la gruta hacía resonar alta y clara—, os explicaré lo que he hecho y lo que he visto cuando me encontraba en Jerusalén.

Lo narré todo, hasta el más mínimo detalle. Les hice partícipes del asesinato de la familia Rothberg, les hablé de los hombres que me habían seguido y que habían atentado contra mi vida. Añadí los nuevos datos sobre el asesinato del profesor Ericson y asimismo lo que había sabido por mi padre: que el tesoro del Pergamino de Cobre ya no se encontraba en el desierto de Judea, que había sido trasladado, y que quizás el Pergamino de Plata que habían custodiado los samaritanos contenía alguna pista.

El silencio que había envuelto mis palabras se prolongó hasta bastante después de que hube terminado. Luego, Levi se levantó.

—Desconfiemos de los espíritus malignos —dijo— y de los espíritus terroríficos, para que advenga el Espíritu de Dios, insondable y todopoderoso. Tienes que reunir tus fuerzas, sin ningún miedo. No les temas, porque su deseo tiende hacia el caos. Nunca olvides que el combate es tuyo y que de ti viene el poder, como así fue declarado en una ocasión:
Una estrella ha surgido de Jacob, un cetro se ha alzado de Israel, y golpea las sienes de Moah, y derriba a todos los hijos de Seth
.

Entonces Ashbel, el Maestro de la Intendencia, se levantó. Era un hombre pequeño, de rasgos hieráticos y rostro de bronce.

—¿Cuál es la relación entre el tesoro del Templo y el asesinato del profesor Ericson? —preguntó.

—El profesor Ericson iba en busca del tesoro del Pergamino de Cobre. Creemos que ha sido asesinado por esa razón.

—¿Crees que hay un traidor entre nosotros? —preguntó Ard, el simple de espíritu.

En efecto, el profesor Ericson había muerto en el yacimiento de nuestros antepasados, y no por casualidad, dado que nos buscaba y sabía que los esenios habían designado a su Mesías. ¿Cómo podía saberlo? Oh, Dios mío, ¿qué significaba todo eso?

—Todo terminará por tener sentido. Pero, para comprenderlo, habré de partir —dije—. Tengo que realizar un largo viaje, porque el Pergamino de Plata se encuentra, sin duda, en París.

—Quieres partir —dijo Levi el Levi.

—A Francia, a Europa —dije—. Donde haga falta.

—Es imposible —respondieron Ehi y Muppim, los Levi.

—¿Imposible?

—No puedes salir de aquí —dijo Levi—. Tu misión tiene que realizarse entre nosotros, con nosotros. No debes correr peligro. Nos has dicho que tu padre pensaba que Shimon Delam podría utilizarte como señuelo. Si te vas lejos, ¿quién te protegerá?

—Tengo que irme —repetí—. Es necesario. Por todos nosotros. Por nuestra seguridad.

Guera, el Maestro del Consejo, se levantó.

—Cuando surge un problema en la comunidad —dijo con su voz grave—, la asamblea se constituye en tribunal, lo sabes. En lo que se refiere a los juicios, nos esforzamos en ser escrupulosos y justos. Y cuando juzgamos reunidos en número de cien por lo menos, nuestra decisión es irrevocable. Y para quien ha cometido faltas graves, se ha establecido la pena de excomunión. El excluido muere de consunción en el destino más miserable. En efecto, sujeto por los juramentos y por las costumbres, no puede tomar parte en la alimentación de los demás, y, con el cuerpo enflaquecido por el hambre, se ve reducido a comer hierba. Para aquel que blasfema contra la palabra del Legislador, está prevista la pena de muerte. Para saber si debes partir, si debes proseguir con esta misión, es preciso reunir al tribunal.

—Es la hora de la comida —interrumpió Ashbel.

Entonces me invitaron a seguirlos a la gran sala que servía de refectorio.

Pronuncié la bendición sobre el vino, luego partí el pan. Aquellos gestos, que había realizado tantas veces desde que fui a vivir a Qumrán, de repente me parecieron extraños. A mi alrededor, cien hombres tenían los ojos fijos en mí. Todos me miraban como si intentaran capturarme con su mirada, y comprendí que no tenían ninguna intención de dejarme partir.

Aquella noche, como no lograba dormir a pesar del cansancio, salí. Muppim, acompañado por Guera, rondaba ante la entrada. Sin duda, los habían apostado allí para evitar que me marchara, que huyera.

Fui al scriptorium sin dirigirles la palabra. Había luna llena y veía cómo su sombra se deslizaba entre las piedras. Sentí la presencia de Muppim.

Sobre mi mesa estaban mis pergaminos, mis estiletes, todo mi material. «Tengo que escribir —pensé—, tengo que escribir porque el verbo quema.» La voluntad de decir es lo único que queda cuando todo parece perdido. Consideré el pergamino sobre el que estaba escribiendo; no el de Isaías, que recopiaba, sino el que estaba escribiendo: el pergamino de mi vida.

,
tet
, novena letra del alfabeto, posee el valor numérico 9 y representa el fundamento, la base de toda cosa. Se la encuentra por primera vez en la Biblia con la palabra
Tov
, que significa bien, bueno. Y
tet
, cambio de estado, es la única letra que se abre hacia arriba. Por ello la
tet
expresa el refugio, la protección, la asociación de las fuerzas para salvar la vida. Examinando la
tet
de cerca, observé que está compuesta por una
,
yod
, en el centro, rodeada por la
, una
kaf
girada, que tiene la misión de protegerla.

Estaba sentado en una especie de taburete construido con una pequeña tabla de madera colocada en diagonal y rematada por otra tabla horizontal. Imitando a la
tet
, lo coloqué encima de una roca que había en un rincón y lo empujé hasta la estrecha hendidura del techo que daba luz a la cueva.

Entonces, subido en él, conseguí trepar y deslizarme fuera de la cueva por aquella grieta que dejaba entrever el cielo.

Cuando salí, en plena noche, diez Numerosos me esperaban fuera.

QUINTO PERGAMINO
El pergamino del Amor

Ella se me apareció en su magnificencia

y la conocí

La flor de la vid dala uva,

y la uva produce el vino que regocija los corazones.

Por sus caminos apisonados anduve

porque la conocí siendo joven.

La escuché.

En su profundidad la comprendí

y ella me sació.

Por ello le rindo homenaje.

La contemplé

y realicé el bien.

La deseé

y nunca desvié el rostro.

La deseé

hasta sus últimos extremos.

Abrí la puerta

que permite descubrir el secreto.

Me purifiqué

para conocerla en la pureza.

Yo conservé la inteligencia del corazón,

y no la he abandonado.

Pergaminos de Qumrán,

Salmos pseudodavídicos.

En lo alto de la cueva, al claro de luna, reconocí a los diez hombres del Consejo.

—¿Pero qué hacéis? —pregunté al verlos formar un corro a mi alrededor—. ¿Acaso no soy el Mesías, vuestro Mesías?

—Te hemos ungido para que cumplas la misión —dijo Levi— y eres nuestro Mesías. Pero tienes que seguir nuestros textos. Eres nuestro Mesías, no nuestro rey. Eres nuestro enviado, no nuestro gobernador. Eres nuestro elegido, ¡pero no porque tú lo quieras!

El círculo se iba cerrando en torno a mí sin que yo pudiera hacer nada. En ese momento me miraban amenazadoramente. Entonces, como último recurso y apremiado por el apuro de aquella situación, hice lo increíble: metí la mano en mi camisa de lino, deshice el nudo al que estaba atado el revólver, lo extraje y encañoné a Levi.

—No os mováis —dije—. Apartaos y dejadme pasar.

Me miraron, incrédulos.

—Vamos —repetí—. Dejadme pasar.

Se apartaron. Me alejé sin volverles la espalda y sin dejar de apuntarles con el revólver hasta el momento en que desaparecí entre las rocas.

Corrí por el desierto, en el que reinaba un resplandor difuso e inquietante. Todo estaba velado por un halo borroso a través del cual se distinguían, moviéndose como fantasmas, las sombras de los arbustos, rocas o pequeños animales nocturnos, como escorpiones y serpientes. Temía que los esenios me persiguieran. En el firmamento poblado de estrellas sólo lucía una delgada luna en cuarto creciente, apenas visible. Hacía frío, mucho frío, y mi cuerpo, desnudo bajo mi túnica de lino blanco, se estremecía como un arbolillo azotado por el viento. El olor de azufre que procedía del mar Muerto era aún más penetrante que durante el día, casi me mareaba. El silencio profundo de la noche me envolvía, y el roce de mis pies sobre la arena me aterrorizaba. Me volvía sin cesar, con la certidumbre de ser seguido, pero eran sólo unas hienas; a veces percibía sus ojos amarillos y oía sus chillidos estridentes. La noche reinaba a mi alrededor: avancé con los ojos semicerrados, sobrecogido por un inmenso cansancio, casi sonámbulo. Avancé con el dolor de haber abandonado a mi comunidad, de haber amenazado a los míos con un arma.

¿Qué había hecho? ¿Qué violencia me había arrastrado?

Mi espíritu en tumulto no lograba concentrarse. Mis pasos me guiaban lejos de ellos, apremiándome a proseguir y a partir. También sabía en qué responsabililidad estaba incurriendo al huir, al desertar de ese modo. Conocía todas las leyes sobre el castigo de los infieles: las que se aplican a los traidores, a los que se adentran por los senderos del Mal, a los que hacen lo que está bien a sus ojos y siguen las malas inclinaciones de su corazón, a los que se dejan seducir por el pecado, a los que siguen los malos caminos, a los que han entrado en la Alianza para salir de ella, y a los que no escuchan los preceptos de los Justos.
Que nadie se acerque para tener comercio con ellos, pues están malditos
.

En ese instante, en la noche helada del desierto de Judea, habría querido que el ángel Uriel se presentara y guiara mis pasos, que me enseñara los ciclos de la luna y que ello me confortara, pero no había nada, ni ángel, ni nube, ni maná; yo estaba solo, solo bajo la luna, trastabillando entre las dunas, con los ojos fijos en la oscuridad como si estuvieran cubiertos por una venda, abrumado por lo que acababa de hacer.

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