Entonces miró hacia arriba para ver de dónde provenía el estruendo que llenaba el aire por encima del pueblo.
Y los vio.
Vio los dos helicópteros del Ejército, el Comanche y el Black Hawk II, a los que había dicho que aterrizaran en Vilcafor. Se cernían inmóviles sobre el pueblo con sus dos cañones gemelos Gatling y sus lanzamisiles apuntando directamente al equipo de la Armada y la DARPA que estaban debajo.
Race y los demás aparecieron por el sendero de la ribera del río unos minutos después.
Cuando llegaron a la calle principal de Vilcafor, los dos helicópteros del Ejército ya habían aterrizado y Nash estaba pavoneándose delante de los hombres de la Armada. En una mano sostenía el ídolo y en la otra una pistola SIG-Sauer plateada.
Las tripulaciones de los helicópteros del Ejército, seis hombres en total, dos del Comanche y cuatro del Black Hawk, apuntaban con sus M-16 al grupo de la Armada-DARPA.
—Ah, profesor Race. Me alegro de que se una a nosotros —dijo Nash cuando Race y los demás llegaron a la calle principal. Race, Renée y Van Lewen se quedaron mirando la extraña mezcla de miembros de la Armada y civiles que, con las manos entrelazadas a la nuca, permanecían en el centro del pueblo.
Race no respondió a Nash. Sus ojos se posaron sobre las cerca de doce personas de la Armada.
Supuso que si ese era el equipo de Romano, el verdadero equipo de la Supernova, entonces quizá…
Se quedó inmóvil.
Lo vio.
Vio a un hombre, un civil, entre el grupo de hombres de la Armada, vestido con ropas y botas de excursionismo. A pesar de que no lo veía desde hacía casi diez años, Race reconoció las cejas oscuras y la espalda encorvada al instante.
Estaba mirando a su hermano.
—Marty… —dijo Race.
—Profesor Race… —dijo Nash.
Race no le hizo caso y se acercó a zancadas hasta donde se encontraba su hermano. Se paró delante de él, pero no se abrazaron. Eran hermanos, pero dos hombres completamente diferentes.
Race estaba hecho un desastre. Estaba cubierto de barro y apestaba a orina de mono, mientras que Marty iba perfectamente acicalado y con la ropa limpia y prístina. Observó con los ojos como platos a Race, su ropa mugrienta y su vieja gorra manchada de barro como si de la criatura de la Laguna Negra se tratara.
Marty era más bajo que Race y, así como Race siempre tenía una expresión tranquila, no forzada, el rostro de Marty lucía un perpetuo ceño.
—Will… —dijo Marty.
—Marty, lo siento. No lo sabía. Me engañaron para que viniera con ellos. Dijeron que estaban con la DARPA y que te conocían y que…
Y entonces, de repente, Race se calló al ver a otro miembro del equipo de la Armada al que conocía.
Frunció el ceño.
Era Ed Devereux.
Devereux era un hombre de color de poca estatura y gafas. Era, a sus cuarenta y un años, uno de los profesores de lenguas antiguas más valorado en Harvard. Había quien decía que era el mejor profesor de latín del mundo. En ese momento permanecía callado en la fila de la gente de la Armada y la DARPA. Sostenía un libro con las tapas de cuero en uno de sus brazos. Race supuso que era la copia del manuscrito de la Armada.
Fue entonces cuando Race recordó que al conocer a Frank Nash en su despacho hacía dos días, al principio de todo aquello, le había recomendado a Nash que llevaran a Devereux a la misión en vez de a él, puesto que el profesor de Harvard era mucho mejor que Race en latín medieval.
Pero ahora… ahora Race sabía por qué Nash había insistido en llevarlo a él y no a Devereux.
Lo había hecho porque Devereux ya estaba cogido. Por el equipo auténtico de la DARPA.
—No logrará salir de esto con vida, Nash —le dijo uno de los hombres de la Armada-DARPA de mayor edad. Estaba completamente calvo y tenía el porte propio de los que están al frente de un cargo de responsabilidad. Era el doctor Julius Romano.
—¿Por qué dice eso? —dijo Nash.
—El Comité de las Fuerzas Armadas tendrá noticias de esto —dijo—. La Supernova es un proyecto de la Armada. No tienen nada que hacer aquí.
—La Supernova dejó de ser un proyecto de la Armada cuando fue robada de las oficinas centrales de la DARPA dos días atrás —dijo Nash—. Lo que significa que ahora el Ejército es la única fuerza armada de los Estados Unidos con una Supernova en su poder.
Romano dijo:
—Hijo de…
En ese instante la cabeza de Romano estalló en pedazos como un tomate. La sangre brotó por todas direcciones. Un segundo después su cuerpo caía al suelo inerte, sin vida, muerto.
Race se giró cuando se produjo el disparo, justo para ver a Nash con la pistola SIG-Sauer en posición. Nash avanzó por la fila de los miembros de la Armada y de la DARPA y apuntó con la pistola a la cabeza del hombre siguiente.
¡Pam
!
Disparó la pistola y el hombre cayó.
—¿Qué está haciendo? —gritó Race.
—¡Coronel! —gritó Van Lewen, incrédulo, e hizo un amago de levantar su G-11.
Pero, tan pronto como se movió, otra pistola SIG-Sauer apuntó a su cabeza. Al otro extremo de la pistola estaba Troy Copeland.
—Tire el arma, sargento —dijo Copeland.
Van Lewen apretó la mandíbula, tiró el G-11y miró a Copeland.
Lauren también estaba apuntando a Renée.
Completamente confundido, Race se giró para mirar a Marty, pero su hermano permanecía al final de la fila de los miembros de la Armada y la DARPA, mirando estoicamente hacia delante. Su único movimiento era un leve pestañeo cada vez que se oía un disparo.
—Coronel, esto es asesinato —dijo Van Lewen.
Nash se colocó delante de otro hombre de la Armada y le apuntó con la pistola.
¡Pam
!
—No —dijo—. Simplemente se trata de un proceso de selección natural. La supervivencia del más fuerte.
Nash llegó a Ed Devereux.
El menudo profesor de Harvard estaba ante él, temblando. Sus ojos se abrían temerosos tras sus gafas con montura de alambre. Todo su cuerpo temblaba de miedo. Nash apuntó con la pistola a la cabeza de Devereux.
Devereux gritó.
—¡No…!
¡Pam
!
El grito se cortó abruptamente y Devereux cayó al suelo.
Race no podía creer lo que estaba sucediendo. Estadounidenses matando a estadounidenses. Era una pesadilla. Se estremeció cuando Devereux cayó al suelo, muerto.
Fue entonces cuando vio el libro encuadernado en cuero que Devereux sostenía cuando le alcanzó el disparo. Yacía en el barro boca arriba, abierto, dejando entrever una serie de hojas viejas llenas de ilustraciones y caligrafía medievales.
Era el manuscrito de Santiago.
O, más bien, se corrigió Race, la copia parcial del manuscrito que había sido transcrita por otro monje en 1599, treinta años después de la muerte de Alberto Santiago.
—Coronel, ¿qué demonios está haciendo? —dijo Race.
—Estoy eliminando a la competencia, profesor Race.
Nash fue recorriendo la fila de hombres y mujeres, disparándolos a bocajarro con una tranquilidad pasmosa, uno tras otro. Sus ojos se mostraban fríos, desprovistos de cualquier emoción mientras ejecutaba a sangre fría a sus enemigos, a sus compatriotas estadounidenses.
Algunos de los miembros de la Armada-DARPA comenzaron a rezar cuando Nash apuntó con la pistola a sus rostros mientras que algunos civiles comenzaron a sollozar. Race, incapaz de parar la matanza, vio cómo los ojos se le llenaban también de lágrimas al contemplar las ejecuciones.
Pronto solo quedó un hombre, el último de la fila.
Marty.
Race observó a Nash delante de su hermano. Se sentía completamente impotente, no podía hacer nada para ayudar a Marty.
Y entonces, Nash bajó el arma. Se giró para mirar a Race, del que no despegó la mirada cuando comenzó a hablar:
—Lauren, ¿podrías traerme mi portátil del todoterreno, por favor?
Race frunció el ceño, confundido.
¿Qué demonios…?
Lauren se apresuró al todoterreno, que seguía aparcado delante de la ciudadela. Volvió un minuto después con el portátil de Nash, el que había estado usando en las fases iniciales de la misión. Se lo pasó a Nash quien, a su vez y de un modo totalmente inesperado, se lo pasó a Race.
—Enciéndalo —dijo Nash.
Race lo hizo.
—Haga clic en «Correo interno del ejército de EE. UU» —dijo Nash.
Race procedió a hacerlo.
Apareció una ventana con las palabras:
RED DE MENSAJERÍA INTERNA DEL EJÉRCITO DE EE. UU
.
La pantalla cambió y dio paso a una lista de correos electrónicos.
—Tiene que haber un mensaje con su nombre. Haga una búsqueda con el nombre «Race» —le ordenó Nash.
Race tecleó su nombre y apretó la tecla de búsqueda. Se preguntó adonde querría llegar Nash con aquello.
De repente, el ordenador emitió un
bip
: «2 mensajes encontrados».
La larga lista de correos se acortó en dos únicos mensajes.
—¿Ve el que tiene su nombre como asunto? —dijo Nash. Race vio el segundo mensaje e hizo doble clic con el botón izquierdo del ratón. En la pantalla apareció un correo:
—Solo quería que supiera que ya hace tiempo que debería estar muerto —dijo Nash.
Race sintió cómo se le helaba la sangre mientras miraba el correo electrónico.
Aquello era una sentencia de muerte, su sentencia de muerte. Una misiva del general al frente de la División de Proyectos Especiales del Ejército en la que ordenaba que lo mataran.
Santo Dios.
Intentó mantener la calma.
Miró la fecha y hora del correo.
El 4 de enero, a las 16.35.
La tarde del día que salió de Nueva York.
Por tanto, ese correo tuvo que llegar mientras estaban volando a Perú en el avión de carga.
El vuelo a Perú.
Parecía que hubiesen pasado años de aquello.
Y entonces Race recordó de repente que, en un momento del vuelo, había sonado una especie de timbre en el portátil de Nash. Lo recordaba perfectamente. Había sido justo después de que terminara de traducir la copia parcial del manuscrito que Nash tenía en su poder.
Y entonces cayó en la cuenta.
Esa era la razón por la que Nash lo había llevado consigo a Vilcafor. A pesar de que al principio de la misión Nash había dicho que si terminaba de traducir el manuscrito antes de que aterrizaran, Race no tendría que bajarse del avión. Sin embargo, Nash había llevado a Race con ellos. ¿Por qué?
Porque Nash no podía dejar ningún testigo.
Dado que la suya era una misión secreta, una misión del Ejército que intentaba batir a la Armada, Nash no podía correr el riesgo de dejar testigos potenciales con vida.
—Iba a matarle hace dos días —dijo Nash—, después de que abriéramos el templo. Pero entonces llegó ese equipo de la BKA alemana e interrumpió mis planes. Abrieron el templo y, bueno, quién habría adivinado con lo que iban a encontrarse. Pero entonces, tuvimos acceso a esas partes adicionales del manuscrito y me alegré de no haberle matado.
—No sabe lo que me complace que se alegrara —le respondió Race.
Justo entonces, más por curiosidad que por otra cosa, como seguía con el portátil, hizo doble clic en el otro mensaje que mencionaba su nombre, el que llevaba por asunto «Misión Supernova».
El correo apareció entero en la pantalla.
Sin embargo, era un mensaje que Race ya había visto antes, justo al inicio de la misión, cuando atravesaban Nueva York en la caravana de vehículos.
3 ENERO 1999. 22.01 RED INTERNA EJÉRCITO DE EE. UU. 617 5544 88211—05 N.° 139