Un día, en Dublín, Roger Casement, que había ido a ver a un médico por los dolores de la artritis, al cruzar el césped húmedo de St. Stephen's Green divisó a un franciscano que le hacía adiós. Era uno de los cuatro misioneros —los curas obreros— que habían partido al Putumayo a establecer una misión. Se sentaron a conversar en una banca, junto al estanque de los patos y cisnes. La experiencia de los cuatro religiosos había sido muy dura. La hostilidad que encontraron en Iquitos de parte de las autoridades, que obedecían órdenes de la Compañía de Arana, no los arredró —tuvieron la ayuda de los padres agustinos—, ni tampoco los ataques de malaria ni las picaduras de los insectos que, en los primeros meses en el Putumayo, pusieron a prueba su espíritu de sacrificio. Pese a los obstáculos y percances, consiguieron instalarse en los alrededores de El Encanto, en una cabaña semejante a las que construían los huitotos en sus campamentos. Sus relaciones con los indígenas, luego de un comienzo en que éstos se mostraron hoscos y recelosos, habían sido buenas y hasta cordiales. Los cuatro franciscanos se pusieron a aprender el huitoto y el bora y levantaron una rústica iglesia al aire libre, con un techo de hojas de palmera sobre el altar. Pero, de pronto, sobrevino esa fuga generalizada de gentes de toda condición. Jefes y empleados, artesanos y guardianes, indios domésticos y braceros fueron marchándose como expulsados por alguna fuerza maligna o una peste de pánico. Al quedarse solos, la vida de los cuatro franciscanos se hizo cada día más difícil. Uno de ellos, el padre McKey, contrajo el beriberi. Entonces, después de largas discusiones, optaron también por partir de ese lugar que parecía víctima de una maldición divina.
El regreso de los cuatro franciscanos fue un viaje homérico y un vía crucis. Con la merma radical de las exportaciones de caucho, el desorden y despoblamiento de las estaciones, el único medio de transporte para salir del Putumayo, que eran los barcos de la Peruvian Amazon Company, sobre todo el
Liberal
, se interrumpió de la noche a la mañana, sin previos aviso. De modo que los cuatro misioneros quedaron separados del mundo, varados en un lugar abandonado y con un enfermo grave. Cuando el padre McKey falleció, sus compañeros lo enterraron en un montículo y pusieron en su tumba una inscripción en cuatro lenguas: gaéleico, inglés, huitoto y español. Luego, partieron, a la buena de Dios. Unos indígenas los ayudaron a bajar por el Putumayo en piragua hasta su encuentro con el Yavarí. En la larga travesía la balsa zozobró un par de veces y tuvieron que alcanzar las orillas nadando. Así perdieron las pocas pertenencias que tenían. En el Yavarí, después de larga espera, un barco aceptó llevarlos hasta Manaos a condición de que no ocuparan camarotes. Durmieron en la cubierta y, con las lluvias, el mayor de los tres misioneros, el padre O'Nety, enfermó de pulmonía. En Manaos, por fin, dos semanas más tarde, encontraron un convento franciscano que los acogió. Allí falleció, pese a los cuidados de sus compañeros, el padre O'Nety. Fue enterrado en el cementerio del convento. Los dos supervivientes, luego de reponerse de la desastrosa peripecia, fueron repatriados a Irlanda. Ahora, había retomado su tarea entre los trabajadores industriales de Dublín.
Roger permaneció un buen rato sentado bajo los frondosos árboles de St. Stephen's Green. Trató de imaginar cómo había quedado toda aquella inmensa región del Putumayo con la desaparición de las estaciones, la huida de los indígenas y de los empleados, guardianes y asesinos de la Compañía de Julio C. Arana. Cerrando los ojos, fantaseó. La fecunda naturaleza iría cubriendo con arbustos, lianas, matorrales, maleza, todo los descampados y claros y, al renacer el bosque, retornaría de cantos, de pájaros, silbidos y gruñidos y chillidos de loros, monos, serpientes, ronsocos, paujiles y jaguares. Con las lluvias y derrumbes, en pocos años no quedaría huella de esos campamentos donde la codicia y la crueldad humanas habían causado tantos sufrimientos, mutilaciones y muertes. La madera de las construcciones se iría pudriendo con las lluvias y las casas desplomando con sus maderas devoradas por las termitas. Todas clase de bichos harían madrigueras y refugios entre los escombros. En un futuro no muy lejano toda huella humana habría sido borrada por la selva.
Se despertó, entre asustado y sorprendido. Porque, en la confusión que eran sus noches, en ésta lo había tenido sobresaltado y tenso durante el sueño el recuerdo de su amigo —ex amigo ahora— Herbert Ward. Pero, no allá en el África, donde se habían conocido cuando ambos trabajaban en la expedición de sir Henry Morton Stanley, ni después, en París, donde Roger había ido a visitar a Herbert y Sarita varias veces, sino en las calles de Dublín y nada menos que en medio del estruendo, las barricadas, los tiroteos, los cañonazos y el gran sacrificio colectivo de Semana Santa. ¡Herbert Ward en medio de los alzados irlandeses, los Irish Volunteers y el Irish Citizen Army, peleando por la independencia de Eire! ¿Cómo podía la mente humana entregada al sueño armar fantasías tan absurdas?
Recordó que hacía pocos días el gabinete británico se había reunido sin tomar decisión alguna sobre el pedido de clemencia. Se lo había hecho saber su abogado, George Gavan Duffy. ¿Qué sucedía? ¿Por qué esta nueva postergación? Gavan Duffy veía en ello una buena señal: había disensiones entre los ministros, no lograban la unanimidad indispensable. Había, pues, esperanzas. Pero esperar era seguir muriendo muchas veces cada día, cada hora, cada minuto.
Recordar a Herbert Ward lo apenó. Ya no serían amigos nunca más. La muerte de su hijo Charles, tan jo ven, tan apuesto, tan sano, en el frente de Neuve Chapelle, en enero de 1916, había abierto entre ambos un abismo que ya nada cerraría. Herbert era el único amigo de verdad que había hecho en el África. Desde el primer momento vio en este hombre algo mayor que él, de personalidad descollante, que había recorrido medio mundo —Nueva Zelanda, Australia, San Francisco, Borneo—, de cultura muy superior a la de todos los europeos que los rodeaban, incluido Stanley, alguien junto a quien aprendía muchas cosas y con quien compartía inquietudes y anhelos. A diferencia de los otros europeos reclutados por Stanley para esa expedición al servicio de Leopoldo II, que sólo aspiraban a obtener del África dinero y poder, Herbert amaba la aventura por la aventura. Era un hombre de acción pero tenía pasión por el arte y se acercaba a los Africanos con una curiosidad respetuosa. Indagaba por sus creencias, sus costumbres y sus objetos religiosos, sus vestuarios y adornos, que a él le interesaban desde el punto de vista estético y artístico, pero también intelectual y espiritual. Ya entonces, en sus ratos libres, Herbert dibujaba y hacía pequeñas esculturas con motivos Africanos. En sus largas conversaciones al anochecer, cuando armaban las carpas, preparaban el rancho y se disponían a descansar de las marchas y trabajos de la jornada, confiaba a Roger que algún día dejaría todos estos quehaceres para dedicarse a ser sólo un escultor y llevar vida de artista, en París, «la capital mundial del arte». Ese amor al África no lo abandonó nunca. Por el contrario, la distancia y los años lo habían aumentado. Recordó la casa londinense de los Ward, Chester Square 53, llena de objetos Africanos. Y, sobre todo, su estudio de París con las paredes cubiertas de lanzas, jabalinas, flechas, escudos, máscaras, remos y cu chillos de todas las formas y tamaños. Entre las cabezas de fieras disecadas por el suelo y las pieles de animales recubriendo los sillones de cuero, habían pasado noches ente ras recordando sus viajes por el África. Francis, la hija de los Ward, a la que apodaban
Cricket
(Grillo), todavía una niña, se vestía a veces con túnicas, collares y adornos nativos y bailaba una danza bakongo que sus padres acompañaban con palmadas y una melopea monótona.
Herbert fue una de las escasas personas a quien Roger confió su decepción con Stanley, con Leopoldo II, con la idea que lo trajo al África: que el Imperio y la colonización abrirían a los Africanos el camino de la modernización y el progreso. Herbert coincidió totalmente con él, al comprobar que la verdadera razón de la presencia de los europeos en el África no era ayudar al Africano a salir del paganismo y la barbarie, sino explotarlo con una codicia que no conocía límites para el abuso y la crueldad.
Pero Herbert Ward nunca tomó muy en serio la progresiva conversión de Roger a la ideología nacionalista. Solía burlarse de él, a la manera cariñosa que le era propia, alertándolo contra el patriotismo de oropel —banderas, himnos, uniformes— que, le decía, representaba siempre, a la corta o a la larga, un retroceso hacia el provincialismo, el espíritu de campanario y la distorsión de los valores universales. Sin embargo, ese ciudadano del mundo, como Herbert gustaba llamarse, ante la violencia desmesurada de la guerra mundial había reaccionado refugiándose también en el patriotismo como tantos millones de europeos. La carta en la que rompía su amistad con él estaba llena de ese sentimiento patriótico del que antes se burlaba, de ese amor a la bandera y al terruño que antes le parecía primario y despreciable. Imaginarse a Herbert Ward, ese inglés parisino, enredado con los hombres del Sinn Fein de Arthur Griffith, del Ejército del Pueblo de James Connolly y los Voluntarios de Patrick Pearse, luchando en las calles de Dublín por la independencia de Irlanda, vaya disparate. Y, sin embargo, mientras esperaba el amanecer tendido en el estrecho camastro de su celda, Roger se dijo que, después de todo, había algo de razón en el fondo de aquella sinrazón, pues, en el sueño, su mente había trata do de reconciliar dos cosas que quería y añoraba: su amigo y su país.
Temprano en la mañana, el
sheriff
vino a anunciarle visita. Roger sintió que se le aceleraba el corazón al entrar al locutorio y divisar, sentada en el único banquito de la estrecha habitación, a Alice Stopford Green. Al ver lo, la historiadora se puso de pie y se acercó sonriendo a abrazarlo.
—Alice, Alice querida —le dijo Roger—. ¡Qué alegría verte de nuevo! Creí que no nos veríamos otra vez. Por lo menos en este mundo.
—No fue fácil conseguir este segundo permiso —dijo Alice—. Pero, ya ves, mi terquedad terminó por convencerlos. No sabes a cuántas puertas llamé.
Su vieja amiga, que acostumbraba vestirse con estudiada elegancia, llevaba ahora, a diferencia de la visita anterior, un vestido ajado, un pañuelo atado de cualquier manera en la cabeza del que se escapaban unas mechas grises. Calzaba unos zapatos embarrados. No sólo su atuendo se había empobrecido. Su expresión denotaba cansancio y desánimo. ¿Qué le había ocurrido en estos días para semejante cambio? ¿Había vuelto a molestarla Scotland Yard? Ella negó, alzando los hombros, como si aquel viejo episodio no tuviera importancia. Alice no le tocó el tema del pedido de clemencia y su postergación hasta el próximo Consejo de Ministros. Roger, suponiendo que no se sabía aún nada al respecto, tampoco lo mencionó. Más bien le contó el absurdo sueño que había tenido, imaginando a Herbert Ward confundido con los rebeldes irlandeses en medio de las refriegas y combates de Semana Santa, en el centro de Dublín.
—Poco a poco se van filtrando más noticias de cómo ocurrieron las cosas —dijo Alice y Roger notó que la voz de su amiga se entristecía y enfurecía a la vez. Y advirtió también que, al escuchar que se hablaba de la insurrección irlandesa, el
sheriff
y el guardia que permanecían junto a ellos dándoles las espaldas se ponían rígidos y, sin duda, aguzaban el oído. Temió que el
sheriff
les advirtiera que estaba prohibido hablar de este tema, pero no lo hizo.
—¿Entonces has sabido algo más, Alice? —preguntó, bajando su voz hasta convertirla en un murmullo.
Vio que la historiadora palidecía un poco a la vez que asentía. Guardó largo silencio antes de contestar, como preguntándose si debía perturbar a su amigo abordando un tema doloroso para él o como si, más bien, tuviera tantas cosas que decir al respecto que no supiera por dónde comenzar. Al fin, optó por responderle que, aunque había oído y seguía oyendo muchas versiones sobre lo que se vivió en Dublín y algunas otras ciudades de Irlanda la semana del Alzamiento —cosas contradictorias, hechos mezclados con fantasías, mitos, realidades y exageraciones e invenciones, como ocurría cuando algún acontecimiento soliviantaba a todo un pueblo—, ella daba mucho crédito sobre todo al testimonio de Austin, un sobrino suyo, fraile capuchino, recién venido a Londres. Era una fuente de primera mano, pues él estuvo allí, en Dublín, en plena refriega, de enfermero y asistente espiritual, yendo del General Post Office (GPO), el cuartel general desde el que Patrick Pearse y Ja mes Connolly dirigían el levantamiento, a las trincheras de St. Stephen's Green, donde comandaba las acciones la condesa Constance Markievicz, con un pistolón de bucanero y su impecable uniforme de Voluntario, a las barricadas erigidas en la Jacob's Biscuit Factory (Fábrica de Galletas Jacob) y a los locales del Boland's Mili (Molino de Boland) ocupados por los rebeldes al mando de Eamon de Valera, antes de que las tropas inglesas los cercaran. El testimonio de fray Austin, le parecía a Alice, era el que probablemente se acercaba más a esa inalcanzable verdad que sólo desvela rían del todo los historiadores futuros.
Hubo otro largo silencio que Roger no osó interrumpir. Hacía sólo unos días que no la veía pero Alice parecía haber envejecido diez años. Tenía arrugas en la frente y en el cuello y sus manos se habían llenado de pecas. Sus ojos tan claros ya no brillaban. La notó muy triste pero estaba seguro que Alice no lloraría delante de él. ¿Sería que le denegaron la clemencia y no se atrevía a decírselo?
—Lo que más recuerda mi sobrino —añadió Ali ce— no son los tiroteos, las bombas, los heridos, la sangre, las llamas de los incendios, el humo que no los dejaba respirar, sino, ¿sabes qué, Roger?, la confusión. La inmensa, la enorme confusión que reinó toda la semana en los reductos de los revolucionarios.
—¿La confusión? —repitió Roger, muy bajito. Cerrando los ojos, trató de verla, de oírla y sentirla.
—La inmensa, la enorme confusión —repitió una vez más Alice, con énfasis—. Estaban dispuestos a hacerse matar, y, al mismo tiempo, vivieron momentos de euforia. Momentos increíbles. De orgullo. De libertad. Aunque ninguno de ellos, ni los jefes, ni los militantes, supieran nunca exactamente lo que estaban haciendo ni lo que querían hacer. Eso dice Austin.