Roger Casement cumplió con sus obligaciones de manera impecable. La audiencia debía durar media hora pero duró tres veces más, pues el propio presidente Taft, que escuchó con gran atención su informe sobre la situación de los indígenas en el Putumayo, lo sometió a un cuidadoso interrogatorio y le pidió su parecer sobre la mejor manera de obligar al Gobierno peruano a poner fin a los crímenes en las caucherías. La sugerencia de Roger de que Estados Unidos abriera un consulado en Iquitos que trabajara, junto al británico, denunciando los abusos, fue bien recibida por el mandatario. Y, en efecto, unas semanas después, Estados Unidos enviaría a un diplomático de carrera, Stuart J. Fuller, como cónsul a Iquitos.
Más que las palabras que escuchó, fueron la sor presa e indignación con que el presidente Taft y sus colaboradores escucharon su relato, lo que convenció a Roger de que Estados Unidos colaboraría a partir de ahora de manera decidida con Inglaterra en denunciar la situación de los indígenas amazónicos.
En Londres, pese a que su estado físico se mostraba siempre resentido por la fatiga y los viejos achaques, se dedicó en cuerpo y alma a completar su nuevo informe para el Foreign Office, mostrando que las autoridades peruanas no habían hecho las reformas prometidas y que la Peruvian Amazon Company había boicoteado todas las iniciativas, haciéndole la vida imposible al juez Carlos A. Valcárcel y reteniendo en la Prefectura el informe de don Rómulo Paredes, a quien habían intentado matar por describir con imparcialidad lo que presenció en los cuatro meses (del 15 de marzo al 15 de julio) que pasó en las caucherías de Ara na. Roger comenzó a traducir al inglés una selección de los testimonios, entrevistas y documentos diversos que el director de
El Oriente
le entregó en Iquitos. Ese material enriquecía de manera considerable su propio informe.
Hacía esto en las noches porque sus días estaban copados con reuniones en el Foreign Office, donde, desde el canciller hasta comisiones múltiples, le pedían informes, consejos y sugerencias sobre las ideas que barajaba el Gobierno británico para actuar. Las atrocidades que una compañía británica cometía en la Amazonia eran objeto de una campaña enérgica, que, iniciada por la Sociedad contra la Esclavitud y la revista
Truth
, apoyaban ahora la prensa liberal y muchas organizaciones religiosas y humanitarias.
Roger insistía en que se publicara de inmediato el
Informe sobre el Putumayo
. Había perdido toda esperanza de que la diplomacia silenciosa que el Gobierno británico intentó con el presidente Leguía sirviera para algo. Pese a las resistencias de algunos sectores de la administración, finalmente sir Edward Grey aceptó este criterio y el gabinete aprobó la publicación. El libro se llamaría
Blue Book
(Libro Azul). Roger pasó muchas noches en vela, fuman do sin descanso y tomando incontables tazas de café, re visando palabra por palabra la última redacción.
El día que el texto definitivo fue por fin a la imprenta, se sentía tan mal que, temiendo le ocurriera algo estando solo, fue a refugiarse a casa de su amiga Alice Stopford Green. «Pareces un esqueleto», le dijo la historia dora, tomándolo de un brazo y llevándolo a la sala. Roger arrastraba los pies y, aturdido, sentía que en cualquier momento perdería el sentido. Le dolía tanto la espalda que Alice debió ponerle varios almohadones para que pudiera tenderse en el sofá. Casi al instante se durmió o desmayó. Cuando abrió los ojos, vio sentadas a su lado, juntas y sonriéndole, a su hermana Nina y Alice.
—Creíamos que no ibas a despertar nunca —oyó decir a una de ellas.
Había dormido cerca de veinticuatro horas. Alice llamó al médico de la familia y el facultativo diagnosticó que Roger estaba exhausto. Que lo dejaran dormir. No recordaba haber soñado. Cuando trató de ponerse de pie, se le doblaron las piernas y se dejó caer de nuevo en el sofá. «No me mató el Congo pero me matará el Amazonas», pensó.
Después de tomar un ligero refrigerio, pudo levantarse y un coche lo llevó a su departamento de Philbeach Gardens. Tomó un largo baño que lo despejó algo. Pero se sentía tan débil que debió acostarse otra vez.
El Foreign Office lo obligó a tomar diez días de vacaciones. Se resistía a apartarse de Londres antes de la aparición del
Blue Book
, pero, al fin, consintió en partir. Acompañado de Nina, que pidió un permiso en la escuela donde enseñaba, estuvo una semana en Cornwall. Su fatiga era tan grande que apenas podía concentrarse en la lectura. La mente se le dispersaba en imágenes disolutas. Gracias a la vida tranquila y la dieta sana, fue recuperando las fuerzas. Pudo dar largos paseos por la campiña, disfrutando de unos días tibios. No podía haber nada más distinto del amable y civilizado paisaje de Cornwall que el de la Amazonia y, sin embargo, pese al bienestar y la serenidad que sentía aquí, viendo la rutina de los granjeros, pastar a las beatíficas vacas y relinchar a los caballos de los establos, sin amenazas de fieras, serpientes ni mosquitos, se encontró un día pensando que esta naturaleza, que delataba siglos de trabajo agrícola al servicio del hombre, poblada y civilizada, ya había perdido su condición de mundo natural —su alma, dirían los panteístas— comparada con aquel territorio salvaje, efervescente, indómito, sin amansar, de la Amazonia, donde todo parecía estar naciendo y muriendo, mundo inestable, riesgoso, movedizo, en el que un hombre se sentía arrancado del presente y arrojado hacia el pasado más remoto, en comunicación con los ancestros, de regreso a la aurora del acontecer humano. Y, sorprendido, descubrió que recordaba aquello con nostalgia, a pesar de los horrores que escondía.
El Libro Azul sobre el Putumayo salió publicado en julio de 1912. Desde el primer día produjo una con moción que, teniendo a Londres como centro, avanzó en ondas concéntricas por toda Europa, los Estados Unidos y muchas otras partes del mundo, sobre todo Colombia, Brasil y Perú.
The Times
le dedicó varias páginas y un editorial en el que, a la vez que ponía a Roger Casement por las nubes, diciendo que una vez más había mostrado dotes excepcionales de «gran humanitario», exigía acciones inmediatas contra esa compañía británica y sus accionistas que se beneficiaban económicamente con una industria que practicaba la esclavitud y la tortura y estaba exterminando a los pueblos indígenas.
Pero el elogio que conmovió más a Roger fue el artículo que escribió su amigo y aliado de campaña contra el rey de los belgas Leopoldo II, Edmund D. Morel, en el Daily News. Comentando el Libro Azul decía de Roger Casement que «nunca había visto tanto magnetismo en un ser humano como en él». Siempre alérgico a la exhibición pública, Roger no gozaba en absoluto con esta nueva oleada de popularidad. Más bien, se sentía incómodo y procuraba rehuirla. Pero era difícil porque el escándalo que causó el
Blue Book
hizo que decenas de publicaciones inglesas, europeas y norteamericanas quisieran entrevistarlo. Recibía invitaciones a dar conferencias en instituciones académicas, clubes políticos, centros religiosos y de beneficencia. Hubo un servicio especial en Westminster Abbey sobre el tema y el canónigo Herbert Henson pronunció un sermón atacando con dureza a los accionistas de la Peruvian Amazon Company por lucrarse practicando la esclavitud, el asesinato y las mutilaciones.
El encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Perú, Des Graz, informó sobre el revuelo que habían causado en Lima las acusaciones del Libro Azul El Gobierno peruano, temiendo un boicot económico contra él de los países occidentales, anunció la puesta en práctica inmediata de las reformas y el envío de fuerzas militares y policiales al Putumayo. Pero Des Graz añadía que probablemente tampoco esta vez el anuncio sería efectivo pues había sectores gubernamentales que presentaban los hechos consignados en el
Blue Book
como una conspiración del Imperio británico para favorecer las pretensiones colombianas sobre el Putumayo.
El ambiente de simpatía y solidaridad con los indígenas de la Amazonia que el Libro Azul despertó en la opinión pública hizo que el proyecto de abrir una misión católica en el Putumayo recibiera muchos apoyos económicos. La Iglesia anglicana puso algunos reparos, pero terminó dejándose convencer por los argumentos de Roger luego de incontables encuentros, citas, cartas, diálogos: que, tratándose de un país donde la Iglesia católica estaba tan enraizada, una misión protestante despertaría suspicacias y la Peruvian Amazon Company se encargaría de des prestigiarla presentándola como punta de lanza de las apetencias colonizadoras de la Corona.
Roger tuvo en Irlanda e Inglaterra reuniones con jesuitas y franciscanos, dos órdenes por las que siempre sintió simpatía. Había leído, desde que estaba en el Congo, los esfuerzos que hizo en el pasado la Compañía de Jesús en Paraguay y Brasil para organizar a los indígenas, catequizarlos y reunirlos en comunidades donde, a la vez que mantenían sus tradiciones de trabajo en común, practicaban un cristianismo elemental, lo que había elevado sus niveles de vida y los había librado de la explotación y el exterminio. Por eso, Portugal destruyó las misiones jesuitas e intrigó hasta convencer a España y al Vaticano de que la Compañía de Jesús se había convertido en un Estado dentro del Estado y era un peligro para la autoridad papal y la soberanía imperial española. Sin embargo, los jesuitas no recibieron el proyecto de una misión amazónica con mucho calor. En cambio, los franciscanos lo adoptaron con entusiasmo.
Así fue como Roger Casement conoció la labor que hacían en los barrios más pobres de Dublín los curas obre ros franciscanos. Trabajaban en las fábricas y talleres y vivían las mismas estrecheces y privaciones que los trabajadores. Conversando con ellos, viendo la devoción con que desempeñaban su ministerio a la vez que compartían la suerte de los desheredados, Roger pensó que nadie estaba mejor preparado que estos religiosos para el desafío que era instalar una misión en La Chorrera y El Encanto.
Alice Stopford Green, con quien Roger fue a celebrar en estado de euforia la partida hacia la Amazonia peruana de los primeros cuatro franciscanos irlandeses, le pronosticó:
—¿Estás seguro que todavía eres miembro de la Iglesia anglicana, Roger? Aunque quizás no te des cuenta, estás en el camino sin retorno de una conversión papista.
Entre los habituales participantes de las tertulias de Alice, en la nutrida biblioteca de su casa de Grosvenor Road, había nacionalistas irlandeses que eran anglicanos, presbiterianos y católicos. Roger nunca había advertido entre ellos roces ni disputas. Después de aquella observación de Alice, muchas veces se preguntó en aquellos días si su acercamiento al catolicismo era una estricta disposición espiritual y religiosa o, más bien, política, una manera de comprometerse aún más con la opción nacionalista ya que la inmensa mayoría de los independentistas de Ir landa eran católicos.
Para escapar de algún modo del acoso de que era objeto como autor del
Blue Book
, pidió unos días más de permiso en el Ministerio y fue a pasarlos en Alemania. Berlín le causó una impresión extraordinaria. La sociedad ale mana, bajo el Káiser, le pareció un modelo de modernidad, desarrollo económico, orden y eficiencia. Aunque corta, esta visita sirvió para que una vaga idea que le daba vueltas des de hacía algún tiempo, se concretara y se convirtiera desde entonces en uno de los vértices de su acción política. Para conquistar su libertad, Irlanda no podía contar con la comprensión y menos la benevolencia del Imperio británico. Lo comprobaba en estos días. La mera posibilidad de que el Parlamento inglés fuera a discutir de nuevo el proyecto de ley para conceder a Irlanda la Autonomía (Home Rule), que Roger y sus amigos radicales consideraban una concesión formal insuficiente, había provocado en Inglaterra un rechazo patriotero y furibundo no sólo de los conservadores, también de amplios sectores liberales y progresistas, incluso de sindicatos obreros y gremios de artesanos. En Irlanda, la perspectiva de que la isla tuviera autonomía administrativa y un Parlamento propio movilizó a los unionistas del Ulster de manera incandescente. Había mítines, se estaba formando el ejército de Voluntarios, se hacían colectas públicas para comprar armas y decenas de miles de personas suscribieron un Pacto en el que los irlandeses del Norte proclamaban que no acatarían el Home Rule si se aprobaba y que defenderían la permanencia de Irlanda en el Imperio con sus armas y sus vidas. En estas circunstancias, pensó Roger, los independentistas debían buscar la solidaridad de Alemania. Los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos y Alemania era el rival más caracterizado de Inglaterra. En caso de guerra, una derrota militar de Gran Bretaña abriría una posibilidad única para Irlanda de emanciparse. En esos días, Roger se repitió muchas veces el viejo refrán nacionalista: «Las desgracias de Inglaterra son las alegrías de Irlanda».
Pero, mientras llegaba a estas conclusiones políticas que sólo compartía con sus amigos nacionalistas en sus viajes a Irlanda, o, en Londres, en casa de Alice Stopford Green, era Inglaterra la que le demostraba cariño y admiración por lo que había hecho. Recordarlo le provocaba malestar.
En todo ese tiempo, pese a los esfuerzos desespera dos de la Peruvian Amazon Company para evitarlo, cada día fue más evidente que la suerte de la empresa de Julio C. Arana estaba amenazada. Su desprestigio se acentuó por un escándalo que se produjo cuando Horace Thorogood, un periodista de
The Morning Leader
que fue a las oficinas centrales en la City a tratar de entrevistar a los directivos, recibió de uno de ellos, el señor Abel Larco, cuñado de Julio C. Arana, un sobre con dinero. El periodista preguntó qué significaba este gesto. Larco le respondió que la Compañía se mostraba siempre generosa con sus amigos. El reportero, indignado, devolvió el dinero con que pretendían sobornarlo, denunció lo ocurrido en su periódico y la Peruvian Amazon Company tuvo que pedir excusas públicas, diciendo que se trataba de un malentendido y que los responsa bles del intento de soborno serían despedidos.
Las acciones de la empresa de Julio C. Arana empezaron a caer en la Bolsa de Londres. Y, aunque ello se debía en parte a la competencia que ahora hacían al caucho amazónico las flamantes exportaciones de caucho procedente de las colonias británicas del Asia —Singapur, Malasia, Java, Sumatra y Ceilán—, sembrado allá con retoños sacados de la Amazonia en una audaz operación de con trabando por el científico y aventurero inglés Henry Alexander Wickham, el hecho neurálgico del derrumbe de la Peruvian Amazon Company fue la mala imagen que adquirió ante la opinión pública y los medios financieros a raíz de la publicación del Libro Azul. El Lloyd's le cortó el crédito. En toda Europa y Estados Unidos muchos bancos siguieron este ejemplo. El boicot al jebe de la Peruvian Amazon Company promovido por la Sociedad contra la Esclavitud y otras organizaciones privó a la Compañía de muchos clientes y asociados.