El sueño del celta (36 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Sin embargo, poco después, el mismo Gerome volvió a informar que el Gobierno de Leguía, afligido, le había hecho saber que la mayor parte de los criminales con orden de arresto había huido al Brasil. Los otros, acaso permanecían ocultos en la selva o habían ingresado clandestina mente a territorio colombiano. Estados Unidos y Gran Bretaña intentaron que el Gobierno brasileño extraditara al Perú a los prófugos para entregarlos a la justicia. Pero el canciller del Brasil, el Barón de Río Branco, repuso a ambos Gobiernos que no había tratado de extradición entre Perú y Brasil y que por lo tanto aquellas personas no podían ser devueltas sin que se suscitara un delicado problema jurídico internacional.

Días más tarde, el encargado de Negocios británico informó que, en una entrevista privada con el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, éste le había confesado, de manera extraoficial, que el presidente Leguía estaba en una situación imposible. Debido a su presencia en el Putumayo y a las fuerzas de seguridad que tenía para proteger sus instalaciones, la Compañía de Julio C. Arana era el único freno que impedía que los colombianos, quienes habían estado reforzando sus guarniciones de frontera, invadieran esa región. Estados Unidos y Gran Bretaña pedían algo absurdo: cerrar o perseguir a la Peruvian Amazon Company significaba pura y simplemente entregar a Colombia el in menso territorio que codiciaba. Ni Leguía ni gobernante peruano alguno podía hacer cosa semejante sin suicidarse. Y el Perú carecía de recursos para instalar en las remotas soledades del Putumayo una guarnición militar lo bastante fuerte para proteger la soberanía nacional. Lucien Gerome añadía que, por todo ello, no cabía esperar que el Gobierno peruano hiciera de inmediato nada eficaz, salvo declaraciones y gestos desprovistos de sustancia.

Esta fue la razón por la que el Foreign Office decidió, antes de que el Gobierno de Su Majestad hiciera público su
Informe sobre el Putumayo
y pidiera sanciones de la comunidad internacional contra el Perú, que Roger Casement volviera sobre el terreno y comprobara allá en la Amazonia, con sus propios ojos, si se habían hecho algunas re formas, si había un proceso judicial en marcha y si la acción legal iniciada por el doctor Carlos A. Valcárcel era cierta. La insistencia de sir Edward Grey hizo que Roger se viera obligado a aceptar, diciéndose para sus adentros algo que en los meses siguientes tendría muchas ocasiones de repetirse: «Dejaré mis huesos en ese maldito viaje».

Preparaba su partida cuando llegaron a Londres Omarino y Arédomi. En los cinco meses que pasaron bajo su custodia en Barbados el padre Smith les había dado clases de inglés, nociones de lectura y escritura y los había acostumbrado a vestirse a la manera occidental. Pero Roger se encontró con dos chiquillos a los que la civilización, pese a darles de comer, no golpearlos ni flagelarlos, los había entristecido y apagado. Parecían siempre temerosos de que las gentes que los rodeaban, sometiéndolos a un escrutinio inagotable, mirándolos de arriba abajo, tocándolos, pasándoles la mano por la piel como si los creyeran sucios, interrogándolos con preguntas que no entendían y no sabían cómo responder, fueran a hacerles daño. Roger los llevó al zoológico, a tomar helados a Hyde Park, a visitar a su hermana Nina, a su prima Gertrude y a una velada con intelectuales y artistas donde Alice Stopford Green. Todos los trataban con cariño pero la curiosidad con que eran examinados, sobre todo cuando tenían que sacarse las camisas y enseñar las cicatrices en las espaldas y en las nalgas, los turbaba. Aveces, Roger descubría los ojos de los chiquillos cuajados de lágrimas. El había planeado enviar a los niños a educarse en Irlanda, en las afueras de Dublín, en la escuela bilingüe de St. Enda's que dirigía Patrick Pearse, a quien conocía bien. Le escribió al res pecto, contándole de dónde procedían ambos chiquillos. Roger había dado una charla en St. Enda's sobre el África y apoyaba con donativos económicos los esfuerzos de Patrick Pearse tanto en la Liga Gaélica y sus publicaciones como en esta escuela, por promover la difusión de la antigua lengua irlandesa. Pearse, poeta, escritor, católico militante, pedagogo y nacionalista radical, aceptó tomarlos a ambos, ofreciendo incluso hacer una rebaja en la matrícula y el internado en St. Enda's. Pero, cuando recibió la respuesta de Pearse, Roger ya había decidido consentir a lo que Omarino y Arédomi le rogaban a diario: regresarlos a la Amazonia. Ambos eran profundamente desdichados en esa Inglaterra donde se sentían convertidos en anomalías humanas, objetos de exhibición que sorprendían, divertían, conmovían y a veces asustaban a unas personas que nunca los tratarían como iguales, siempre como forasteros exóticos.

Mucho pensaría Roger Casement en el viaje de regreso a Iquitos en esta lección que le dio la realidad sobre lo paradójica e inapresable que era el alma humana. Ambos chiquillos habían querido escapar del infierno amazónico donde eran maltratados y se les hacía trabajar como animales sin darles apenas de comer. El hizo esfuerzos y gastó una buena cantidad de su escaso patrimonio para pa garles los pasajes a Europa y mantenerlos desde hacía seis meses, pensando que de este modo los salvaba, dándoles acceso a una vida decente. Y, sin embargo, aquí, aunque por razones distintas, estaban tan lejos de la felicidad o, por lo menos, de una existencia tolerable, como en el Putumayo. Aunque no les pegaran y más bien los acariñaran, se sentían ajenos, solos y conscientes de que nunca formarían parte de este mundo.

Poco antes de partir Roger rumbo al Amazonas, siguiendo sus consejos, el Foreign Office nombró un nuevo cónsul en Iquitos: George Michell. Era una elección magnífica. Roger lo había conocido en el Congo. Michell era empeñoso y trabajó con entusiasmo en la campaña de denuncia de los crímenes bajo el régimen de Leopoldo II. Tenía frente a la colonización la misma posición que Casement. Llegado el caso, no vacilaría en enfrentarse a la Casa Arana. Tuvieron dos largas conversaciones y planea ron una estrecha colaboración.

El 16 de agosto de 1911, Roger, Omarino y Aré domi partieron de Southampton, en el
Magdalena
, rumbo a Barbados. Llegaron a la isla doce días después. Desde que el barco empezó a surcar las aguas azul plata del mar Caribe, Roger sintió en la sangre que su sexo, dormido en estos últimos meses de enfermedades, preocupaciones y gran trabajo físico y mental, volvía a despertar y a llenarle la cabeza de fantasías y deseos. En su diario resumió su estado de ánimo con tres palabras: «Ardo de nuevo».

Nada más desembarcar fue a agradecer al padre Smith lo que había hecho por los dos chiquillos. Lo emocionó ver cómo Omarino y Arédomi, tan parcos en Londres para manifestar sus sentimientos, abrazaban y pal meaban al religioso con gran familiaridad. El padre Smith los llevó a visitar el Convento de las Ursulinas. En ese tranquilo claustro con arbolillos de algarrobo y flores moradas de la buganvilia, donde no llegaba el ruido de la calle y el tiempo parecía suspendido, Roger se apartó de los otros y se sentó en una banca. Estaba observando una hilera de hormigas que llevaba en peso una hoja, como los cargadores el anda de la Virgen en las procesiones del Brasil, cuando recordó: hoy era su cumpleaños. ¡Cuarenta y siete! No se podía decir que fuera un anciano. Muchos hombres y mujeres de su edad estaban en plena forma física y psicológica, con energía, anhelos y proyectos. Pero él se sentía viejo y con la desagradable sensación de haber ingresado a la etapa final de su existencia. Alguna vez, con Herbert Ward, en África, habían fantaseado cómo serían sus últimos años. El escultor se imaginaba una vejez mediterránea, en Provenza o Toscana, en una casa rural. Tendría un vasto taller y muchos gatos, perros, patos y gallinas y él mismo cocinaría los domingos platos densos y condimentados como la
bouillabaisse
para una larga parentela. Roger, en cambio, sobresaltado, afirmó: «Yo no llegaré a la vejez, estoy seguro». Había sido un pálpito. Recordaba vividamente aquella premonición y volvió a sentirla como cierta: no llegaría a viejo.

El padre Smith aceptó alojar a Omarino y Arédo mi los ocho días que permanecieron en Bridgetown. Al día siguiente de su llegada Roger fue a unos baños públicos que había frecuentado a su paso anterior por la isla. Como esperaba, vio hombres jóvenes, atléticos y estatuarios, pues aquí, igual que en Brasil, nadie tenía vergüenza de su cuerpo. Mujeres y hombres lo cultivaban y lucían con desenfado. Un muchacho muy joven, adolescente de quince o dieciséis años, lo turbó. Tenía esa palidez frecuente en los mulatos, una piel lisa y brillante, unos ojos verdes, grandes y osados, y, de su ajustado pantalón de baño, emergían unos muslos lampiños y elásticos que a Roger le causaron un comienzo de vértigo. La experiencia había aguzado en él esa intuición que le permitía conocer muy rápido, por indicios imperceptibles para cualquier otro —un esbozo de sonrisa, un brillo en los ojos, un movimiento invitador de la mano o del cuerpo—, si un mu chacho entendía lo que él quería y estaba dispuesto a concedérselo o, por lo menos, a negociarlo. Con el dolor de su alma, sintió que ese joven tan bello era completa mente indiferente a los furtivos mensajes que le enviaba con los ojos. Sin embargo, lo abordó. Conversó un momento con él. Era hijo de un clérigo barbadense y aspiraba a ser contador. Estudiaba en una academia de comercio y dentro de poco, aprovechando una vacación, acompañaría a su padre a Jamaica. Roger lo invitó a tomar helados pero el joven no aceptó.

De regreso a su hotel, presa de la excitación, escribió en su diario, en el lenguaje vulgar y telegráfico que utilizaba para los episodios más íntimos: «Baños públicos. Hijo de clérigo. Bellísimo. Falo largo, delicado, que se entiesó en mis manos. Lo recibí en mi boca. Felicidad de dos minutos». Se masturbó y se volvió a bañar, jabonándose minuciosamente, mientras trataba de apartar la tristeza y la sensación de soledad que le solían sobrevenir en estos casos.

Al día siguiente, al mediodía, mientras almorzaba en la terraza de un restaurante en el puerto de Bridgetown, vio pasar a su lado a Andrés O'Donnell. Lo llamó. El antiguo capataz de Arana, jefe de la estación de Entre Ríos, lo reconoció de inmediato. Unos segundos lo miró con desconfianza y algo de susto. Pero, por fin, le estrechó la mano y aceptó sentarse con él. Se tomó un café y un trago de brandy mientras charlaban. Le confesó que el paso de Roger por el Putumayo había sido como la maldición de un brujo huitoto para los caucheros. Apenas se fue, corrió el rumor de que pronto llegarían policías y jueces con órdenes de detención y que todos los jefes, capataces y mayordomos de las caucherías tendrían problemas con la justicia. Y, como la Compañía de Arana era inglesa, serían enviados a Inglaterra y juzgados allá. Por eso, muchos, como O'Donnell, habían preferido alejarse de la zona rumbo al Brasil, Colombia o Ecuador. El había venido hasta aquí con la promesa de un trabajo en una plantación cañera, pero no lo consiguió. Ahora trataba de partir a Estados Unidos, donde, al parecer, había oportunidades en los ferrocarriles. Sentado en esta terraza, sin botas, ni pistola, ni látigo, enfundado en un overol viejo y una ca misa raída, era nada más que un pobre diablo angustiado por su porvenir.

—Usted no lo sabe, pero me debe a mí la vida, señor Casement —le dijo, cuando ya se despedía, con una sonrisa amarga—. Aunque, sin duda, no me lo va a creer.

—Cuéntemelo de todos modos —lo animó Roger.

—Armando Normand estaba convencido que si usted salía vivo de allí, todos los jefes de las caucherías iríamos a la cárcel. Que lo mejor sería que se ahogara en el río o se lo comiera un puma o un caimán. Usted me en tiende. Como le ocurrió a ese explorador francés, Eugéne Robuchon, que empezó a poner nerviosa a la gente con tantas preguntas que hacía y por eso lo desaparecieron.

—¿Por qué no me mataron? Era muy fácil, con la práctica que ustedes tenían.

—Yo les hice ver las posibles consecuencias —afirmó Andrés O'Donnell, con cierta jactancia—. Víctor Macedo me apoyó. Que, siendo usted inglés, y la Compañía de don Julio también, nos juzgarían en Inglaterra según las leyes inglesas. Y que nos ahorcarían.

—No soy inglés sino irlandés —lo corrigió Roger Casement—. Probablemente las cosas no hubieran ocurrido como cree. De todas maneras, muchas gracias. Eso sí, mejor viaje cuanto antes y no me diga dónde. Estoy obligado a informar que lo he visto y el Gobierno inglés cursará muy pronto orden de que lo detengan.

Esa tarde, volvió a los baños públicos. Tuvo mejor suerte que el día anterior. Un moreno forzudo y risueño, al que había visto levantando pesas en la sala de ejercicios, le sonrió. Cogiéndolo del brazo, lo llevó a una salita donde vendían bebidas. Mientras tomaban un jugo de piña y plátano y le decía su nombre, Stanley Weeks, se acercaba mucho a él, hasta rozar una de sus piernas con la suya. Luego, con una sonrisita llena de intenciones, lo llevó siempre del brazo a un pequeño camarín, cuya puerta cerró con pestillo apenas entraron. Se besaron, se mordisquearon las orejas y el cuello, mientras se quitaban los pantalones. Roger observó, ahogándose de deseo, el falo negrísimo de Stanley y el glande rojizo y húmedo, engordando bajo sus ojos. «Dos libras y me lo chupas», lo oyó decir. «Después, te enculo». Asintió, arrodillándose. Más tarde, en su cuarto de hotel, escribió en su diario: «Baños públicos. Stanley Weeks: atleta, joven, 27 años. Enorme, durísimo, 9 pulgadas por lo menos. Besos, mordiscos, penetración con grito. Dos
pounds
».

Roger, Omarino y Arédomi partieron de Barbados rumbo a Pará el 5 de septiembre, en el
Boniface
, un barco incómodo, pequeño y atestado, que olía mal y cuya comida era pésima. Pero Roger disfrutó de la travesía hasta Pará gracias al doctor Herbert Spencer Dickey, un médico norteamericano. Había trabajado para la Compañía de Arana en El Encanto y, además de corroborar los horrores que Casement ya conocía, le contó muchas anécdotas, algunas feroces y otras cómicas, sobre sus experiencias en el Putumayo. Resultó ser un hombre de espíritu aventurero, que había viajado por medio mundo, sensible y de buenas lecturas. Era agradable ver caer la noche en cubierta a su lado, fumando, tomando a pico de botella tragos de whiskey y escuchando cosas inteligentes. El doctor Dickey aprobaba los trajines que se daban Gran Bretaña y Estados Unidos para poner remedio a las atrocidades de la Amazonia. Pero era fatalista y escéptico: las cosas no cambiarían allí ni hoy ni en el futuro.

—La maldad la llevamos en el alma, mi amigo —decía, medio en broma, medio en serio—. No nos libraremos de ella tan fácilmente. En los países europeos y en el mío está más disimulada, sólo se manifiesta a plena luz cuando hay una guerra, una revolución, un motín. Necesita pretextos para hacerse pública y colectiva. En la Amazonia, en cambio, puede mostrarse a cara descubierta y perpetrar las peores monstruosidades sin las justificaciones del patriotismo o la religión. Sólo la codicia pura y dura. La maldad que nos emponzoña está en todas partes donde hay seres humanos, con las raíces bien hundidas en nuestros corazones.

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