Así debía ser porque esa noche se celebró, en un pequeño mitin en la Plaza de Armas con bandas de música y reparto de aguardiente, que Roger observó desde lejos, la elección como nuevo alcalde de Iquitos ¡de don Pablo Zumaeta! El cuñado de Julio C. Arana emergía de su «escondite» desagraviado por el pueblo de Iquitos —así lo dijo en su discurso de agradecimiento— de las calumnias de la conspiración inglesa-colombiana, decidido a seguir luchando, de manera indoblegable, contra los enemigos del Perú y por el progreso de la Amazonia. Después del reparto de bebidas alcohólicas, hubo un baile popular con fuegos artificiales, guitarras y bombos que duró hasta la madrugada. Roger optó por retirarse a su hotel para no ser linchado.
George Michell y su esposa llegaron finalmente a Iquitos, en un barco procedente de Manaos, el 30 de noviembre de 1911. Roger ya estaba haciendo maletas para su partida. La llegada del nuevo cónsul británico fue precedida por frenéticas gestiones de Mr. Stirs y del propio Casement para encontrar una casa a la pareja. «Gran Bretaña ha caído en desgracia aquí por culpa de usted, sir Roger», le dijo el cónsul saliente. «Nadie quiere alquilarme una casa para los Michell, pese a que ofrezco pagar sobreprecio. Todos tienen miedo de ofender a Arana, todos se niegan». Roger pidió ayuda a Rómulo Paredes y el director de
El Oriente
les resolvió el problema. Alquiló él mismo la casa y la subarrendó al consulado británico. Se trataba de una casa vieja y sucia y hubo que renovarla a marchas forzadas y amueblarla de cualquier manera para recibir a sus nuevos huéspedes. La señora Michell era una mujercita risueña y voluntariosa a la que Roger conoció sólo al pie de la pasarela del barco, en el puerto, el día de su llegada. No se desanimó por el estado del nuevo domicilio ni por el lugar que pisaba por primera vez. Parecía inasequible al desaliento. De inmediato, antes incluso de desempacar, se puso a limpiarlo todo con energía y buen humor.
Roger tuvo una larga conversación con su viejo amigo y colega George Michell, en la salita de Mr. Stirs. Le informó con lujo de detalles de la situación y no le ocultó una sola de las dificultades que enfrentaría en su nuevo cargo. Michell, gordito cuarentón y vivaz que manifestaba la misma energía que su mujer en todos sus ges tos y movimientos, iba tomando apuntes en una libretita, con pequeñas pausas para pedir aclaraciones. Luego, en vez de mostrarse desmoralizado o quejarse con la perspectiva de lo que le esperaba en Iquitos, se limitó a decir con una gran sonrisa: «Ahora ya sé de qué se trata y estoy listo para la pelea».
Las dos últimas semanas en Iquitos, nuevamente se apoderó de Roger, de manera irresistible, el demonio del sexo. En su estancia anterior había sido muy prudente, pero, ahora, pese a saber la hostilidad que le tenía tanta gente vinculada al negocio del caucho y que podían tenderle una emboscada, no vaciló en ir, por las noches, a pasearse por el malecón a orillas del río, donde siempre había mujeres y hombres en busca de clientes. Así conoció a Alcibíades Ruiz, si es que éste era su nombre. Lo llevó al Hotel Amazonas. El portero de noche no puso objeción después de que Roger le alcanzara una propina. Alcibíades aceptó posar para él haciendo las posturas de estatuas clásicas que le indicaba. Después de algún regateo, aceptó desnudarse. Alcibíades era un mestizo de blanco e indio, un cholo, y Roger anotó en su diario que esta mezcla racial daba un tipo de varón de gran belleza física, superior incluso a la de los «caboclos» de Brasil, hombres de rasgos ligeramente exóticos en los que se mezclaban la suavidad y dulzura de los indígenas y la rudeza viril de los descendientes de españoles. Alcibíades y él se besaron y tocaron pero no hicieron el amor, ni ese día ni el siguiente, cuando aquél volvió al Hotel Amazonas. Era de mañana y Roger pudo fotografiarlo desnudo en varias poses. Cuando partió, escribió en su diario: «Alcibíades Ruiz.
Cholo
. Movimientos de bailarín. Pequeño y largo que al endurecerse se curvaba como un arco. Entró en mí como mano en guante».
En esos días, el director de
El Oriente
, Rómulo Paredes, fue agredido en la calle. Al salir de la imprenta de su periódico, lo asaltaron tres individuos malencarados que apestaban a alcohol. Según le dijo a Roger, a quien vino a ver al hotel inmediatamente después del episodio, lo hubieran matado a golpes si no hubiera estado armado y asustado a sus tres agresores disparando al aire. Traía consigo una maleta. Don Rómulo estaba tan revuelto con lo sucedido que no aceptó salir a tomar un trago a la calle como Roger le propuso. Su resentimiento e indignación contra la Peruvian Amazon Company no tenían límites:
—Siempre fui un colaborador leal de la Casa Ara na y les di gusto en todo lo que quisieron —se quejó. Se habían sentado en dos esquinas de la cama y hablaban semi a oscuras, porque la llamita del mechero apenas iluminaba un rincón del cuarto—. Cuando era juez y cuando saqué
El Oriente
. Nunca me opuse a sus pedidos, aunque muchas veces repugnaban a mi conciencia. Pero soy un hombre realista, señor cónsul, sé qué batallas no se pueden ganar Esta comisión, ir al Putumayo por encargo del juez Valcárcel, yo no quise asumirla nunca. Desde el primer momento supe que me metería en líos. Ellos me obligaron. Pablo Zumaeta en persona me lo exigió. Hice ese viaje sólo cumpliendo sus órdenes. Mi informe, antes de entre garlo al prefecto, se lo di a leer al señor Zumaeta. Me le devolvió sin comentarios. ¿No significa eso que lo aceptaba? Sólo entonces se lo entregué al prefecto. Y resulta que ahora me han declarado la guerra y quieren matarme. Este ataque es un aviso para que me vaya de Iquitos. ¿Adónde? Tengo mujer, cinco hijos y dos sirvientas, señor Casement. ¿Ha visto usted tanta ingratitud como la de esta gente? Le recomiendo que se marche cuanto antes, también. Su vida peligra, sir Roger. Hasta ahora no le ha pasado nada, por que piensan que si matan a un inglés, y encima diplomático, habrá un lío internacional. Pero no se fíe. Esos escrúpulos pueden desaparecer en cualquier borrachera. Siga mi consejo y lárguese, mi amigo.
—No soy inglés, sino irlandés —lo corrigió Roger, suavemente.
Rómulo Paredes le entregó la maleta que traía con sigo.
—Aquí tiene todos los documentos que recogí en el Putumayo y en los que basé mi trabajo. Hice bien en no entregárselos al prefecto Adolfo Gamarra. Hubieran corrido la misma suerte que mi informe: apolillarse en la Prefectura de Iquitos. Lléveselos, sé que usted les dará buen uso. Siento cargarlo con un bulto más, eso sí.
Roger partió cuatro días después, luego de despedirse de Omarino y Arédomi. Mr. Stirs los había colocado en una carpintería de Nanay en la que, además de trabajar como domésticos del dueño, un boliviano, serían aprendices en su taller. En el puerto, donde lo fueron a despedir Stirs y Michell, Roger se enteró de que el volumen del caucho exportado en los últimos dos meses había supera do la marca del año anterior. ¿Qué mejor prueba de que nada había cambiado y de que huitotos, boras, andoques y demás indígenas del Putumayo seguían siendo exprimidos sin misericordia?
Los cinco días del viaje hasta Manaos apenas abandonó su compartimento. Se sentía desmoralizado, enfermo y asqueado de sí mismo. Comía apenas y sólo asomaba por la cubierta cuando el calor en el estrecho camarote se volvía insoportable. A medida que descendían el Amazonas y el cauce del río se ensanchaba y sus orillas se perdían de vista, pensaba que nunca volvería a esta selva. Y en la paradoja —muchas veces había pensado lo mismo en el África, navegando por el río Congo— de que en ese paisaje majestuoso, con esas bandadas de garzas rosadas y de loritos chillones que a ratos sobrevolaban el barco, y la estela de pequeños peces que seguían a la nave dando saltos y maromas como para llamar la atención de los viajeros, anidara el vertiginoso sufrimiento que en el interior de esas selvas provocaba la codicia de esos seres ávidos y sanguinarios que había conocido en el Putumayo. Recordaba la cara quieta de Julio C. Ara na en aquella reunión de Directorio, en Londres, de la Peruvian Amazon Company. Volvió a jurarse que lucharía hasta la última gota de energía que le quedara en el cuerpo para que recibiera algún castigo ese hombrecito acicalado que había puesto en marcha y era el principal beneficiario de esa maquinaria que trituraba seres humanos a mansalva para satisfacer su hambre de riquezas. ¿Quién osaría decir ahora que Julio C. Arana no sabía lo que ocurría en el Putumayo? Había montado un espectáculo para engañar a todo el mundo —al Gobierno peruano y al británico ante todo—, a fin de seguir extrayendo el caucho de estas selvas tan maltratadas como los indígenas que las poblaban.
En Manaos, donde llegó a mediados de diciembre, se sintió mejor. Mientras esperaba un barco que saliera rumbo a Pará y Barbados pudo trabajar encerrado en su cuarto de hotel, añadiendo comentarios y precisiones a su informe. Estuvo una tarde con el cónsul inglés, quien le confirmó que, pese a sus reclamaciones, las autoridades brasileñas no habían hecho nada efectivo para capturar a Montt y Agüero ni a los otros fugitivos. En todas partes corría el rumor de que varios de los antiguos jefes de Julio C. Arana en el Putumayo estaban ahora trabajando en el ferrocarril en construcción Madeira-Mamoré.
La semana que permaneció en Manaos, Roger hizo una vida espartana, sin salir en las noches en busca de aventuras. Daba paseos por las orillas del río y por las calles de la ciudad, y, cuando no trabajaba, pasaba muchas horas leyendo los libros sobre historia antigua de Irlanda que le había recomendado Alice Stopford Green. Apasionarse por los asuntos de su país le ayudaría a sacarse de la cabeza las imágenes del Putumayo y las intrigas, mentiras y abusos de esa corrupción política generalizada que había visto en Iquitos. Pero no le era fácil concentrarse en los asuntos irlandeses pues a cada momento recordaba que tenía in conclusa la tarea y que, en Londres, debería llevarla a su final.
El 17 de diciembre zarpó rumbo a Pará, donde por fin encontró una comunicación del Foreign Office. La Cancillería había recibido sus telegramas enviados desde Iquitos y estaba al tanto de que, pese a las promesas del Gobierno peruano, nada real se había hecho contra los desmanes del Putumayo, fuera de permitir la fuga de los acusados.
La víspera de Navidad se embarcó hacia Barbados en el
Denis
, un barco cómodo que llevaba apenas un puñadito de pasajeros. Hizo una travesía tranquila hasta Brid getown. Allí, el Foreign Office le tenía reservado un pasaje en el
SS Terence
rumbo a New York. Las autoridades inglesas habían decidido actuar con energía contra la compañía británica responsable de lo que ocurría en el Putumayo y querían que Estados Unidos se uniera a su empeño y pro testaran juntos ante el Gobierno del Perú por su mala voluntad para responder a los reclamos de la comunidad internacional.
En la capital de Barbados, mientras esperaba la salida del barco, Roger hizo una vida tan casta como en Manaos: ni una visita a los baños públicos, ni una escapada nocturna. Había entrado de nuevo en uno de esos períodos de abstinencia sexual que, a veces, se prolongaban muchos meses. Eran épocas en las que, por lo general, su cabeza se llenaba de preocupaciones religiosas. En Bridgetown visitó a diario al padre Smith. Tuvo con él largas conversaciones sobre el Nuevo Testamento, que solía llevar consigo en sus viajes. Lo releía a ratos, alternando esta lectura con la de poetas irlandeses, sobre todo William Butler Yeats, de quien había aprendido algunos poemas de memoria. Asistió a una misa en el Convento de las Ursulinas y, como le había ocurrido antes, sintió deseos de comulgar. Se lo dijo al padre Smith y éste, sonriendo, le recordó que no era católico sino miembro de la Iglesia anglicana. Si quería convertirse él se ofrecía a ayudarlo a dar los primeros pasos. Roger estuvo tentado de hacerlo, pero se arrepintió pensando en las debilidades y pecados que tendría que confesarle a ese buen amigo que era el padre Smith.
El 31 de diciembre partió en el
SS Terence
rumbo a New York y allí, de inmediato, sin tiempo siquiera de admirar los rascacielos, tomó el tren a Washington D.C. El embajador británico, James Bryce, lo sorprendió anunciándole que el presidente de los Estados Unidos, William Howard Taft, le había concedido una audiencia. El y sus asesores querían saber, de boca de sir Roger, que conocía en persona lo que sucedía en el Putumayo y era hombre de confianza del Gobierno británico, la situación en las caucherías y si la campaña que llevaban a cabo en Estados Unidos y Gran Bretaña distintas iglesias, organizaciones humanitarias y periodistas y publicaciones liberales eran ciertas o pura demagogia y exageración como aseguraban las empresas caucheras y el Gobierno peruano.
Hospedado en la residencia del embajador Bryce, tratado a cuerpo de rey y oyéndose llamar sir Roger por doquier, Casement fue donde un barbero a hacerse cortar el cabello y las barbas y a arreglarse las uñas. Y renovó su vestuario en las tiendas elegantes de Washington D.C. Muchas veces en estos días pensó en las contradicciones de su vida. Hacía menos de dos semanas era un pobre diablo amenazado de muerte en un hotelucho de Iquitos y, ahora, él, un irlandés que soñaba con la independencia de Irlanda, encarnaba a un funcionario enviado por la Corona británica a persuadir al presidente de los Estados Unidos que ayudara al Imperio a exigir al Gobierno peruano que pusiese fin a la ignominia de la Amazonia. ¿No era la vida algo absurdo, una representación dramática que de súbito se volvía farsa?
Los tres días que pasó en Washington D.C. fueron de vértigo: sesiones diarias de trabajo con funcionarios del Departamento de Estado y una larga entrevista personal con el ministro de Relaciones Exteriores. El tercer día fue recibido en la Casa Blanca por el presidente Taft acompañado por varios asesores y el secretario de Estado. Un instante, antes de comenzar su exposición sobre el Putumayo, Roger tuvo una alucinación: no estaba allí como representante diplomático de la Corona británica, sino como enviado especial de la recién constituida República de Irlanda. Había sido enviado por su Gobierno Provisional para defender las razones que habían llevado a la in mensa mayoría de los irlandeses, en acto plebiscitario, a romper sus vínculos con Gran Bretaña y proclamar su independencia. La nueva Irlanda quería mantener unas relaciones de amistad y cooperación con los Estados Unidos, con quienes compartía la adhesión a la democracia y donde vivía una vasta comunidad de origen irlandés.