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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (36 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Era una pregunta que Tarod no se había atrevido a hacerse él mismo durante su encarcelamiento. Antaño había tenido la creencia idealista de que la piedra debía ser destruida, aunque ello significase su propia aniquilación; pero la humanidad, que estaba tan paradójicamente ligada a la piedra, y que había perdido con ella, había borrado esos sentimientos. Cyllan había añadido su propia influencia, aunque no había sido recibida de buen grado por él, y Tarod ya no sabía cuál sería su meta definitiva. Lo único que sabía, sin la menor sombra de duda, era que quería vivir.

Bajó la mirada.

—Me convertiría en lo que fui antaño. Estaría… completo.

—Sí —dijo Erminet—. Lo sé.

No pediría la garantía que necesitaba. Debía salir de él, sin que le forzase, o no valdría nada.

Siguió un largo silencio. Al fin, dijo Tarod:

—La venganza no conseguiría nada, Hermana. No la deseo; me gusta pensar que estoy por encima de estas emociones, aunque parezca arrogancia. Si la piedra estuviese una vez más en mi poder…

Ahora levantó de nuevo la mirada y Erminet leyó un terrible mensaje en sus ojos. Si quería, podría destruir el Castillo y a todos los que moraban entre sus paredes. Podría borrarles de la faz del mundo y burlarse de todo poder, salvo el del propio Aeoris, que tratase de impedírselo. Y esto sólo sería el principio…

El fuego se extinguió de su mirada y Erminet suspiró ruidosamente.

—Si la piedra estuviese en mi poder —dijo amablemente Tarod—, Cyllan y yo abandonaríamos la Península de la Estrella, y ni tú ni nadie más de los de aquí volveríais a saber de nosotros.

—¿Y qué dejarías detrás de ti?

—El Castillo. El Círculo. Tal como son, sin que ni un alma sufriese por mi mano.

Consciente de que se hallaba en una encrucijada, sin poder volver atrás, dijo Erminet:

—¿Me das tu palabra de Adepto?

—No. —Tarod sonrió—. Ya no soy un Adepto, Erminet. Pero te doy mi palabra.

Ella se estrujó las manos, se pasó la lengua por los labios y lamentó que su garganta estuviese tan seca.

—Me basta con eso.

—Entonces…

Erminet no le dejó terminar lo que iba a decir.

—Diré a Cyllan dónde se guarda la joya —dijo, en voz tan baja que Tarod apenas pudo oírla—. Y si me olvido de cerrar la puerta de su habitación al salir, cuando la buena gente del Castillo esté durmiendo tranquilamente en sus camas…

El sonrió.

—Nadie lo sabrá.

Espero que no, pensó Erminet, y asintió con la cabeza.

—Dentro de dos noches se celebrar un banquete; probablemente, es nuestra única oportunidad. Ella vendrá a buscarte.

Tarod se levantó, pero no se acercó a ella.

—No sé qué decirte. Gracias sería poco…

—No quiero que me las des. Mi carga es ya lo bastante pesada para que tenga que añadirle tu gratitud. —Erminet estaba a punto de llorar sin saber por qué, y para contrarrestar su emoción, le dirigió una mirada desdeñosa—. Mientras tanto, te traeré agua para lavarte y una navaja para afeitarte. Si te enfrentas con la moza con este aspecto, podría cambiar de idea… ¡y yo me habría arriesgado para nada!

Era la primera vez que oía reír francamente y con entusiasmo a Tarod. Cuando al fin dejó de hacerlo, dijo solemnemente él:

—No lo quisiera por nada del mundo, Hermana.

Ella se sonrojó.

—Adelante, pues. —Miró su bolsa—. He preparado otra dosis de la droga que se presume que te mantendrá quieto. La dejaré aquí…, pero no quiero saber si la tomas o la dejas.

—Si alguien viene a visitarme, me encontrará atontado como siempre. —Tarod sonrió—. Verá que has cumplido con tu deber.

Erminet asintió rápidamente. Vertió el brebaje en la copa, la puso en manos de Tarod y se dispuso a salir. Pero se detuvo en el umbral.

—¡Ah…! Lo había olvidado. Dijo que te informara de que la herida había sanado rápidamente.

—Sí, pensé que diría eso… Bendita seas, Hermana Erminet. Nunca olvidaré lo que has hecho.

Ella se volvió a mirarle, casi con tristeza, pensó él.

—Que la buena fortuna te acompañe, Tarod.

Este oyó chirriar la llave en la cerradura y los pasos de la Hermana Erminet alejándose en el pasillo. Cuando todo quedó de nuevo en silencio, lanzó un hondo suspiro y sintió que una nueva fuerza le invadía. Donde no hubo nada, había ahora esperanza, esperanza de vivir, esperanza de un futuro. Apenas podía creerlo…

Tumbándose sobre el montón de harapos, cerró los ojos verdes y obligó a sus músculos a relajarse, a sofocar la excitación que amenazaba con apoderarse de él. Debía permanecer tranquilo, no esperar nada… El camino, desde este momento hasta la libertad, era todavía largo y peligroso, y en vez de sumirse en especulaciones, debía conservar su energía por si se presentaba alguna dificultad imprevista. Incluso sin la piedra del Caos, tenía poder y los intentos del Círculo para debilitarle no habían producido el efecto que esperaba Keridil; pero, a pesar de todo, no era invencible. Tenía que hacer planes de emergencia… y hacerlos de prisa.

Volviendo la cabeza y abriendo los ojos, tomó la copa que había dejado la Hermana Erminet. La sopesó durante un instante; después, con lenta deliberación, vertió su contenido en el suelo. El líquido se mezcló con la suciedad de las baldosas, formando un charco oscuro que se extendió gradualmente y se desvaneció al ser absorbido por la piedra porosa. Si era necesario, podría representar una buena comedia para el Círculo, fingiéndose drogado…, pero ahora necesitaba el pleno uso de sus sentidos.

Acomodándose lo mejor que pudo, y consciente de una rapidez del pulso que su voluntad era incapaz de controlar, cerró una vez más los ojos y, vacilando, empezó a pensar en el futuro.

Cyllan sabía que un funesto acontecimiento se estaba preparando en el Castillo. Observando desde la ventana (tenía poco más en que ocuparse durante las horas diurnas), había visto una actividad creciente desde primeras horas de la mañana, y su primera y terrible idea había sido relacionarla con los planes del Sumo Iniciado para la ejecución de Tarod. Pero, al declinar el día primaveral hacia una agradable aunque fría puesta de sol, había comprendido que era una celebración más que una ocasión solemne. Gente ataviada con sus mejores trajes convergía sobre la puerta principal desde todos los lugares del Castillo; las altas ventanas del vestíbulo resplandecían de luz, y al hacerse de noche, oyó acordes musicales a lo lejos.

Al vaciarse el patio, se apartó de la ventana y se sentó en la cama, aliviada de su miedo inmediato, pero temblando todavía de impaciencia. Habían pasado tres días desde que la Hermana Erminet había hecho su promesa; tres días durante los cuales no la había visitado la vieja, y la esperanza inicial de Cyllan se estaba convirtiendo en desesperación y cólera. Sin duda hubiese tenido que recibir alguna noticia, a menos que estuviera siendo víctima de una complicada intriga o broma. Varias veces, durante su angustiosa espera, había estado tentada de llamar a Yandros por segunda vez, pero el recuerdo de su advertencia se lo había impedido. Le había dicho que no volvería a ella…; por lo tanto, no tenía más remedio que tener paciencia. Y buscar en Aeoris una respuesta a sus plegarias no habría sido muy adecuado…

La música sonaba ahora más fuerte, y esto la irritaba. En su actual situación, parecía una intrusión y un insulto. El Castillo se divertía mientras ella esperaba, con el miedo y la incertidumbre royéndole las entrañas…, y esto fomentaba la ira que crecía en su interior, le infundía deseos de golpear, pero no le ofrecía nada que pudiese ser golpeado. La tensión que sentía era casi insoportable y, cuando giró inesperadamente una llave en la cerradura de su puerta, se sobresaltó como atacada por una fuerza física.

Entró la Hermana Erminet. Tenía pálido y contraído el semblante, pero esbozó una rápida y cautelosa sonrisa al cerrar sin ruido la puerta a su espalda.

Cyllan se levantó de la cama.

—Hermana…

Erminet se llevó un dedo a los labios.

—Silencio, pequeña. No hay nadie por aquí, pero no debemos tentar al destino.

Cyllan preguntó, bajando la voz:

—¿Qué noticias tienes de Tarod?

—Está bastante bien, aunque no precisamente boyante. —Erminet hizo una pausa para observar la cara de la joven—. Le di tu respuesta a su mensaje y, como te había dicho, le pedí su palabra de honor de que este Castillo estaría a salvo.

—¿Y…?

—Me la dio. —Rápidamente, como si tuviese miedo de cambiar de idea, Erminet desprendió una de las llaves que pendían de su cinto y se la ofreció—. Es la de su puerta. No puedo correr el riesgo de ser yo quien le deje escapar. Y encontrarás la joya en el estudio del Sumo Iniciado, encerrada en un estuche que guarda en su armario. —Desvió la mirada—. Está a punto de empezar un banquete para celebrar el noviazgo de Keridil con Sashka Veyyil. Dudo de que tengas nunca una oportunidad mejor de encontrar desierto el Castillo.

Muy lentamente, Cyllan alargó una mano y tomó la llave. Después, pillando a Erminet por sorpresa, rodeó súbita e impulsivamente el cuello de la anciana con los brazos y la estrechó con fuerza. No podía expresar lo que sentía, pero el silencioso ademán fue mucho más elocuente que todas las palabras. Erminet se desprendió, muy agitada.

—Bueno, ¡no seas tonta! —le riñó, tratando de disimular lo conmovida que estaba—. Tienes que andar todavía un largo camino y no es el momento de dejarse llevar por la emoción. —Se echó atrás, para observar a Cyllan con ojos críticos—. Este vestido, por ejemplo. El color es demasiado llamativo y, con el de tus cabellos, te reconocerían fácilmente.

Cyllan lo miró, frunciendo el entrecejo. Era el vestido que le había regalado Tarod y no quería desprenderse de él.

—Me trajeron ropa nueva —dijo—. Pero no la quiero.

Sin embargo, Erminet se mostró inflexible.

—Quieras o no, te cambiarás ahora, ¡si no quieres que te capturen de nuevo! —Examinó las prendas que habían traído a Cyllan por orden de Keridil—: Toma; éste mismo te servirá, con él podrás pasar inadvertida:

Le tendió una falda de lana gris claro con un corpiño más oscuro y de manga larga. De momento pareció que Cyllan iba a protestar, pero después encogió los hombros y se quitó de mala gana el vestido rojo. Mientras se cambiaba, Erminet le dijo dónde se hallaba Tarod y le hizo repetir dos veces sus instrucciones, para asegurarse de que las había comprendido bien. Por último, le ofreció una capa corta y negra con capucha.

—Esto te cubrirá bastante bien los cabellos. Mantente en la sombra y, si alguien se acerca a ti, aléjate lo más rápidamente posible pero sin llamar la atención. ¿Lista?

Cyllan asintió con la cabeza.

—Muy bien. Yo saldré primero; me esperan en el banquete y provocaría comentarios si llegara tarde. Cuando todo esté tranquilo, cruza el patio. Ahora está a oscuras, es más seguro que los pasillos. —Dirigió una última mirada a su protegida e hizo un ademán de aprobación con la cabeza—. Te deseo suerte, chiquilla… aunque más por mi bien que por el tuyo. Que Aeoris nos ampare si fracasas.

Cyllan recordó su encuentro con Yandros y sonrió.

—No fracasaré, Hermana Erminet.

Se echó atrás, observando cómo abría la vieja la puerta y se asomaba al corredor. Cambiaron una última mirada. Erminet sonrió con aire de conspiradora y se alejó. Cyllan esperó, contando los dolorosos latidos de su corazón y casi incapaz de creer que lo que había sucedido no era un sueño del que despertaría en el momento menos pensado. Después, cuando ya no pudo oír ningún ruido más allá de la puerta, cruzó la habitación y atisbó en el pasillo. Erminet había desaparecido en dirección a la escalera principal; Cyllan se detuvo para cubrirse los cabellos con la capucha de la capa. Y después se volvió en dirección opuesta, hacia una escalera de servicio que, según le había dicho Erminet, conducía, por un camino indirecto, a una puerta lateral del patio.

Y mientras Cyllan caminaba apresuradamente, la luz de una de las antorchas de pared iluminó el rico traje de terciopelo y las resplandecientes joyas de alguien que llegaba por un pasillo lateral…

Sashka se había tomado tiempo, a pesar de las súplicas de su madre, en prepararse para la que había de ser su noche triunfal. Había cambiado de idea y de traje al menos tres veces antes de decidir el que había de ponerse; después había pasado una hora en las hábiles manos de una servidora de confianza que le había rizado y peinado el cabello. Finalmente, sus padres se habían visto obligados a salir sin ella, y había pasado unos minutos agradables a solas, deleitándose por anticipado con lo que había de ser aquella velada. Ella sería el foco de la atención general, elevada en una noche a una condición que sería envidia de todas las mujeres casaderas de todas las provincias, y estaba resuelta a sacar de ello el mayor partido. Que los invitados esperasen su llegada: así les causaría más impresión cuando al fin les honrase con su presencia.

Por último, juzgando que era el momento adecuado, se levantó y se dispuso a salir, desdeñando el brazo que le ofrecía el mayordomo de su padre y diciéndole brevemente que se quedara atrás y recordase cuál era su lugar. Habría una guardia de honor esperando para escoltarla en el vestíbulo principal; no necesitaba a nadie más.

Y así había salido de sus habitaciones y había caminado despreocupadamente en dirección a la escalera. Y a punto estaba de salir al pasillo principal, cuando la hermana Erminet se cruzó rápidamente en su camino.

Sashka, irritada, se echó instintivamente atrás. Despreciaba a la Hermana Erminet y la idea de tener que andar con ella e intentar mostrarse cortés agriaba su talante. Pero, por fortuna, la vieja no la había visto… Por tanto, esperó a que las rápidas pisadas se alejasen antes de salir al corredor.

Fue por pura casualidad que se detuvo al dirigirse hacia la escalera y miró atrás por encima del hombro, con el tiempo justo de ver una figura menuda, encapuchada, que salía de una de las habitaciones del fondo del pasillo y se alejaba apresuradamente.

Sashka frunció el entrecejo. Algo en aquella figura pulsó una cuerda en su memoria, pero no podía localizarla. Sin embargo…, ¿no era en aquella habitación donde estaba recluida la muchacha del Este, la pequeña vaquera amante de Tarod? Sintió que despertaba el instinto que le anunciaba problemas y se pasó reflexivamente la lengua por los labios. Era una idea ridícula…, pero sólo necesitaría un momento para estar segura.

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