El secreto del rey cautivo (24 page)

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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del rey cautivo
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—Manuel…

—¿Sí?

—No quiero que pienses que hago esto con cualquiera…

—No lo pienso.

—Es extraño: te he visto dos veces y las dos he dormido contigo.

—Tres. La primera vez, en Madrid, en la Taberna del Gato…

—También entonces pasamos la noche juntos… —recordó Teresa.

—Es verdad.

Teresa necesitaba defender su honor. Cualquier hombre, en su caso, pensaría que era una perdida, y por nada del mundo quería que Zamorano la tomara por tal.

—Desde aquella noche, no he dormido con ningún otro hombre.

—No sé por qué me dices esto ahora, Teresa. La verdad es que, si lo hubieses hecho, no podría pedirte cuentas.

—Lo sé, lo sé… —Teresa estaba sufriendo y a veces se entrecortaban sus palabras, que se envolvían unas veces en la vergüenza y otras en el atropello—. Pero quiero que me escuches. Cuando nos conocimos, yo acababa de perder a un hombre que quería. Lo quería mucho, de verdad; pero por ser casado no llegué a enredarme con él. Lo que pasó, pasó, no quiero darle más vueltas. Y la verdad es que creí que no podría volver a amar a ningún otro hombre jamás. Pero aquella noche, en la Taberna, aunque la pasé ciega de rabia, sucedió algo que no esperaba. Y fue que tú, sólo tú, me devolviste la esperanza. Tu manera de mirarme, no sé; esa mirada tuya que es más elocuente que cualquier discurso… Creo que te amé desde aquella misma noche. Por eso te busqué: quería irme contigo a donde fuese…

—Pues a fe que no te duró mucho la voluntad… —bromeó Zamorano.

—Es verdad. Estaba confusa… Pero quiero que me creas… Necesito que me creas. Mi hombre, la muerte terrible de la niña Manuela, el odio a los franceses… Tuve que elegir entre tú y la venganza y me dejé llevar por un impulso absurdo. Pensé que con ese documento podría comprar hombres que me ayudasen a vengar la muerte de ellos dos. Luego me di cuenta de que me había equivocado…

—¿Cuando no fuiste capaz de descifrarlo…? —El capitán no quería herirla con sus palabras, pero fue incapaz de contenerlas.

—¡No! ¡Te juro que no! —Teresa se tapó la boca con una mano para que no descubriese el temblor de sus labios. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Lo sé, lo sé… Es difícil que me creas… Me lo he dicho a mí misma muchas veces en todo este tiempo. Pero si no fuera verdad, no te habría estado buscando durante meses… Yo…, te quiero, Manuel. La bolsa no me importa nada.

—No te has desprendido de ella…

—¡Porque era el pretexto, la excusa…! —Teresa se revolvió—. Si me hubiese presentado ante ti sin ella, tal vez no me hubieras recibido.

—Te equivocas.

—¿Lo hubieses hecho?

—No he dejado de pensar en ti.

—Manuel…

Teresa sonrió y se abrazó más fuerte a Zamorano. Y él, sin sonreír, la besó una vez, y otra, y otra más. Volvieron a hacer el amor con torpeza de adolescentes y pasión de clérigos, aprendiendo de dos cuerpos desconocidos que querían convertirse en uno solo y se buscaban los pliegues, reconociéndose, para posar en ellos la seda de sus labios, la estameña de sus caricias y el esparto de sus arañazos. Furia voluptuosa de abstinencia contenida y necesidad de arder con el fuego inextinguible en el que se abrasaban.

Muy avanzada la noche retornaron al sosiego para enderezar las fuerzas perdidas. Zamorano se quedó contemplando la bóveda estrellada que convertía la noche en un mar de luciérnagas; Teresa, regocijada en el cobijo de unos brazos a los que llevaba meses soñando volver. Ninguno de los dos deseaba dormir y perderse un solo instante de gozar con el otro. Habían buscado durante demasiado tiempo aquel abrazo para ignorarlo ahora en la inconsciencia del sueño.

Pero al capitán, de repente, se le atravesó un pensamiento y creyó que aquella mujer merecía compartirlo.

—¿Sabes? Creo que ese equipaje está todavía en Madrid.

—No te entiendo…

—La bolsa. Me refiero al documento de la bolsa. He estado toda la tarde pensando en ello y creo que sé lo que significa. Es el patrimonio personal del rey don Fernando que, por alguna razón, ha ocultado en algún lugar de Madrid.

—¿En dónde? —Teresa levantó los ojos pero no movió la cabeza del pecho de su amante.

—No lo sé. En algún lugar secreto que sólo conocen el propio don Fernando y algunos miembros de su Consejo. Quizá sólo aquel caballero que me hizo el encargo.

—Si es así, ya lo habrán rescatado —Teresa volvió a cerrar los ojos y se deslizó sobre el pecho del capitán, buscando mejor acoplo—. Olvídalo.

—No, no —Zamorano se removió también en el lecho—. Aquel hombre, como el resto del Consejo de Su Majestad, tuvo que huir de Madrid apresuradamente. Estoy seguro de ello. Por eso confiaron a Porlier el inventario, para que él mismo lo rescatara y lo custodiara hasta el regreso del rey Pero, por tu culpa, nunca llegó a sus manos. Y ahora que lo pienso, ¿qué creías tú que contenía ese papel para llevártelo de esa manera?

—No lo sé —Teresa suspiró—. Un pagaré real con el que comprar armas, pagar tropas, plantar cara al extranjero… Imaginé que era importante, y que con algo importante se podía hacer algo grande. Cualquier cosa para cumplir mi venganza. Ya te he dicho que anduve muy confusa aquellos días…

—En todo caso, yo también creo ahora que se trata de algo grande, de algo… —Zamorano guardó silencio durante unos segundos antes de continuar—. Supongamos que estamos en lo cierto y permanece escondido, en algún lugar, un tesoro de millones de reales. Si fuese posible dar con él… No digo para enriquecernos, no… Para custodiarlo hasta el regreso de Su Majestad. Ello me…

—Ello te convertiría en un hombre muy rico —Teresa sonrió.

—¡Por supuesto que no! —Zamorano se mostró ofendido—. Me permitiría obtener el favor real, no digo que no; incluso ascender en mi carrera militar, lo reconozco. Pero sobre todo cumplir con mi deber, salvaguardando los bienes reales e impidiendo que caigan en manos extranjeras.

—Y, entre tanto, realizar pequeños gastos…

—¡De ningún modo!

—Sí, Manuel —ahora Teresa levantó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos, con frialdad—. Hablamos por hablar, lo admito; pero reconoce que con una parte de ese dinero se podría armar un gran ejército y combatir al extranjero con posibilidades de vencer. Estoy segura de que Su Majestad aprobaría que se usasen algunos de esos bienes para favorecer su regreso lo antes posible.

—Es cierto… —Zamorano perdió los ojos en la nada y afirmó con la cabeza—. Un gran ejército, sí…

—La victoria, Manuel.

—La victoria.

—La venganza… —susurró ella, volviendo a apoyar la cara en el pecho del capitán.

Zamorano tardó en reaccionar. Por su cabeza cruzaron estandartes al viento, combates encarnizados, gritos de victoria, estallidos de obuses e ideas de libertad. Y una imagen borrosa de sí mismo, uniformado de gala, conduciendo sus tropas al final de la guerra.

—De acuerdo. Iremos a Madrid. Pero a partir de este momento, ni una palabra a nadie. Ni siquiera a Sartenes, aunque vendrá con nosotros.

—¿Te fías de él? —Teresa empleó un tono de voz que sorprendió a Zamorano.

—¡Es mi amigo! —replicó tajante.

—Me alegra oírtelo decir —rectificó ella el tono—. Porque creo que, sea lo que sea ese hombre, estoy convencida de que daría la vida por ti.

—Bien —concluyó Zamorano—. Pero no volvamos a hablar de esto. Y si alguna vez hay que referirse a ello, lo llamaremos el secreto del cautivo. No lo olvides.

—El secreto del rey cautivo —repitió ella, en un susurro. Y respirando hondo, volvió a recostarse en el pecho del hombre que le había devuelto la idea más hermosa del amor.

7

El tiempo pasaba en Las Navas con la lentitud del agua puliendo y redondeando las aristas de un canto en el lecho del río. Sus vecinos se acostumbraron a la compañía de los hombres del capitán y aprendieron a organizar una Junta Local como las existentes en otros muchos pueblos, una asamblea que pronto se puso en contacto con la Junta Provincial de Ávila para continuar acrecentando la resistencia popular contra el invasor. Y, entretanto, Teresa y Zamorano convirtieron los días y las noches en una interminable luna de miel.

Al amanecer paseaban a caballo, a veces galopando hasta más allá de los lindes de la prudencia, llegándose hasta ver los techados de Santa María de la Alameda o bordeando la sierra de Malagón en busca de un rincón escondido en el que hablarse en voz baja e intercambiar frases sin ensayar. Durante el resto del día compartían miradas y se daban de comer despacio, y al anochecer, callados en la habitación, se refugiaban de la exageración del cielo y de las lluvias perezosas de marzo para repartirse sueños y caricias. Tanto gozaban del derroche de sus cuerpos que el amanecer siempre les parecía una impertinencia.

—Quiero que estemos juntos para siempre —le dijo un día Zamorano después de beberse los labios como si ninguno de los dos pudiese saciar la sed.

—Yo no deseo otra cosa —respondió Teresa.

—¡Busquemos un cura! —se incorporó Zamorano, impetuoso—. En Las Navas lo hay. ¡Deprisa!

—Vamos, vamos… —le apaciguó ella, volviéndole a tender a su lado—. Pasó ya la medianoche, amor mío, no son horas. Vuélvemelo a pedir mañana…

El reposo llegó a su fin en la mañana del quinto día con el regreso de Ezequiel, que había cumplido el encargo. Exhausto por la urgencia exigida a su caballo, necesitó de un buen trago y de una sopa bien caliente antes de dar parte al capitán de las noticias que traía. Fue, tras el almuerzo, cuando se quitó el pañuelo anudado a la cabeza, se enjugó el sudor del cuello y de la cara y se dispuso a hablar.

—El teniente coronel Porlier quiere verle, capitán —empezó diciendo—. Le espera dentro de tres días en Salamanca, en la casa del conde de Toreno. No sé de qué se trata, pero la causa parece de importancia.

A Zamorano le extrañó la citación y más aún la urgencia con que se le convocaba. Mucho debían de estar cambiando las cosas para que dos rebeldes se arriesgaran de tal modo a ser descubiertos en plena ciudad, porque tanto uno como otro gozaban ya de una cierta y peligrosa popularidad entre los franceses. Salamanca estaba tomada y, por lo que se sabía, muy vigilada. El capitán pensó que sin duda estaban ocurriendo hechos graves y que por ello Porlier había decidido que merecía la pena correr el riesgo.

—De acuerdo —dijo, y luego paseó la estancia, pensativo.

—Las órdenes son llegar en la madrugada de pasado mañana, a caballo, convenientemente vestido y sin compañía —interrumpió el maestro sus cavilaciones—. De ser molestado por los franceses, habrás de decir que eres un comerciante de tejidos de visita en la ciudad. En mis alforjas traigo las ropas adecuadas, capitán.

Sartenes sonrió. Fue el único que lo hizo en aquella sala. Y añadió:

—Como un galán de comedia, capitán. Va a estar usted hecho un auténtico galán.

—Calla, Sartenes.

Teresa se acercó hasta él y le apretó el brazo.

—¿Estarás muchos días fuera?

—No lo sé —Zamorano se sintió, de repente, disgustado. Ya se había acostumbrado a tomar las decisiones y no le gustó que otros las tomasen por él. Ni siquiera su amigo el teniente coronel. Pero concluyó—: Será como se me ha ordenado. Saldré mañana mismo y veremos qué es eso tan importante que nos obliga a semejante riesgo. ¡Sartenes!

—¿Sí, capitán?

—Prepáralo todo para mi marcha. Esta vez no vendrás conmigo. Quedas encargado de cuidar de la dama, ¿entendido?

—De mil amores, capitán.

—Más te vale. Te va el cuello.

Zamorano se retiró a su habitación, claramente contrariado. No sabría explicar por qué, pero aquella llamada rebozó sus pensamientos en nubarrones de tormenta. Como un mal presagio.

—Lo siento mucho —dijo Ezequiel a Teresa y a Sartenes en cuanto se quedaron solos—. No me gusta ser portador de noticias preocupantes, y me parece que al capitán se lo parecen.

—No te apures, maestro —Teresa le regaló un gesto lleno de afecto—. No es contigo el enfado. He hablado mucho con el capitán estos días y sé que te tiene en gran aprecio.

—¿Y de mí? —se interesó Sartenes—. ¿Te ha hablado de mí?

—¡No! —respondió la mujer fingiendo enojo. Pero de inmediato convirtió su rostro en una enorme sonrisa—. Pues claro que sí, Sartenes. ¿Y cómo no? Tú eres su amigo…

Los tres quedaron en silencio, pensando cada cual en sus cosas. El maestro recuperándose de la fatiga del viaje y rememorando las etapas cubiertas en tan escasos días; Sartenes acordándose de los buenos momentos pasados junto al capitán y pensando en la suerte que había tenido encontrándose con él aquella noche en la oscuridad de Madrid, sobre todo después de la declaración de amistad oída en labios de aquella mujer; y Teresa calculando las posibles causas de la citación, buscando razones para una entrevista tan perentoria. Acaso tuviese que ver con el contenido de la bolsa que llevaba en sus manos desde el día que huyó de Talavera. ¡Ah, Talavera! Tenía que darle cuenta a Sartenes de lo ocurrido… Hasta ahora no lo había recordado…

—¿Te acuerdas de la Posada Real, Sartenes? —preguntó, adoptando un semblante sombrío, como de hondo padecimiento.

—¿Y no me iba a acordar? —sonrió Sartenes—. ¡Toma! ¡De la posada y de la posadera…!

—A eso voy, Sartenes. ¿La recuerdas? Nos recibió cuchillo en mano por si éramos de alguna partida…

—Porque su marido la dejó sola a causa de la guerra. ¡Y lo bien que le vino a mis carnes aquella ausencia, rediez! ¡Qué gran mujer…!

—Volví a la posada —Teresa puso su mano en el brazo de Sartenes—. Sí, lo hice…, en busca del capitán. Debió de ser más o menos dos meses después de nuestro encuentro. Pero ya no se encontraban allí ni aquella mujer ni la posada. —Teresa cerró los ojos, dolorida—. Había sido incendiada… Pregunté en Talavera qué había sucedido y nadie me lo quiso decir; hasta que un anciano, mientras lamentaba no tener treinta años menos para que le dejasen combatir, me lo contó todo. Al posadero, de patrulla por los alrededores de Fuenlabrada, lo habían hecho preso, torturado y asesinado; y su mujer, al enterarse, urdió la más terrible de las venganzas. —Teresa tomó aire e intentó reponerse. Se apartó de la frente un mechón de pelo que de inmediato volvió a caer—. Una noche que fueron a cenar a la posada once oficiales franceses, entre ellos un general y varios coroneles, envenenó el vino con que les obsequió y, para que nada sospecharan, bebió con ellos, coqueteando, animándolos a beber más y más. —Teresa hizo una pausa y respiró hondo, pero no pudo evitar que dos lágrimas se desprendieran de sus ojos—. Murieron los once franceses, Sartenes, los once… Y ella también. Todos murieron aquella misma noche entre horribles dolores…

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