El secreto del rey cautivo (26 page)

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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del rey cautivo
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—¿Adónde vamos, capitán? ¿De verdad vamos a Madrid?

—Sí, a Madrid —respondió Zamorano—. Claro, que si no quieres venir…

—¿A Madrid? ¡Vamos! ¡No he deseado otra cosa desde que salimos de allí! ¿Recuerda, capitán? Aquella mañana del 3 de mayo me fui diciendo: tan pronto como sea posible, he de regresar a Madrid. ¿Lo recuerda? No repetía otra cosa. Y ahora, que usted me brinda esta oportunidad, de ninguna manera voy yo a…

—¿Callarás de una vez, Sartenes?

—Mudo, capitán. Ya me conoce…

TERCERA PARTE
28 de julio de 1809
1

La noche llegó envuelta en brasas de fuego y bañada por un aire tan húmedo que las camisas tardaban menos tiempo en empaparse de lo que se empleaba en mudarlas. Toledo había alcanzado al mediodía más de cuarenta grados de calor y el río, allá abajo, parecía hervir cuando la anochecida había limpiado de luz los cielos malvas. El bochorno de aquel mes de julio era tan insoportable que incluso hablar resultaba fatigoso en extremo; y enloquecer parecía una invitación difícil de rechazar.

Tal vez fue esa la razón por la que, en su residencia de paso, preparada con urgencia para la ocasión, el rey José permanecía con todas las ventanas abiertas, buscando la brisa con el ansia que muestra el pez recién pescado para volver al agua, pidiendo de continuo una camisa y otra más; y, visiblemente irritado, dando voces y paseando la estancia sin desprenderse de una jarra de limonada de la que bebía sin parar.

De repente, se detuvo en medio del salón, encontró una excusa en el artesonado del techo para detener allí su mirada durante un largo rato y, al cabo, ordenó llamar al mariscal Jourdan.

—¿Me lo vas a explicar, mariscal? —le espetó mientras entraba en la sala, sin dejarle un instante para que se cuadrara ante su rey.

—Yo…, majestad… —titubeó el militar.

—¿Y quién si no? ¿No eres mi jefe del Estado Mayor, Jourdan? —el rey se mostraba cada vez más irritado.

—Sí, sí, majestad… Os puedo informar del resultado de la batalla…

—¿El resultado, mariscal? ¿El resultado? —José volvió a pasear enfurecido por la sala antes de dar un puñetazo sobre la mesa—. ¡Yo te diré el resultado! ¡Siete mil bajas en mis ejércitos, una batalla que no ha servido para nada y yo aquí, en Toledo, agazapado como un vil cobarde! ¡Este es el resultado!

El jefe del Estado Mayor General francés no supo qué responder. La batalla afrontada en Talavera, y concluida esa misma tarde, se había saldado sin vencedores ni vencidos, en efecto. Los españoles y los ingleses habían retrocedido hasta Plasencia, y Talavera había quedado en manos francesas después de abonar sus campos con la sangre de siete mil buenos soldados; pero de modo tan inseguro que el propio rey se había tenido que retrasar hasta Toledo para cobijarse. José Bonaparte empezaba a hartarse de la resistencia que oponía el ejército regular español con la ayuda de las tropas inglesas de Wellesley y no comprendía por qué las tropas imperiales no podían superar los escollos fácilmente, como lo conseguía su hermano Napoleón cuando se ponía al mando.

Jourdan, amedrentado por la ira real y harto también del irrespirable aire toledano, intentó transmitir al rey un optimismo que al menos sosegara su ánimo durante unas horas.

—Podemos considerar la batalla como un éxito más de su majestad, ma…, majestad. —El mariscal se aturulló ante la mirada febril del rey—. Quiero decir que el enemigo ha de considerarse derrotado y en retirada…

—Escucha, Jourdan —José apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia el mariscal hasta que sintió el aliento sobre su cara—: Yo ya no entiendo nada. Ni a los españoles, ni a los franceses, ni a nadie. No sé si estáis aquí por la paga o por el honor; lo único que sé…

—¡Majestad! —el mariscal exhibió en su tono de voz la aprendida indignación militar—. ¡El honor…!

—Sí, sí, ya sé… El honor… —José abanicó la mano como si alejase una mosca—. ¡Pero yo te digo que lo único que sé es que mi hermano tardó tres semanas en llegar desde Bayona a Madrid y mis tropas no han sido capaces en ocho meses de cruzar Despeñaperros! ¿Me lo puedes explicar, eh? ¿Acaso me lo puedes explicar?

El jefe del Estado Mayor iba a replicarle que, con todos los respetos, su majestad no era Napoleón, por mucho que se hubiera empeñado en ponerse al frente de las tropas para la batalla de Talavera; pero lo pensó mejor, guardó silencio y se limitó a bajar la cabeza. El rey, desesperado, se volvió a su lugarteniente y pidió que se citara al mariscal Victor.

—Está en la villa de Maqueda, majestad —le informó el edecán.

—Bien, pues Sebastiani. Que venga el mariscal Sebastiani.

—En seguida, majestad.

José Bonaparte se mostró extenuado. No quería seguir hablando con Jourdan, un general que le despreciaba lo mismo que los demás mariscales, bien lo sabía, pero ante el que tenía que mostrarse firme para que, llegado el momento, Napoleón no le reprochase nada ni le acusase de pusilanimidad ni de cobardía. El rey José no se sentía deudor de sus mariscales ni de los españoles, pero sí rehén de su hermano. ¿Por qué había aceptado el reino de España si en Nápoles había comprendido que reinar es el más penoso, insatisfactorio y desagradecido de los oficios? Un zapatero es felicitado si termina un buen par de escarpines; un sastre si acierta en el corte de un chaleco; un general si alcanza una victoria y un compositor si emociona en un
allegro un poco maestoso
. Pero, ¿qué ha de hacer un rey para que el populacho que hoy le vitorea no sea el mismo que mañana acuda horca en mano a presenciar con júbilo su decapitación? Si acierta, es su deber; si yerra, es reo de escarnio. Y de él no sólo se mofaban los españoles sino también sus propios mariscales. Ni Jourdan, ni Victor ni Sebastiani merecían su respeto, como tampoco ellos le respetaban. Pero tendría que hacerles saber quién detentaba el poder para que su hermano, al menos, sintiera que no era un memo incapaz de gobernar un país de gitanos lleno de moscas.

—A sus órdenes, majestad —se cuadró Sebastiani al entrar en la sala—. ¿Me habéis ordenado llamar?

—Sí, mariscal —el rey contestó con una pereza que obtuvo el cabeceo misericordioso de Jourdan, que en ese momento estaba a su espalda.

—Disponed.

—Pasa, pasa —el rey le indicó un silloncete—. Y siéntate. Necesito saber quién está organizando la resistencia española.

José Bonaparte tomó asiento a su lado y se dispuso a escuchar.

—Creo que la respuesta no es sencilla, pero todo parece indicar que se trata de una asamblea rebelde que se hace llamar Junta Central Suprema.

—Eso ya lo sé, Sebastiani —al rey apenas le salían ya las palabras—. ¡Por todos los diablos! ¿Es que nadie va a informarme la verdad de cuanto está sucediendo a mis espaldas?

—No os entiendo, majestad —Sebastiani miró a Jourdan, desconcertado.

—¡Pues es bien sencillo, mariscal! —golpeó el brazo del silloncete con la mano cerrada—. ¡La Junta Central, la Junta Central! ¿Es que acaso se trata de una fantasmagoría, de un ente celestial imposible de alcanzar? Porque, a ver, ¿quién la ha visto, quién sabe qué es, quién la forma, cómo distribuye sus órdenes, a quién, quién toma las decisiones? ¿No os dais cuenta de que, aunque no existiera, el mero hecho de nombrarla la convertiría en real?

—Pero lo cierto es que existe, majestad, por desgracia… —el mariscal, confuso, no sabía si acertaba con la respuesta que quería oír el rey. Aun así continuó—: Nuestros informes dicen que se reúne en Sevilla y que desde allí toma las decisiones que son comunicadas de inmediato por todo el país y seguidas con disciplina por los diferentes cuerpos de ejército y por los muchos grupos de bandoleros diseminados por vuestro reino. Además…

—¿Y cómo logra comunicar sus instrucciones? ¿Acaso no somos capaces de interceptar a sus mensajeros?

—No, majestad —Sebastiani extendió los brazos en señal de impotencia—. Conocen bien el terreno, cuentan con el apoyo de la población, de vuestro pueblo, y al parecer no les cuesta esfuerzo pasar inadvertidos entre nuestras líneas.

—¿Mi pueblo? —se extrañó Bonaparte.

—Vos sois el rey de España, majestad.

—Ah, sí, claro… Es cierto. —De repente se sintió extraño reconociendo que estaba combatiendo a su propio pueblo. Pero lo sentía tan ajeno como en alguna ocasión se lo había hecho notar Ansorena—. Tengo un pueblo de traidores… Habrá que corregir eso.

—Como ordenéis, majestad.

El calor era cada vez más asfixiante. Bonaparte pidió otra jarra de limonada y se cambio de nuevo la camisa, sin preocuparse de exhibir el real torso ante los mariscales.

—No sé cómo hay alguien que pueda vivir así —comentó el rey. Y luego volvió a tomar asiento y a despacharse, de un trago, media jarra de limonada—. Y dime, mariscal, ¿a quién representa esa eficacísima Junta Central, si puede saberse?

Sebastiani negó con la cabeza y permaneció un rato pensativo, sin saber por dónde empezar. Era, sin duda, una pregunta para un político, no para él, un simple militar. Pero, en efecto, mucho habían hablado de ello en los cuartos de banderas y algo sabía; aun así, no estaba seguro de que pudiese explicarlo ante el rey con fidelidad.

—Yo, majestad…, soy sólo un militar. Y ya sabéis que nosotros, de política…

—No puede ser tan complicado, mariscal. —El rey miró al mariscal y a Jourdan, que asistía a la conversación con aire ausente.

—Lo es —afirmó Sebastiani—. Y bastante complejo, majestad. Intentaré resumirlo… Por un lado están los seguidores de un tal Jovellanos; por otro los que se dicen liberales. Y, además, aquellos a los que llaman afrancesados y acusan de traidores. Pero entre ellos mismos hay tendencias, unas que cuentan con representación en esa Junta Central y otras no. Además están las Juntas Provinciales, las Juntas Locales, las partidas de bandidos…

—Basta, basta —el rey estaba demasiado fatigado para poner orden en aquella catarata de palabras. Volvió a beber y se levantó, para pasear por la sala y asomarse al balcón, buscando un pedazo de aire para enjuagarse la garganta—. Es paradójico: yo he venido a España para hacer un gran país y nadie lo comprende, ni siquiera vosotros…

—Majestad… —musitó Sebastiani.

—¿Nosotros…? —exclamó Jourdan, sobresaltado en su sillón, como si alguien le hubiese despertado de su letargo.

—Nadie, nadie, olvidadlo… —cabeceó el rey, y se pasó la mano por la frente arañando el sudor. Guardó silencio y cerró los ojos, fatigado. Y luego, como hablando para sí mismo, dijo pausadamente mientras contaba con los dedos cada una de sus frases—: Hay que ver… Nada más llegar a Madrid decreté el fin de la Inquisición, preparé la reforma del Código Civil, reduje la presencia de conventos y el poder de la Iglesia en favor de los ciudadanos, decreté que las tierras sin labrar fuesen expropiadas a sus amos y entregadas a los campesinos. ¿Qué más muestras de modernización esperaban de mí? Hasta ordené que se llevasen las aduanas a las fronteras, como en cualquier país ilustrado. Nadie me comprende, nadie… —El rey parecía ensimismado, embargado por una profunda desazón—. Nada pretendo contra la nobleza y el clero, ellos lo saben, aunque mi intención sea suprimir el régimen señorial… Dar a España unas leyes idénticas a las de nuestra República y garantizar los derechos ciudadanos. Crear nuevas ciudades, construir caminos… Y mirad, mirad… Prefieren a esos bárbaros ingleses, que ayer mismo han destruido el puente romano de Alcántara, esa magnífica obra de ingeniería de tiempos de Trajano, con dieciocho siglos de antigüedad… Y los prefieren a ellos…

—Majestad… —intervino Sebastiani.

—Está bien, dejadme. —El rey estaba demasiado cansado para seguir la conversación—. Pero, antes de iros, quiero decir algo: procurad ganar esta guerra, señores; porque de no ser así no mereceremos seguir con vida. Ni por nosotros ni por la causa de los españoles, por quienes luchamos. Os aseguro que no me equivoco un ápice si os digo que nuestra derrota será la puerta por la que el rey Fernando volverá a entrar en España y su reinado, de llegar a ser una realidad, será nefasto para este país. Es un tirano y como tal se comportará. Ya se lo he dicho a Ansorena y… Por cierto: ¿se puede saber en dónde está Ansorena?

—En Madrid, majestad.

—¿Y qué hace en Madrid? ¿No se supone que mi ministro debe estar a mi lado?

Sebastiani y Jourdan se miraron y alzaron las cejas, sin atreverse a responder.

—¿Qué me ocultáis? —gritó el rey.

—Nada, majestad… —Jourdan se adelantó—. El caso es que estos días vuestro ministro se muestra un tanto… distraído, por decirlo de alguna manera.

—Está convencido —continuó Sebastiani—, de que existe un tesoro real en Madrid, que perteneció al rey Fernando, y anda buscándolo…

—¿Un tesoro? —se sorprendió José.

—Bueno, eso dice —afirmó Jourdan—. Que Fernando, antes de salir de Madrid para acudir a la cita con vuestro hermano, el Emperador, ordenó esconder una gran cantidad de oro y una considerable suma de dinero. Vuestro ministro está empeñado en esa idea y…

—¿Creéis que hay que temer por su salud, señores?

—Imagino que… —titubeó Sebastiani.

—Ya se le pasará —le disculpó Jourdan—. Son ideas fijas que se meten en la cabeza con este calor y…

—No, no creáis que carece de importancia el asunto, no… —El rey se rascó la barbilla, pensativo. Luego paseó un largo rato por la estancia, elaborando extensas reflexiones que se le escapaban entre los movimientos de los labios, que no detenía, y por extraños gestos, como cuadrando cuentas o construyendo un mosaico con piezas perdidas durante largo tiempo. Paseó, bebió e incluso se cambió de camisa sin detener su riada de elucubraciones. Hasta que, al final, como habiendo dado con la solución de un acertijo, concluyó en voz alta—: Un lunático a mi lado…, me preocupa. Sí, me preocupa mucho… Sabéis que soy Gran Maestre del Gran Oriente francés y, lo confieso, había pensado en él para sucederme en caso de enfermedad o de tener que ausentarme de España. Y ahora, en estas condiciones… No sé. Me parece un tanto imprudente… Me temo que he de cambiar de opinión y buscar otro masón que… Ah, ya sé: creo que designaré como sucesor a Miguel José de Azanza. Hasta el momento, que se sepa, no da muestra alguna de alteraciones nerviosas, ¿no es así? Un tesoro, un tesoro… ¡Pero qué cosas! Hay que reconocer que la mente humana tiende trampas incluso entre los más ilustres y clarividentes de nuestros ciudadanos. ¡Y luego no quieren que ponga orden en este país de locos!

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