Un día, sin cita previa, se presentó en el balneario Andrés Rojo del Cañizal, hombre de cabeza grande y abultado abdomen que palmeó muchas veces la espalda de Portier mientras sonreía como si en aquella boca no cupiesen dudas. Sus visitas se repitieron hasta cinco veces en una misma semana y, cuando Zamorano preguntó a Porlier de quién se trataba y qué le llevaba a visitar el balneario con tanta frecuencia, el mariscal de campo no dudó en informarle de su identidad: era un acaudalado comerciante liberal dispuesto a financiar el pronunciamiento, costase lo que costase, y sin pedir nada a cambio. Un patriota, así lo definió Porlier, sin conocer que el dinero nunca se entrega a cambio de los colores de una bandera o de un ideal que no produzca un rápido interés.
El caso fue que, en la hacienda del mismo don Andrés, durante las siguientes semanas, se acordaron los pasos a seguir y el momento de hacerlo. En concreto, Porlier contaba con un total de ochocientos sesenta y cuatro hombres y el apoyo incondicional del comerciante. En aquella casa se preparó la toma de la ciudad de La Coruña, lo que, en efecto, se llevó a cabo en menos de dos horas durante la noche del 18 al 19 de septiembre de 1815. Pero luego empezaron las dificultades: el plan consistía en avanzar a continuación sobre Santiago de Compostela, una vez consolidada la primera plaza y asentada allí la central de avisos; y luego no detenerse hasta Madrid. Sin embargo, quizá por las facilidades encontradas en La Coruña, por la ansiedad de acabar cuanto antes con el régimen del rey don Fernando o porque les fallasen los cálculos, el caso fue que aquella decisión se convirtió en demasiado apresurada.
O a causa de otra nueva traición; aquello era algo imposible de saber. Porque lo cierto fue que, mientras Porlier y sus oficiales cenaban despreocupadamente en el mesón de Viqueira, fueron sorprendidos y detenidos por la escuadra de sargentos de Marina del coronel Antonio Chacón, siguiendo instrucciones del ministro de la Guerra. Aquella noche Zamorano y su partida no habían acudido a la cita, cumpliendo el encargo personal de Porlier de permanecer en La Coruña para velar por el mantenimiento del orden, y de este modo no cayeron en la trampa tendida a su jefe. Y fue allí, en su puesto de mando, donde Zamorano fue informado del arresto de Porlier y de que se les había conducido a prisión a la espera de juicio por alta traición a la patria. Curioso concepto el de traición, pensó Zamorano, que sólo existe en caso de derrota.
Con la máxima celeridad se llevó a cabo un proceso sumarísimo. Y el 26 de septiembre de 1815 se dictó sentencia por la que se ordenaba que el mariscal de campo don Juan Díaz Porlier,
precediendo la degradación, sufra la pena de Horca que señala el art. 26, artículo 8.0 tít.010.0de las Reales Ordenanzas
.
En la siguiente madrugada del día 3 de octubre, antes de que cantara el gallo y el sol fuese testigo de que moría el último héroe de la Guerra de la Independencia, se cumplió su destino, muriendo por ahorcamiento en el patíbulo que se había elevado para él en la prisión de La Coruña.
Tenía veintisiete años de edad.
Doce más de los que contaba
Manuela Malasaña
al morir.
Ahora, al atardecer, Zamorano, Teresa, Ezequiel y Sartenes miraban el horizonte sanguinolento dibujado por las nubes cromadas al sol. El día había sido largo y luctuoso, seco como un camino de piedras atravesando la garganta.
Ezequiel lo había dicho, en un susurro:
—Hablar puede aliviar los dolores del alma…
Pero no le oyeron ni él quiso repetirlo. Ninguno sabía qué decir y, aunque rebuscaban entre sus pensamientos remedio para la congoja que los mantenía inmóviles, sumidos en el dolor por la pérdida del amigo, ensimismados en la propia tragedia, no encontraron palabras de consuelo para compartir.
Teresa miraba a Zamorano con los ojos húmedos. El capitán, vuelta la cabeza, los cerraba para sujetar las lágrimas. Ella no quiso verlo así y se aferró a su mano, besándole la mejilla. Al cabo, le susurró al oído:
—Deja ya de sufrir, amor mío. Oí decir una vez a Ezequiel que no importa en cuantos pedazos se rompe el corazón, el mundo no se detiene para que lo arregles.
Zamorano forzó una mueca sonriente y se volvió a Ezequiel.
—¿Eso dijiste, maestro?
Ezequiel alzó los hombros y se alejó hasta el borde del acantilado, a enterrar su mirada en los perfiles del mar. O quizá para que no le viesen llorar.
—Un filósofo, ya lo conoces… —Teresa apoyó la cabeza en el hombro de Zamorano.
—Dame la mano… —le pidió el capitán.
—Ojalá pudiera socorrerte el alma…
El silencio se volvió a adueñar de todos ellos. Esperaban la hora de embarcar para salir de España y el tiempo se eternizaba mientras repasaban la vida que habían consumido con tan escaso provecho. Demasiados años de lealtad a un rey que no la merecía. Y excesivos sacrificios por un pueblo que, engañado o confundido, gritaba «¡Vivan las cadenas!» cuando se le había puesto a sus pies el sagrado bien de la libertad.
Corría el aire frío de la noche, precediendo las peores horas.
Dolía la soledad.
—Deberíamos apresurarnos —indicó Teresa, rompiendo el silencio y señalando en dirección al puerto—. ¿No es hora ya de embarcar?
Zamorano se arrancó una lágrima de la cara y la miró.
—Sí —afirmó—. Cuanto antes, mejor. ¿Las llevas?
—¿El qué? —lo miró Teresa, intrigada.
—Las tijeras.
—¿Estas? ¿Las de Manuela? —Teresa palmeó el bolso que colgaba de su hombro—. Por supuesto. Nunca me separaré de ellas.
—Consérvalas —afirmó el capitán—. Creo que nos traerán suerte…
Se pusieron en pie. Teresa tomó al pequeño Manuel en los brazos y se quedó junto a él, mirando la inmensidad del Atlántico. El capitán le pasó la mano por la cintura.
—Mira, capitán, allí está nuestro futuro —Teresa volvió a apoyar la cabeza en su hombro—. Empezaremos de nuevo…
—Vayamos, pues —dijo Zamorano. Pero de repente se detuvo y dejó los ojos en la mirada cálida de Teresa—. Tal vez prefieras quedarte… A mí me persiguen, pero nada tienen contra ti ni contra nuestro hijo… Si lo deseas…
—Te lo juré el día de nuestra boda, capitán: estaremos juntos siempre, allá donde tenga que ser.
Zamorano la besó despacio y así permanecieron un rato, abrazados. Luego, volviéndose hacia Sartenes, que regresaba del poyete en donde había estado sentado, en silencio, le pasó un brazo por el hombro.
—¡Ese ánimo, Sartenes, que no se diga! Hay que aceptar las derrotas con la cabeza alta.
—Sí, capitán —balbució Sartenes, con la barbilla temblorosa—. Como tú ordenes.
También Ezequiel se reunió con sus amigos.
—Ya no ordeno, Sartenes: eso pasó. Y tú, Ezequiel, no me mires con esa cara que tú mismo lo dijiste: no importa a dónde llegaste, sino a dónde te diriges.
—Lo sé, capitán. Lo sé.
—Pues bien, amigos. Hasta aquí hemos llegado. Sólo puedo decir que los buenos amigos son la familia que nos permitimos elegir, y, mirándoos, yo ya sé quién es mi familia.
Ezequiel y Sartenes bajaron la cabeza. Luego el maestro estrechó los brazos del capitán.
—Si alguna vez me necesitas, sea para lo que sea y estés donde estés, llámame —dijo sin quitar los ojos de los suyos—. Lo dejaré todo para acudir a tu lado, Manuel.
—Lo sé, maestro.
—Ahora vuelvo a casa —añadió Ezequiel, forzando una sonrisa y pugnando para que el agua no se desbordase de sus ojos—. Han pasado demasiados años y necesito volver a respirar el olor de mi tierra. Y, ¿sabes, Teresa?: tal vez me case y, quién sabe: puede que me instale con ella en Madrid.
—¿De veras? —sonrió Teresa—. ¿Y quién será la afortunada? Porque si te rechaza, muy capaz soy de…
—Me alegra oírte decir eso —interrumpió el capitán, sonriendo también—. Porque te he estado guardando esto desde aquel molino del camino de Aranjuez. —Zamorano extrajo de su chaleco un pequeño paquete envuelto en papel—. No es mucho, tú te mereces mucho más por tantos años de sacrificios, pero creo que nadie mejor para conservarlo.
El maestro tomó el obsequio, sorprendido, y desenvolvió el paquete con premura. Era una pequeña caja de madera que contenía un anillo de oro con un diamante.
—¡Capitán!
—Estoy segura de que tu esposa lo llevará con gusto —dijo Teresa, acercándose—, y así tú, cuando lo veas en su mano, no nos olvidarás.
—Yo nunca podría olvidaros… —Ezequiel abrazó y besó a Teresa.
—Y el caso es que —interrumpió Sartenes el abrazo—, si no mandas más, capitán, yo también tendré que irme… ¿Verdad?
Zamorano ladeó la cabeza, sin pronunciar palabra.
—Comprendo… —Sartenes bajó los ojos y se guardó las manos en los bolsillos. Y al momento sacó la derecha y revolvió los cabellos del pequeño Manuel, que permanecía en los brazos de su madre—. Por casualidad, ¿no habría nada para mí, capitán?
Zamorano lo miró extrañado. Teresa y Ezequiel, lo miraron, también extrañados. Y el hombre, un poco azorado, se encogió de hombros y rezongó:
—Porque ya sé que carezco de méritos. Y que ha llegado el momento de pagar mis deudas. Sí, capitán, sí… Voy a ir a Madrid y me entregaré a la justicia. Pero en cuanto acabe de cumplir la pena que me queda pendiente, voy a ser un hombre muy, pero que muy pobre. No sé, tal vez si hubiera alguna sortija para mí…
—Lo siento, Sartenes —se lamentó Zamorano y le palmeó la espalda, mientras arqueaba las cejas y apretaba los labios—. No hay más. Con esa joya se acaba todo lo que expoliamos del equipaje del rey cautivo…
—En fin, qué le vamos a hacer… —Sartenes metió la barbilla en el pecho y de nuevo las manos en los bolsillos—. Nací más pobre que una rata y como tal moriré… Y el caso es que… —Sartenes no sabía cómo seguir, lanzando miradas nerviosas al suelo y al capitán, moviendo los pies a un lado y a otro—. No sé, el caso es que estaba pensando en… Claro, que es una bobada…, en fin. Bueno, si te parece una indiscreción no me contestes, ¿eh? Pero, pero… ¿Podría saber a dónde vais, capitán? Ya sé, ya sé que no es de mi incumbencia, pero…
—Vamos al Chile, Sartenes. A Santiago de Chile.
—¿A Santiago de Chile? —A Sartenes se le agrandaron e iluminaron los ojos y se le dibujó una gran sonrisa que interpretó como si fuese el más grande de los cómicos que jamás hubiese existido—. ¿Te puedes creer, capitán, que durante toda mi perra vida he deseado conocer esa ciudad? ¡No he pensado en otra cosa en todos estos años! Me decía: «En cuanto acabe todo esto, Sartenes, te vas al Chile. En cuanto acabe todo esto…» Y ahora, que después de toda una vida haciendo tales planes tengo esta oportunidad, como tú comprenderás no voy a… Porque podré ir con vosotros, ¿verdad capitán? ¿Puedo?
Zamorano, Teresa y Ezequiel soltaron una gran carcajada.
—No creo que… —negó el capitán, sin dejar de reír.
—Yo, yo… ¡Capitán! ¡Por favor! Yo cuidaré del pequeño Manuel como una madre, ¿verdad pequeñín? Haré la comida cuando Teresa esté fatigada, labraré el huerto, llevaré tu montura, cabalgaré a tu lado siempre que… Y yo te prometo que…
—¿Que callarás alguna vez, charlatán? —Mudo, capitán. Llegarás a preguntarte si acaso he enfermado y me he quedado mudo…
Aquella noche sin luna del 3 de octubre de 1815 el capitán Manuel Zamorano, su esposa Teresa, el pequeño Manuel y el fiel Sartenes embarcaron, rumbo a Chile, en un navío transoceánico que tardaría aún muchos días en divisar las costas de América.
Un barco que, quizá por casualidad, se llamaba
Manuela Malasaña
.
FIN
ANTONIO GOMEZ RUFO, nació en Madrid en 1954. Ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid en 1972 y se licenció en 1977. Ejerció la abogacía durante un tiempo en el despacho de Raúl Morodo compaginando su trabajo como abogado con distintas colaboraciones en el mundo de la política y la cultura. Fue asesor en asuntos culturales del grupo parlamentario del Partido Socialista Popular y asesor del gabinete técnico de la Dirección General de Cinematografía entre 1979 y 1983.
En 1983 dirigió el Aula de Cultura del Ayuntamiento de Madrid y en 1984 pasó a dirigir el Centro Cultural de la Villa de Madrid (hoy Teatro Fernán Gómez) hasta el año 1987. Durante este periodo, el Centro Cultural de la Villa tuvo una importante actividad cultural y una amplia programación de obras de teatro, música y danza. Creó el festival anual
Madrid en Danza
.
Desde 1987 hasta 1995 colabora con relatos y artículos en distintos medios escritos tales como
El Independiente
,
El Sol
,
El País
y en las agencias de noticias
OTR Press
y
Fax Press
, así como colaboraciones en distintos coloquios, mesas redondas, seminarios y conferencias. Desde 1995 hasta la actualidad se dedica exclusivamente a la literatura.