—¿Quiénes serán, capitán? —preguntó Julián, el
Toledano
, que había sido el primero en descubrirlos.
—Esperaremos a que estén más cerca —replicó el capitán—. Que todo el mundo permanezca alerta y preparado para el combate.
—A sus órdenes —Julián corrió a difundir entre las tiendas la consigna del capitán.
Sartenes, sin perder de vista a los intrusos, se acercó a Zamorano, y se protegió de la luz del amanecer poniéndose ambas manos sobre los ojos, a modo de visera.
—Parece gente de bien —comentó.
—No podemos saberlo, van armados —contestó el capitán.
—Pero no se trata de arcabuces ni de clase alguna de fusilería, Zamorano —aclaró Sartenes, guiñando aún más los ojos—. Lanzas y horcas parecen, pero para mí que son cayados para ayudarse a trepar por estos riscos.
—Sí, sí… En todo caso, esperemos a que se acerquen. ¿Tú qué opinas, Ezequiel?
El maestro frunció los labios y alzó los hombros.
—No lo sé, capitán. Pero yo, en su lugar, esperaría a asegurarme de que son en verdad enemigos antes de iniciar cualquier clase de lucha.
Zamorano le miró sorprendido, sin comprender la actitud de aquel hombre, siempre a punto para dictar una lección como si siguiese al frente de su escuela de párvulos.
—Sé lo que harías tú en mi lugar —la respuesta fue nerviosa, explosiva—, pero mi deber es proteger a los hombres, no especular con filosofías baratas.
—Lo siento, capitán —Ezequiel se arredró y evitó enfrentarse con la mirada de Zamorano—. Me limitaba a…
—Está bien —el capitán zanjó la cuestión, inquieto—. Sartenes: adelántate y averigua qué es lo que buscan esos hombres. Y no arriesgues la piel. Nosotros estaremos cubriéndote.
Sartenes se aseguró de que su pistola estuviera cargada, se ajustó la charrasca en la faja y salió del campamento en dirección a los visitantes, hundiendo las botas en la nieve hasta los tobillos. Zamorano ordenó cubrir todo el flanco central y mantener a los intrusos en el punto de mira de los fusiles, por si fuera necesario disparar; y estar preparados para una rápida salida en busca del compañero si aquellos intrusos intentaban agredirle. Los ciento cincuenta metros que les separaban impedirían con certeza dar en el blanco, pero confiaba en que la primera descarga les intimidaría lo suficiente para dispersarlos.
Pero no hizo falta poner en práctica los preparativos dispuestos. A una distancia de unos cien metros se produjo el encuentro entre Sartenes y los hombres que se aproximaban. Estuvieron un rato hablando, ellos sobre todo, mientras Sartenes afirmaba con la cabeza y, de vez en cuando, parecía interrumpirles para hacer alguna pregunta. Y terminada la conversación, incómoda y vociferante en medio de aquella ventisca, Zamorano observó que Sartenes estrechaba la mano del que había llevado la voz cantante y, tras palmearle la espalda, invitaba a todos los miembros del grupo a seguirle hasta el campamento.
Eran siete hombres, todos jóvenes y extenuados después de una larga noche de búsqueda por las estribaciones de la sierra sobre la nieve. Cuando llegaron a la cima, apenas podían hablar. Saludaron levantando una mano, se tendieron en la nieve junto a una de las tiendas de campaña y se quedaron allí inmóviles, como dormidos. Y más de uno, en efecto, se durmió.
—¿De qué se trata, Sartenes? —preguntó Zamorano sin perder de vista a los recién llegados.
—Nada hay que temer, capitán —Sartenes se arrancó de la cara unos pegotes de hielo y sonrió—. Al contrario, son de los nuestros.
—¿Militares? —Zamorano volvió a mirar sus indumentarias, incrédulo—. ¿De qué regimiento?
—No, capitán. Patriotas. Me han asegurado que vienen para incorporarse a nuestra partida. —Sartenes se sentó en una piedra para recuperar el aliento antes de continuar—. Son vecinos de Guadarrama, ese pueblo de ahí abajo, y huyen de las tropas francesas. Dicen que no pueden soportar más sus saqueos y humillaciones, que abusan de las mujeres y roban sus provisiones. Y que ya no quedan hombres jóvenes en el pueblo, sólo ellos. Los demás se han unido a los ejércitos que combaten a los franceses en el sur o a las partidas de resistencia civil formadas por algunos alcaldes. Conocían nuestra presencia y quieren unirse a nuestra guerrilla.
—¿Y no les has preguntado cómo nos han descubierto? —Zamorano negó con la cabeza—. Pudiera tratarse de espías de los franceses y…
—¡Oh, no! —rió de buena gana Sartenes—. ¿Espías esos zarrapastrosos? Pero, fijaos: ¡si están más muertos que vivos! De todas formas, claro que les he preguntado, ¿por quién me toma, capitán? Y la verdad es que todo el pueblo lo sabe. Lo supieron desde el día que acampamos y conocen incluso las dificultades que encontramos a la hora de conseguir alimento. Pero me han jurado que, aunque lo deseaban, no han podido ayudarnos. Todo el término de Guadarrama está muy vigilado y hay orden de denunciar a los bandidos. Pero ninguno de ellos lo ha hecho, ya lo ve, capitán.
—Bien —concluyó Zamorano—. Que descansen ahora y luego hablaremos.
A mediodía los forasteros estaban ya despiertos y caldeados, después de entonarse con algunos vasos de vino y recobrar el ánimo con trozos de carne de venado asada, recalentada de la noche anterior. Confirmaron una por una las palabras de Sartenes y solicitaron al capitán, vehementemente, que los aceptara bajo sus órdenes. Les movía su lealtad al rey, desde luego, pero sobre todo el ánimo de venganza. Y la conciencia que les arañaba por no enfrentarse a unos invasores que les habían robado la libertad y herido el orgullo, como hijos, como hermanos, como novios o como maridos.
—De acuerdo —Zamorano esperó a que terminasen de hablar para tomar una decisión—. Sartenes: consulta a los hombres qué he de decidir. Quiero que los oigas a todos.
—Como quiera, capitán, pero me parece que ya han hablado.
Zamorano miró a su alrededor y observó la cara de sus guerrilleros. Uno a uno, según los iba repasando, afirmaron con la cabeza en señal de asentimiento. Incluso los que permanecían de guardia, distanciados de la reunión, habían comprendido lo que se debatía y manifestaron su intención.
—¡Que se queden, capitán! —gritó uno.
—¡Yo también confío en ellos! —alzó otro su voz, formando una hoz con la mano junto a su boca.
—¿Y tú, Ezequiel…? —preguntó Zamorano.
—Por mí, de acuerdo.
—¿Sartenes? —quiso saber, por último.
—De mil amores, capitán. ¿O cree que esta mañana me he dado esa caminata para nada?
No lejos de allí, una mujer avanzaba entre la ventisca camino de las sierras de Guadarrama, para intentar adentrarse en Castilla y buscar al capitán Zamorano, sin saber si alguna vez lo encontraría y, siquiera, si seguiría con vida. Su caballo llevaba la cabeza doblada, rozando el suelo, sin fuerzas; y el horizonte, una sucesión de montañas cubiertas por la nieve y pinares abrigados con mantos blancos y vírgenes, parecía repetirse sin que ningún paso fuese de más sino de menos. El viento azotaba la piel de la cara que no resguardaba la capucha de paño, y los copos de nieve, veloces como disparos, cegaban sus ojos a cada momento. Por un momento creyó que no sobreviviría un día más. Pero volvió a pensar en él y en el pecho de Teresa se enredó de nuevo la hiedra de la esperanza.
Antes del anochecer, unas luces mortecinas destellando entre los troncos de los pinos llamaron su atención. Sin pensar en qué podía ser, ni quién alumbraba la atardecida en aquellos parajes desiertos, exhausta, dijo algo al oído de su caballo y, como si la hubiese comprendido, el jamelgo se dirigió hacia allí, en busca de amparo. Y no recordó nada más: cuando despertó, estaba tendida sobre un lecho de paja, cubierta por un amasijo de sacos y desnuda bajo ellos. Sólo le habían dejado las pequeñas tijeras de Manuela Malasaña que colgaban de su cuello anudadas por un cordel. Su caballo dormía a su lado, echado, o parecía dormir. Y un asno, junto a él, permanecía tumbado y también dormido.
Teresa fue consciente de su desnudez y de inmediato se cubrió tan pudorosamente como pudo. Miró alrededor pero no vio nada. De algún lugar, del exterior, provenía una claridad de medianoche con luna, pero no se atrevió a levantarse de donde estaba tumbada y encogida. Oyó corretear algunas ratas a su alrededor y se quedó sin aliento, horrorizada. Y cuando sintió que por debajo de los sacos, entre sus muslos, subían y bajaban las cucarachas, no pudo resistirlo más: ahogó un grito de repugnancia, se levantó y corrió a abrazarse a su caballo, que sacudió las crines sobresaltado y resopló dos veces sobre el suelo. Desnuda y aterrada, abrazada al cuello de su caballo, aterida por el frío y por el miedo, permaneció así inmóvil durante mucho tiempo, no podría decir cuánto.
Pero, poco a poco, comprendiendo que no soportaría el frío mucho más, se sobrepuso y buscó los sacos esparcidos por el suelo, los fue sacudiendo uno a uno para expulsar los insectos que habitaran en ellos y se fue cubriendo el cuerpo, atándolos unos a otros hasta completar un abrigo para su desnudez. Después se encaramó al caballo, se tendió sobre las crines e intentó descansar un poco más. El alba la sorprendió así, algunas horas después, congelada y con tanto dolor en los pies que no pudo caminar hasta que los frotó durante media hora larga. El miedo no podía arrancárselo de las entrañas, pero tampoco podía quedarse allí. Respiró hondo y decidió afrontar su destino.
Iluminada por el nuevo día, la estancia fue adquiriendo formas reconocibles. Teresa comprendió que estaba resguardada en un establo y descubrió que su ropa, cuidadosamente tendida, había sido puesta a secar sobre los maderos de una de las cuadras, precisamente la del paciente asno que en aquellos momentos estaba desayunándose un forraje que, sin queja, compartía con el caballo. Teresa se sintió más confiada, corrió a buscar la bolsa de cuero, que estaba allí, conteniendo el libro que cuidaba, y luego se apresuró a vestirse, vigilando los alrededores por si aparecían ojos que hiriesen su pudor. En cuanto se vistió y se abrigó cuanto le fue posible, ensilló su montura y salió afuera del refugio para buscar a quien debía agradecer la pernocta.
Pero no vio a nadie. Tan sólo unas huellas, que no parecían humanas y cubiertas casi por completo por la nieve nueva, se alejaban de la puerta en dirección al sur. Huellas de zapatitos de mujer, botas de pie pequeño, como las que usaba Manuela Malasaña. No comprendió lo que había pasado ni pudo explicarse lo ocurrido; tampoco quiso detenerse a averiguarlo. Aunque de pronto comprendió que el destino, se lo hubiesen marcado con formas humanas o divinas, le había dado una nueva oportunidad y sin dudarlo reinició su búsqueda con la esperanza renovada. Ahora sí; ahora estaba segura de que algún día encontraría al capitán.
Y marchó en su busca, como si se tratase del mayor tesoro al que puede aspirar un ser humano: el verdadero amor.
Marchó sin reparar en que, desde lo alto de la colina, un joven pastor, un niño aún, la veía partir con el corazón salpicado de mil pellizcos, como sólo se sienten cuando un adolescente se enamora por primera vez…
No hubo que esperar para que los nuevos hombres de la partida de Zamorano se integraran en las labores de mantenimiento del campamento; y antes de que se iniciara la caída de la tarde cada uno de ellos ya había demostrado sus capacidades. Uno de ellos, llamado Fabián y con un aspecto tan rudo que costaba pensar que pudiese poseer tanta habilidad y destreza con la aguja, había cosido telas y confeccionado una gran tienda de campaña para albergar a todos los recién llegados; y la había alzado sobre la nieve, asegurándola con tal número de cuerdas y estacas que despertó la admiración de la partida de Zamorano, hasta el punto de que algunos le solicitaron ayuda para remendar la suya. Otro de nombre Francisco, pequeño y huesudo, pero ágil de manos y despierto de ojos, se había revelado como un extraordinario cazador y un experto en el manejo de la faca, con la que cobró en dos horas cinco conejos y otras tantas liebres, rebuscando en las profundidades de los riscos las madrigueras mejor disimuladas. Otro sabía cocinar, y otro más, contador en Guadarrama, leer y escribir. Pero el que parecía el jefe de todos ellos, y a quienes miraban siempre antes de contestar, era Bernardo, un hombre rubio y espigado de ojos claros que nunca sonreía. Tenía la dentadura blanca y bien alineada y las manos grandes, acostumbradas a sufrir. Era herrero de profesión y en su oficio había aprendido también a reparar y manejar toda clase de armas de fuego, de las que conocía todos sus secretos. Bernardo era áspero en el trato pero nunca respondía sin haber meditado antes lo que había de decir. Y luego, mostraba tal seguridad en sus juicios que sus amigos lo seguían sin albergar la menor duda de que la decisión era acertada.
—Sólo os pido un favor, capitán —rogó Bernardo aquella noche mientras el fuego jugaba a pasear reflejos por su cara—. Que penséis en la posibilidad de abalanzarnos sobre Guadarrama y acabar con el destacamento francés. Es una deuda que algún día me gustaría saldar.
—¿Tan importante es para ti? —Zamorano se dio cuenta de lo gratuito de su pregunta nada más terminar de formularla.
—Lo es —Bernardo no tardó esta vez en responder.
—Está bien, lo pensaré —contestó Zamorano.
Aquella noche las conversaciones se prolongaron hasta muy tarde. Había dejado de nevar y el frío, aunque intenso, permitió a los hombres cenar fuera de las tiendas y departir entre ellos, unos relatando las bajas causadas a los invasores y otros dando cuenta de sus oficios y modo de vida en el pueblo, tan similar al que recordaban los hombres de Zamorano de tiempo atrás, antes de entrar a servir en milicias o en las jornadas de descanso. Ezequiel, tendido en una manta, leía un libro con los ojos y atendía la cháchara cercana con los oídos, mientras Sartenes, contento de nuevo como hacía días que no le se veía, canturreaba tendido sobre la suya aquella coplilla que tanto le gustaba y que repetía como una cantilena:
Tú ya no mandas en mí.
Me peine como me peine,
ya no me peino pa' ti.
Hasta que Ezequiel dejó el libro a un lado y trató también de entretener a los hombres con uno de sus juegos de ingenio, acertijos inocentes que maravillaban a quienes le escuchaban, tan desacostumbrados a dar vueltas a las cosas y tan dispuestos a reír con distracciones menudas, por infantiles que fuesen. El maestro disfrutaba también con ello, tal vez porque le trajera recuerdos de sus mañanas de docencia ante un grupo de alumnos boquiabiertos.