El secreto del rey cautivo (37 page)

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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del rey cautivo
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Aunque aquellas preguntas y respuestas enmascaraban una cuestión mucho más importante. En la soledad de aquella tarde no podía engañarse. La verdadera pregunta era si él, el rey José, de la estirpe de los Bonaparte, deseaba ser el monarca de los españoles. No, se contestó de inmediato. Y luego pensó, como para pasar una mano acariciadora sobre su conciencia: yo obedezco, sólo obedezco. Y si mi hermano, el emperador, el invencible Napoleón lo ha querido así…

Aunque, ahora que lo pensaba, ¿tenía que aceptar cualquier capricho de su hermano? ¿Debía consentirlo? Bien estaba que lo hubiese hecho rey, que él dictase las normas, que él velase para que recibiese regimientos de apoyo cuando los necesitase, como los cuarenta mil hombres que venían de camino para terminar de pacificar Andalucía… Pero, ¿y esa idea absurda de extender la frontera de Francia hasta el cauce del río Ebro para aumentar la extensión del país galo y menguar la del hispano, empequeñeciendo otro Reino, el suyo? ¿Debía callar y aceptarlo u oponerse y velar por la integridad de España? El emperador ya lo había insinuado (y una insinuación de Napoleón era casi siempre el anuncio de una decisión tomada), pero cuando se lo propusiera abiertamente mostraría su disconformidad con la mayor firmeza. Si no conseguía ser respetado por Napoleón, se dijo, tampoco lo sería jamás por los españoles.

Sus súbditos tenían que conocerle mejor. Ya que sus ministros no eran capaces de convertirlo en un rey popular, ni siquiera conseguían atraer simpatías hacia su persona, él se encargaría de hacerlo. Y, para empezar, se dijo, compartiría con ellos la alegría por la sumisión de la buena gente de Andalucía. Decretaría una amnistía, eso es lo que haría. Una amnistía que liberase a una buena cantidad de presos de las cárceles de todo el reino y que demostrara a los españoles su clemencia y bonhomía. La clemencia de un buen monarca y la bonhomía de un gobernante que merecía ser querido por su pueblo.

Aunque continuase lloviendo sobre la ciudad como sólo lo hace cuando se avecina una noche de duelo.

2

—¡Sartenes!

—¿Otra vez?

Era la cuarta o quinta vez que, en el transcurso de aquella mañana, el judío Gabriel llamaba para pedir algo. Estaba en la cama, restablecido por completo en opinión de todos los demás, pero él había encontrado acomodo y servidumbre a lo largo de toda su convalecencia y, fuera por el hábito adquirido o por un insuperable miedo a recaer, lo cierto era que le costaba un esfuerzo indescriptible poner fin a semejante canonjía. Sartenes se levantó de la silla, bufó, se dirigió a su cuarto y se plantó bajo el quicio de la puerta.

—¿Y ahora, qué?

—Lamento incomodarte, pero estaba pensando que…, podrías traerme uno de esos libros de Ezequiel. —El judío adoptó una mirada de súplica, acompañado de un semblante de inválido—. Es tan triste mi situación…

—¡Pero qué tristeza ni qué ocho cuartos! —se enfureció Sartenes, aburrido ya de tanta comedia—. Si quieres un libro, prueba tú mismo a ir en su busca…

—Qué más quisiera yo… —El retrato de la agonía se instaló en su rostro—. Pero esta debilidad…

Sartenes se adentró en el cuarto y se situó frente a él con los brazos en jarras, a un lado de la cama.

—Escucha, Gabriel —resopló e intentó extremar la prudencia sin llegar a conseguirlo—. Llevas más de seis meses ahí tumbado, viviendo como un marqués. No digo yo que al principio no tuviese que ser así: viniste medio muerto y hasta la Navidad nadie daba un real por tu vida. Pero aquello ya pasó. Ahora estás más sano que todos nosotros juntos y si te encuentras débil es porque no te da la gana de levantarte de ese camastro y por eso tienes las piernas más volanderas que la camisola de una barragana. O sea que se acabaron las contemplaciones. ¡Ahora mismo te levantas de ahí y te vienes a sentar con nosotros en la sala!

Gabriel entrecerró los ojos y suspiró, como una vieja plañidera en un velatorio.

—¡Cuánta crueldad! —musitó, con un hilo de voz—. Me ves al borde mismo de la muerte y tú…

—¿Al borde mismo de la muerte? —Sartenes soltó una carcajada estruendosa. Y a continuación recobró la seriedad y gritó—: ¡No estarás tan cerca del funeral cuando engulles tus buenos cuartos de pollo, truhán! ¡Ni cuando vacías el cuenco de natillas, como hiciste hoy en el desayuno!

—Sartenes, por favor —suplicó el judío, redoblando el fingimiento—. Me haces sentir tan culpable… Sé que soy una carga para vosotros, lo sé… Y más en el estado en que se encuentra la pobre Teresa, a punto de parir… Creo que lo mejor será que me ayudes a bajar a la calle y que me dejes allí en una esquina, tendido en el suelo, a la intemperie. Alguna limosna obtendré o, si no, al menos moriré de frío en paz, sin molestar a nadie… Nunca podré olvidar todo lo que habéis hecho por mí; nunca sabré cómo pagarlo…

Sartenes cabeceó sin saber qué hacer. Dudó por un momento si levantarlo a empellones o ponerle una vela ante tanta santidad. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Respiró hondo, se llenó los pulmones de paciencia y habló pausadamente:

—Basta ya de tonterías, Gabriel. Estás curado de los huesos, las heridas han cicatrizado y has vencido la pulmonía, bien sabe Dios que gracias a uno de sus milagros. Ni rastro queda ya de tanto mal como sufriste. Y ahora lo que corresponde es que te levantes cada día un rato, hasta que recobres las fuerzas de tus piernas. Así es que vamos, yo te ayudo. —Sartenes lo destapó y le tiró de un brazo.

—Por piedad, amigo… —se resistió el judío.

—Ni piedad, ni nada —Sartenes tiró de él aún con más fuerza—. Un rato sentado, con un libro, y dentro de una hora a la cama, a reposar otra vez.

Gabriel se negó cuanto pudo pero al fin no le quedó más remedio que ceder y levantarse del lecho, exagerando el esfuerzo, y fue tambaleándose a sentarse en un sillón de la sala, en donde Ezequiel leía y Teresa terminaba de tejer unos zapatitos de lana con las agujas de hacer punto. Ambos levantaron la cabeza al verlo y sonrieron, a modo de bienvenida. Por fin el judío se prestaba a compartir con sus salvadores algo más que fiebres, quejas y demandas de ayuda.

Teresa estaba muy guapa allí sentada, al contraluz, con el pelo recogido en una trenza gruesa que le caía por delante del hombro izquierdo y los ojos fruncidos sobre la labor. Muy guapa, aunque ya le costaba conciliar el sueño por las noches y el peso del vientre, a punto de estallar, la obligaba a desplazarse con grandes dificultades. Cada poco tiempo tenía que esconderse en el dormitorio para orinar; y desde hacía varios días sufría algunos pequeños dolores que le alertaban de la cercanía del acontecimiento. Ezequiel, en aquellas circunstancias, se limitaba a esperar. Leía y reflexionaba, pero nada más hacía. Y Sartenes, durante los últimos meses, se había convertido en una pieza esencial a la hora de salir a la compra, limpiar la casa, atender al enfermo y vigilar para que Teresa no cometiera excesos, sin perder en ningún momento el buen humor ni dejar de hablar, infatigable, ya fuese para contar sucesos que recordaba, comentarios que oía, cosas que imaginaba o hazañas que inventaba. Sin él, durante aquellos meses difíciles, todo hubiese sido mucho peor.

Porque desde agosto no habían vuelto a tener noticias de Zamorano: no consiguieron saber si permanecía preso en Madrid o si había sido trasladado a otro lugar; si estaba sano o había enfermado; ni siquiera si seguía con vida. Todos los intentos por averiguar su destino habían resultado infructuosos y las pesquisas llevadas a cabo por los amigos judíos de Gabriel, que iban de visita con frecuencia a la casa, obtenían conclusiones contradictorias que abarcaban desde las que hablaban de su puesta en libertad, lo que resultaba imposible, hasta otras que aseguraban su ajusticiamiento, tan improbable como la anterior porque lo habrían sabido de cierto si hubiese ocurrido así. Teresa, Ezequiel y Sartenes confiaban, con todo, en que pronto llegaría la hora de su regreso. Y en esa confianza contaban los días y los tachaban del calendario, convencidos de que con cada uno que pasaba, uno menos faltaba para el reencuentro.

Tampoco habían avanzado demasiado, desde aquellas fechas de agosto, en las averiguaciones para descubrir el paradero del equipaje del cautivo. Ezequiel había comprobado, por sí mismo, la existencia de la Iglesia de San Sebastián y del sepulcro que contenía los restos de Lope de Vega en la cripta situada bajo la capilla del Sagrado Corazón de Jesús; y había realizado un hallazgo aún más importante, si bien todavía no lo había podido interpretar correctamente: a los pies de la sepultura, bajo la cruz de mármol en que estaba inscrito su nombre, se extendía un pequeño mosaico de dieciséis azulejos de cerámica, formando todos ellos un cuadrado de cuatro filas por cuatro columnas, y sobre cada uno de ellos escrito el título de una obra del insigne autor teatral. Contando de arriba abajo y de izquierda a derecha, el que hacía el número trece contenía la palabra
Fuenteovejuna
. Ezequiel recordó que trece era, también, el número que aparecía en los versos con que daba comienzo el segundo acto del libro. ¿Una mera casualidad o era intencionada la coincidencia? Un enigma más sobre el que había meditado sin llegar hasta ahora a ninguna conclusión. Con disimulo, en la soledad de la cripta en penumbra, había recorrido con el dedo índice los bordes enyesados del azulejo titulado
Fuenteovejuna
y luego los de otros dos o tres azulejos (
La dama boba
,
Castigo sin venganza
,
La Dorotea
…)—, y, sin ser experto en ello, le pareció que el primero, por su lisura y perfección en las junturas, podía haber sido manipulado en época más reciente, lo que le indujo a pensar que bajo la cerámica señalada podía encontrarse algún escrito que condujera al paradero del equipaje del cautivo. Con los nudillos golpeó el azulejo y comparó la resonancia con la del colocado a su derecha (
Peribáñez o el Comendador de Ocaña
) y, en efecto, tras repetir dos veces la operación concluyó que el primero resonaba más agudo, como si resguardase una oquedad tras él. Así, sin más averiguaciones pero seguro de que había dado con el buen camino, quedó la pesquisa interrumpida.

Porque, en todo caso, desde el apresamiento del capitán y con los cuidados requeridos por Gabriel y también, durante los últimos meses, por Teresa, no había habido ocasión de prosperar en la misión para la que habían llegado a Madrid. En todo caso no había prisa alguna, pensaba Ezequiel por consolarse; y también así tranquilizaba a Sartenes cuando, en un susurro para que el judío no lo oyese, preguntaba al maestro qué iban a hacer finalmente ellos al respecto.

—Esperar —replicaba el maestro y arqueaba las cejas—. ¿Qué otra cosa? Mira el panorama…

—¿Vendrán hoy tus amigos? —preguntó aquella mañana Teresa al judío, abrazándose la tripa como si le hubiese alcanzado un fuerte dolor.

—Así me lo dijeron ayer —respondió Gabriel—. ¿Necesitas algo de ellos?

—Quisiera saber si conocen alguna partera… —dijo en voz baja.

—¿Crees que ya…? —se inquietó Ezequiel, incorporándose en su silla.

—¿Cómo? ¿Ya viene? —brincó Sartenes, asustado.

—No, no, aún no… —Teresa se removió—. Pero me da a mí que ya puede ser en cualquier momento. Y entonces necesitaré ayuda porque me temo que vosotros…

Ezequiel y Sartenes se interrogaron con la mirada, buscando el uno en el otro una confianza que no encontraron. Y a continuación se volvieron hacia Gabriel, que negó con la cabeza sin ningún disimulo.

—Yo…

—Pero conocerás a alguna comadre, ¿no? —le urgió Sartenes, de pronto muy intranquilo.

—Alguna mujer con experiencia, ya sabes… —insistió Ezequiel con igual alarma e idéntica excitación.

—No sé… —se inhibió el judío, a quien los meses pasados en estado de letargo, casi inconsciente, le habían alejado demasiado de los tiempos en que sabía de toda clase de personas en Madrid—. Dejadme pensar.

—¿Y tus amigos? —se impacientó Sartenes, cercano ya a la angustia—. ¿Es que tus amigos no conocerán…?

—Habremos de preguntárselo —replicó.

El maestro volvió a mirar a Sartenes y luego a Teresa, que parecía ser la única persona que en aquella habitación conservaba la calma. Cosía y, de vez en cuando, levantaba los ojos para atender a las preguntas y a las respuestas que se daban los hombres. Pero sin alterarse en absoluto.

—Pero, ¿estás segura, Teresa? —inquirió Ezequiel.

—¿Segura de qué? —sonrió la mujer, irónica—. ¿De que nacerá mi hijo? Parece encontrarse muy a gusto donde está, pero aun así es bastante probable que…

—Me refiero de forma inminente. Hoy mismo, mañana…

—Puede que esta noche, sí —dijo Teresa sin inmutarse. Y luego, después de repasar el semblante descompuesto de los tres hombres y volver a sonreír, añadió—: Pero no os preocupéis tanto. No será la primera vez que una mujer dé a luz sola en su cama, sin ayuda de nadie.

—¿Sola?

—¿Esta noche?

—¿Sin ayuda? —gritó Ezequiel, fuera de sí—. ¡Sartenes! ¡Corre de inmediato en busca de los judíos y que traigan una partera! ¡Por nada del mundo quiero pasarme la noche asistiendo un parto!

Sartenes afirmó con la cabeza repetidamente, por completo de acuerdo con las palabras del maestro, y salió a toda prisa de la casa, corriendo escaleras abajo, en busca del comercio donde se encontrara alguno de ellos. Teresa, riendo abiertamente pero sin levantar los ojos de la labor, comentó con desdén, como para sí misma:

—Vaya hombres. Tan valientes frente a un batallón de soldados armados hasta los dientes y luego huyen como conejos ante la amenaza de un recién nacido…

Como casi todas las tardes, los seis amigos judíos de Gabriel se hallaban sentados alrededor de la cama del enfermo, que ese día había pasado por primera vez un par de horas sentado en la sala y se encontraba, al atardecer, extremadamente fatigado. Afuera, junto a Teresa, una mujer de edad, que había sido avisada por Sartenes después de ser señalada por uno de los judíos, esperaba sin hablar que a Teresa le comenzasen las contracciones del parto porque, después de palparle el vientre, le había anunciado que el nacimiento se produciría de inmediato, a lo más tardar durante la noche. Ezequiel había salido a dar un paseo por los jardines del Prado y Sartenes, mucho más tranquilo por la presencia en la casa de la partera, permanecía apoyado en el quicio de la puerta de la habitación del judío, oyendo contar lo que se decía.

—El elefante es el animal con mayor memoria que se conoce —estaba narrando Ismael, afilado de mentón y de lengua, en un tono de voz pausado, profesoral y cavernoso—. ¿Os habéis fijado en que para impedir que ande libre se le encadena a un minúsculo tronco de árbol y no se mueve de allí, con lo fácil que sería para su fuerza descomunal arrastrarlo? Lo habéis tenido que ver cuando algún circo zíngaro ha venido a la ciudad… ¿Y no os sorprende? Pues no ha de extrañaros, amigos míos, porque en los primeros meses de su vida los elefantes pasan mucho tiempo atados a un tronco que no pueden mover y de mayores recuerdan, ante la mera visión del tronco, que el esfuerzo es vano. Ni siquiera intentan mover la pata trasera. Un prodigio de memoria, como se puede comprobar…

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