—No te esfuerces, mujer. —Zamorano se sentó en una silla, dándole la espalda—. Lo que no me explico…, lo que no acabo de comprender es qué haces aquí… Primero me denuncias y ahora… ¿Se puede saber a qué has venido? ¿Acaso necesitabas comprobar que sigo vivo para idear la forma de que me arcabuceen?
Cayetana exhaló un suspiro minúsculo y luego, aparentando sentirse muy afectada, se pasó el pañolito por los lagrimales, arrastrando las inexistentes lágrimas que rebuscó en sus ojos.
—Me hieres tanto, Manuel…
—¿Yo a ti? —Zamorano sonrió, con desdén.
—Sí, me hieres. —Cayetana se acercó y se abrazó a su espalda—. Ningún mal deseo para ti. Comprendo que dije muchas cosas, pero no las pensé cuando te las decía. Y que nada de aquello hubiese sucedido si no me hubieses despreciado como lo hiciste. Pero ya pasó. Ahora estamos otra vez juntos, mi amor…
—¿Juntos? —Zamorano se zafó de sus brazos poniéndose de pie y volviéndose hacia ella—. Yo estoy en esa asquerosa celda pendiente de juicio y de mi propia ejecución y tú entras y sales como si fueras uno de ellos —señaló al oficial francés, despectivamente—. ¿A eso le llamas estar juntos?
—Eso tiene solución… —Cayetana intentó volver a abrazarlo—. Si tú quieres…
—¿Solución? —Zamorano la miró intrigado—. ¿Qué quieres decir?
—Bueno… —Cayetana sonrió levemente, con los ojos risueños—. Tengo algunos amigos… Y te aseguro que el marqués de Laguardia no se hallaría en esta situación.
Zamorano tardó unos segundos en comprender sus palabras. Y, cuando lo hizo, se le inundaron los ojos de rabia.
—Pero…, ¡estás loca! —Zamorano gritó—. ¿Quieres decir que si me caso contigo obtendría la libertad?
—No creo que eso sea tan horrible… —volvió ella a sonreír.
—¡Tú o el patíbulo! ¡Eso es lo que me estás proponiendo! —Zamorano creyó que no podría contener la furia de sus manos. El oficial francés y los soldados de la guardia, observando su actitud, lo sujetaron fuertemente para impedir que se abalanzase sobre la mujer—. ¿Eso es lo que pretendes viniendo aquí? ¡Zorra! ¡Sal ahora mismo de mi vista! ¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Diez veces muerto antes que venderme a una ramera! ¡Vete! ¡Vete!
Los gritos del capitán se fueron diluyendo conforme lo fueron arrastrando, alejándolo, hasta encerrarlo otra vez en su celda. Cayetana, de nuevo herida, golpeó la silla con rabia, arrojándola al suelo, y salió de la sala a paso vivo con los ojos llenos, ahora sí, de unas lágrimas hirvientes que le quemaron las mejillas pero a las que no descubrió porque en su pecho se había incendiado una hoguera que le abrasaba el corazón, los pulmones y el estómago, como si hubiese bebido una pócima mortal.
—¡Que lo ejecuten! —gritó por los pasillos antes de abandonar el edificio, como si las paredes oyesen o el mundo estuviese expectante a la espera de su sentencia final—. ¡Que lo ejecuten de inmediato!
—Recapacitemos —dijo Ezequiel en voz alta, sin resolver si hablaba para sí mismo o compartía sus pensamientos con Sartenes—. El capitán está arrestado y, por ahora, suponemos que vivo: otra cosa la hubiésemos conocido por los murmullos de la gente. Pero no sabemos dónde encontrar noticias de él ni modo de establecer contacto. Teresa, como es natural, no está en condiciones de colaborar mucho. Quedamos tú y yo para descubrir el paradero del equipaje del cautivo y ponerlo a buen recaudo. Y no tenemos ni idea por dónde empezar.
—Pues sí que estamos buenos… —exclamó Sartenes.
—¿Se te ocurre algo? Para variar, digo…
—Pues…, ¿no sería mejor averiguar dónde está el capitán y que él nos diga lo que debemos hacer? —Sartenes se rascó otra vez la coronilla, mientras se volvía sin disimulo para seguir la estela de una moza de mejillas coloradas y cuello juncal.
—Escucha, Sartenes —el maestro se impacientó—. Del capitán no podemos esperar nada, ¿lo entiendes? Si lográsemos saber su paradero, no podríamos acercarnos a él o seríamos también arrestados. Es un rebelde, a ver si te enteras. Y sus amigos seríamos considerados de igual manera.
—Pues sí que lo pones fácil, maestro.
—Es que no lo es…
Ezequiel quedó pensativo. Siguieron adentrándose por las calles del centro de la ciudad, sin saber a ciencia cierta a dónde dirigirse, siguiendo los caminos que reconocía el maestro por haberlos cruzado con Zamorano. Empezaba a picar el sol del mediodía y buscaban las sombras de los edificios para resguardarse, mientras los vecinos con que se encontraban parecían caminar cada vez más apresurados, apurándose en acabar los menesteres del día para protegerse del sol que se envalentonaba con todo el rigor de mediados de agosto. El maestro volvió a hablar, esta vez en voz más baja aún, como para sí mismo.
—Tenemos un libro con un título:
Fuenteovejuna
; un autor: Lope de Vega; creemos que contiene unas claves que nos conducirán a un inventario de riquezas, y puede que el acertijo haya sido establecido por el propio rey, si hemos de fiar de lo que la marquesa narró al capitán. ¿Qué se te ocurre?
—¿A mí…? —Sartenes se señaló el pecho sorprendido y arrugó el entrecejo—. ¿Que qué se me ocurre a mí?
—¡Pues claro!
—Pero si a mí no se me ocurre nunca nada, maestro. Yo sirvo para ingeniarme cómo saciar las hambres, no para destripar adivinanzas de bachilleres.
Ezequiel lo miró, no sabría decir si irritado o divertido. Y se lo tomó al pie de la letra.
—Imagina, Sartenes, que tienes hambre…
—Que ya empiezo a tenerla, por cierto…
—Bueno, escúchame. Imagina que tienes hambre y que te enteras de que hay unas buenas sopas y un excelente guiso en algún lugar de esta ciudad. Y te dicen: búscalos y son para ti. En este libro está escrito dónde encontrarlos. ¿Por dónde empezarías?
Sartenes se quedó mirando a lo lejos, acariciándose el mentón y la papada y parado en medio de la calle, sin ver ni oír nada, como si tuviese que resolver el mayor problema de su vida.
—¿En ese libro que tenemos? —preguntó.
—Eso es —respondió Ezequiel.
—¿Por dónde empezaría? —preguntó otra vez.
—Sí. Por dónde…
—Pues empezaría por el principio —replicó pasados unos segundos.
Ezequiel lo observó con detenimiento, sin terminar de comprender lo que quería decir.
—¿El principio?
—Digo yo —Sartenes se encogió de hombros, como si hubiese resuelto el misterio con toda facilidad—. ¿Cuál es el principio?
—¿Del libro? —El maestro se masajeó el hueso de la nariz, bajo el puente de las gafas y recordó—. Dice algo así como «¿Sabe el maestre que estoy en la villa?».
—¿En la fachada? —preguntó Sartenes.
—¿En qué fachada? —replicó Ezequiel intrigado.
—Pues, ¿en cuál va a ser? En la del libro —Sartenes no entendió la cara de sorpresa del maestro.
—¡Ah! La portada. No, en la portada está el autor y el título.
—La portada, eso… ¿Y cómo empieza?
—Arriba está escrito Don Félix Lope de Vega y Carpió; y más abajo, en el centro, el título:
Fuenteovejuna
.
—Pues eso: intentaría saber qué es eso de don Félix Lope y eso otro que has dicho.
—Es un autor de comedias, Sartenes. Un nombre, nada más.
—¿Nada más? —cabeceó Sartenes—. ¿Es conocido?
—¿Conocido? ¡Por todos los santos, Sartenes! Junto con Shakespeare es el más grande dramaturgo de todos los tiempos… —Abrió los brazos con exageración el maestro.
—Pues si tal es, igual se sabe dónde vive. De tan famoso…
—¡Hombre de Dios! ¡Pero si murió hace doscientos años!
—¿Murió? Pobre… —se lamentó Sartenes, fingiendo consternación. Pero de inmediato resolvió—: ¿Y se sabrá en dónde descansa? Quiero decir, en dónde está enterrado… Porque de ser así…
Ezequiel se quedó perplejo. ¿Podía ser tan fácil la respuesta? No, no lo creía. Per…, ¿y si la solución había estado tanto tiempo ante su nariz y no se le había revelado con la claridad que ahora se ponía de manifiesto por la simplicidad de Sartenes?
—Perdona, vecino —Ezequiel abordó a un hombre entrado en edad que en aquel momento pasaba por su lado—. ¿Podrías indicarme si en Madrid está enterrado algún ilustre literato? No sé… Alguno…, como el gran Lope de Vega…
—¿Pues no lo va a estar? —replicó el hombre, casi sin detenerse—. ¿Acaso crees que echaron su cuerpo a los perros? Y Dios me perdone la blasfemia…
—Claro, claro… Disculpe mi torpeza… —Ezequiel lo retuvo un instante más—. Pero no sabrá dónde está enterrado, ¿verdad?
—Por supuesto, por supuesto… En la Iglesia de San Sebastián, como merecía. Allí casóse y allí fue enterrado. Aunque no como consecuencia de ello, naturalmente…
—No, claro… Naturalmente… Gracias, gracias. Con Dios.
—Con Dios.
Lope de Vega… En Madrid había una sepultura con ese nombre, desde luego; pero que aquella fuese la dirección buscada era tan evidente que no podía constituir cuerpo de acertijo alguno. ¿O sí? De todos modos Ezequiel pensó que tendría que ir a ese lugar de inmediato, situado en la calle de las Huertas, le dijeron, junto al cementerio de San Sebastián, no fuese a ser que de puro sencillo se le estuviese pasando de largo la respuesta anhelada.
Pero, ahora que recapacitaba sobre la noticia que el vecino le había dado, no podía ser cierto. Además Lope de Vega no contrajo matrimonio en esa iglesia, o al menos no fue así con su primera esposa, doña Isabel de Urbina, con quien lo hizo por poderes mientras él permanecía desterrado en Valencia. Y con la segunda, doña Juana de Guardo, seguramente tampoco, hija como era de un zafio mercader sin refinamiento ni mérito. Aunque por tener tan gran fortuna…, tal vez fuese así. A saber. En todo caso, menudencia tal no debía impedir proseguir la búsqueda.
—Vamos, Sartenes —ordenó—. A ver si resulta que a la postre vas a tener razón y estamos aquí pelando la pava como dos mostrencos.
—¿Ahora mismo? Pudiera ser que comiendo algo antes…
—¡Sartenes!
—No, si yo lo decía por ti… Te encuentro, no sé, como desmejorado…
Ezequiel tiró del brazo de su amigo y se propuso arrastrarlo en dirección al lugar que iba a visitar. Pero, de pronto, alguien gritó desde un portón lejano.
—¡Doctor! ¡Doctor!
Volvió la cabeza buscando a quién llamaban de semejante manera y descubrir si se encontraba alguien cerca, a su alrededor. Pero a nadie vio. Aquel hombre se dirigía a él, sin duda; pero el maestro no comprendía por qué le reclamaba ni, mucho menos, por qué le motejaba con aquel apelativo. Y lo comprendió aún menos cuando el desconocido corrió hasta él, jadeando, y se aferró a su brazo. Y lo más curioso de todo era que las facciones del rostro de aquel hombre no le resultaban desconocidas por completo.
—Menos mal que le encuentro, doctor. —El hombre sudaba y hablaba de forma entrecortada.
—Creo que… —balbució Ezequiel, intentando escabullirse.
—¿No se acuerda de mí? —El hombre se enjugó el sudor de la frente con un gran pañuelo arrugado que sacó de la trasera del fajín o del mismo interior del pantalón—. El otro día me preguntó por el judío… hará cuatro o cinco días, ¿no se acuerda?
—¡Ah! —Ezequiel recordó entonces aquel rostro. Era el vecino que en la taberna de la plazuela de San Miguel le había dado las señas de Gabriel—. Perdone, yo no…
—¿De Toledo, no? Viene usted de Toledo. —El hombre se disculpó con los ojos entornados, como si lo lamentase de veras—. Creo que no acerté a darle la dirección del judío y comprendo que aún no le haya encontrado. Gabriel está cada vez peor; y todo por mi culpa…
—No pene, buen hombre —se sobrepuso Ezequiel, ante la mirada atónita de Sartenes que hacía rato que había perdido por completo el sentido de aquella conversación—. No es su culpa. Mi torpeza…
—No, no, debí acompañarle. —El hombre no aceptó la indulgencia del maestro—. Y ahora voy a hacerlo. Sígame, doctor. Se lo ruego.
Ezequiel y Sartenes se miraron sin saber qué hacer. Sartenes adoptó un semblante de incomprensión absoluta que no disimuló y el maestro se vio forzado a arquear las cejas, pedir silencio a Sartenes y aceptar seguir a aquel hombre.
—En fin, en estos momentos mi amigo y yo íbamos a…
—Se lo ruego —repitió el recién llegado.
—Sea pues —concluyó Ezequiel.
El judío Gabriel estaba tendido sobre un camastro de madera en la penumbra de una habitación de paredes desnudas y leprosas, con humedades en los bajos y sin ventilación, a la que se llegaba cruzando un portal descuidado y subiendo unos peldaños tambaleantes e inseguros de madera carcomida. La estancia olía agrio y el aire era nauseabundo, hasta el punto de que Ezequiel estuvo a punto de sufrir una arcada y Sartenes, nada más entrar, corrió a abandonarla para vomitar en seco en el descansillo de la casa. El maestro se cubrió la nariz con un pañuelo y ordenó al hombre que le acompañaba que abriese la ventana de inmediato.
El judío jadeaba en el lecho, cubierta su desnudez con una sábana arrugada que alguna vez había sido blanca pero que ahora tenía el color de la tierra mojada, manchada de sangre seca, orines y esputos. Respiraba con dificultad, se quejaba continuamente con gemidos monótonos y no se movía, aunque la inquietud se manifestaba en el temblor de los labios y en la agitación de sus manos. No fue necesario acercarse más para comprobar que ardía en fiebres, que la cara estaba deformada por los hematomas, hinchazones y heridas sin cicatrizar, y por el pecho, del color del luto, crecían las huellas abiertas o hinchadas de un severo castigo.
—Este hombre va a morir —dijo en voz baja Ezequiel al hombre que lo acompañaba.
—Usted puede curarlo, doctor —imploró el hombre.
Ezequiel guardó silencio, recorriendo con la mirada el cuerpo de un hombre que parecía haber sido arrollado por un carro en medio de una batalla entre bárbaros. No supo qué hacer. Se acercó más a él, cada vez con mayor repugnancia, y puso un dedo sobre un lado de su pecho. El enfermo gimió aún más fuerte.
—Tiene las costillas rotas, las heridas sin limpiar, la fiebre alta… ¿Qué le ha pasado?
—Le torturaron los hombres de Ansorena… Hará de esto cinco días.
—Comprendo…
Ezequiel salió de la estancia para respirar un poco de aire nuevo y llamó a Sartenes. Le contó lo sucedido, le explicó que la marquesa había dicho que el único que había estado cerca del rey don Fernando era él y, por si les podía ayudar en sus pesquisas, le preguntó si creía que merecía la pena salvarle la vida.