Tal era el caso de Yuya, maestro de Carros y comandante de Caballería que había servido nada menos que a tres reyes. En las postrimerías de su reinado, Amenhotep II ya había sabido reconocer su valía, y su hijo y sucesor, Tutmosis IV, lo había honrado con su amistad para ponerle al mando de los
tent heteri
, los soldados de carros. Fue tal su ascensión que el faraón decidió emparentarlo con una aristocrática familia de rancio abolengo. Así fue como se casó con Tuya, una hermosa joven que descendía de la legendaria reina Amosis Nefertari y que, además, era paisana suya. Tuya poseía cargos tan importantes como los de superiora de los Harenes de Min y Amón y cantora de Hathor. Sin embargo, Renenutet, la diosa que encarnaba la fortuna caprichosa, tenía reservada a la pareja una sorpresa mayúscula, ya que una de sus hijas, llamada Tiyi, se desposó con el hijo de Tutmosis IV, Amenhotep III, al poco de subir este al trono con apenas diez años de edad.
El nuevo faraón se enamoró perdidamente de quien todavía era una niña, y se dejó guiar por los sabios consejos de su suegro, al que nombró primer profeta de Min y señor de Ipu. Además, Amenhotep donó a su familia política la mayor parte de aquellas tierras para que Tiyi señoreara en ellas como la Gran Esposa Real que era.
Neferhor había oído muchas historias acerca de esta familia, y también del romance que mantuvieron aquellos niños tan principales. Él no comprendía muy bien cómo un monarca de diez años se había prendado de una niña que ni siquiera era de sangre real, aunque sus paisanos aseguraban que Hathor, la diosa del amor y de la belleza, había tocado directamente el corazón de Amenhotep para obrar así el milagro. ¿Acaso Tuya, la madre de la pequeña, no era una de sus «divinas cantoras»?, se decían. Claro que también estaban los que aseguraban que aquel enlace se había realizado por decisión de la madre del rey, Mutemuiya, que según contaban era hermana de su consuegra.
Para alguien tan analítico como Neferhor, tales cuestiones le parecían más propias de
hekas
y adivinos que otra cosa; chismes con los que no le interesaba perder el tiempo, aunque pudieran parecer divertidos.
De lo que no cabía duda era de que Amenhotep III, el dios que gobernaba el país de Kemet, había traído la prosperidad a su tierra. Nebmaatra, nombre con el que se había entronizado el rey, había enriquecido Egipto como nunca en su milenaria historia, manteniendo las antiguas fronteras que sus antepasados guerreros habían establecido sin necesidad de iniciar campañas militares contra los pueblos de Retenu.
El Oriente Próximo había quedado apaciguado desde los tiempos de su combativo abuelo, Amenhotep II, y solo en su quinto año de reinado Nebmaatra tuvo que llevar a cabo una pequeña expedición de castigo al lejano Kush.
Egipto estaba en paz, y sus gentes se regocijaban por ello hasta el extremo de llegar a olvidarse de las temidas levas que tanto pesar habían causado años atrás. Sin embargo, estas habían sido sustituidas por las no menos odiadas corvadas con las que el Estado reclutaba mano de obra para la construcción de monumentos; y a fe que el faraón había salido aficionado a ello. «No se recuerda ningún dios que haya emprendido tantas obras como este», aseguraban sus paisanos, y Neferhor sabía muy bien a lo que se referían. No en vano él mismo había sido testigo de ello en la persona de su padre. Al pobre Kai se lo llevaron una noche de verano para que trabajara durante la estación de
Akhet
, la crecida, en la construcción de un templo en Solab, en la lejana Nubia. Cuando el agua anegaba los campos y los campesinos no podían trabajar, estos eran reclutados a menudo por la corvada, que no solía apiadarse por mucho que le suplicaran. El faraón necesitaba mano de obra, y ellos habían sido elegidos para mayor gloria de Kemet; eso sí, a cambio de un salario paupérrimo.
Cuando Kai regresó, pasados algunos meses, no era más que una piel pegada a los huesos con arrugas por doquier, por mucho que el viejo se esforzara en mostrar los pocos dientes que aún le quedaban en lo que se suponía era una sonrisa. El dios, el faraón, había quedado complacido con su labor, y al cabo le autorizó a regresar a su casa, justo a tiempo de recoger la cosecha de la tierra a la que se encontraba ligado.
Al verlo, Neferhor pensó que se trataba de un genio del Amenti enviado para castigarlos por váyase a saber qué, aunque enseguida su hermana lo tranquilizara en tanto ayudaba al viejo a entrar en casa. Aquella escena quedaría grabada en el corazón del chiquillo, y siempre que recordaba a su padre su imagñoadre suen se presentaba como si en verdad Kai ya hubiera sido momificado.
Indudablemente, su familia debía sentirse afortunada. En su hogar nunca había faltado un bocado que llevarse a la boca, aunque Neferhor anhelara algo más que las verduras y cereales que acostumbraba a comer. Él siempre tenía hambre, y gustaba de ir a pescar al río e internarse en los marjales para cazar patos.
Su amigo Heny solía ser su compañero de fatigas en tales ocasiones, y juntos se las arreglaban para tender redes y trampas con las que cobrar sus presas. Cuando regresaba a casa, su hermana Repyt solía advertirle de los peligros que acechaban junto al río. «Recuerda que a tu hermano se lo comió un cocodrilo», le advertía invariablemente. Neferhor la miraba con cara de circunstancias mientras devoraba alguna de las piezas que hubiera cazado, como haciéndose cargo de la recomendación.
Que las márgenes del Nilo eran un lugar peligroso en aquellos parajes ya lo sabía él de sobra, mas valía la pena tentar a la suerte si con ello podía conseguir algún pato, su plato favorito. Además, su hermana ignoraba el pacto que él suponía haber hecho con los cocodrilos y, sobre todo, que estos le confiaran sus secretos.
El chiquillo se ufanaba de este particular y pensaba que la buena de Repyt nunca lo podría comprender.
Su padre, por su parte, permanecía con expresión ausente en tales ocasiones. Todo lo más esbozaba lo que sus hijos se imaginaban debía de ser una sonrisa, pero se abstenía de hacer ningún comentario. El silencio formaba parte de su persona, y sus ojos transmitían miradas que parecían perderse en cualquier recoveco. En ellas se escondían los avatares y sinsabores de una vida en la que la supervivencia era todo cuanto le había importado, pues no en vano había perdido a su esposa y a cinco de sus hijos. Demasiada dureza para un
ba
tan frágil como el suyo.
Neferhor pensaba que un día Kai no se levantaría para iniciar las labores del campo; que Osiris estaba próximo a citarle ante su Tribunal, y que entonces él tendría que hacerse cargo de la hacienda. Llegado a este punto, el niño se enfrascaba en sus habituales cálculos que tanto le divertían, aunque enseguida se sintiera abrumado ante el hecho de tener que permanecer ligado a aquella tierra para cultivarla durante el resto de su vida.
De nuevo el graznido de una garza hizo que Neferhor regresara de su abstracción. El ave sobrevoló el lugar donde él se encontraba para posarse seguidamente junto a la orilla. El chiquillo la observó con curiosidad un instante, y luego paseó su mirada por los trigales que le rodeaban. Estos se encontraban casi a punto de ser recogidos, y pensó en el duro trabajo que le esperaba durante las próximas semanas. Suspiró, y sin pretenderlo volvió a mirar a la garza que caminaba lentamente sobre el barro de la orilla. Entonces, de repente, la tierra pareció abrirse bajo sus patas y de ella surgió la cabeza de un cocodrilo. Era enorme, y antes de que pudiera alzar su vuelo, el reptil había atrapado a su presa irremisiblemente. Sus fauces se cerraron raudas, y hasta el chiquillo llegó el crepitar de huesos. Luego, el monstruo engulló al ave para desaparecer bajo las aguas, donde había esperado pacientemente desde hacía horas.
Neferhor se sintió tan impresionado que cusionadopor un tiempo permaneció inmóvil, sin poder apartar la vista del lugar en el que había ocurrido la escena. Todavía tenía viva la imagen de la garza debatiéndose inútilmente entre los dientes del tenaz cocodrilo, y pensó que aquellas eran las leyes que regían en la Tierra Negra. Para sobrevivir era necesario ser cauteloso como el cocodrilo, que siempre se encuentra oculto, agazapado, listo para cobrar su presa. Aquel era un símil que resultaba válido para otros aspectos de la vida, y a pesar de contar con solo diez años, Neferhor lo comprendió al momento. De nuevo Sobek le había dado una lección, y él nunca la olvidaría.
Corría el año veintiuno del reinado de Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le fueran dadas, y Egipto había sido bendecido por la abundancia. Todos los dioses benefactores parecían haberse confabulado para otorgar su favor a la Tierra Negra, y esta vivía en paz, para ofrecer todo lo bueno que los hombres pudieran desear. Incluso Hapy, el señor de las aguas del Nilo, se había mostrado particularmente propicio al desbordar el sagrado río en su justa medida. Nadie recordaba un período tan largo en el que se hubieran producido crecidas tan favorables. Durante aquellos veintiún años el Nilo no se había desbordado en demasía ni una sola vez, y mucho menos había faltado a su cita milenaria, como a veces ocurría, para sumir el valle en la terrible sequía. Ambas eventualidades resultaban desastrosas para Kemet y traían consigo, indefectiblemente, el hambre y las penalidades al país. No era, por tanto, de extrañar que por doquier se alzaran voces para dar loas al faraón que gobernaba aquella tierra con mano tan prudente como benefactora. Desde que este se sentara en el trono de Horus, las buenas cosechas no habían faltado a su cita ni una sola estación, hasta llegar a ser tan habituales que ya nadie se acordaba de las épocas de hambruna por las que tantas veces habían tenido que pasar.
Con el estómago lleno, los campesinos cantaban alegres a la vez que invocaban a Min para que diera larga vida al faraón. Este los había protegido como ningún otro rey desde hacía más de mil años, para desterrar la escasez del valle del Nilo y permitirles vivir en paz. Hasta los enemigos ancestrales de Egipto se habían rendido ante su poder para someterse de buena gana. El oro, la plata, el cobre, el ébano, el marfil, el lapislázuli… entraban a raudales en Kemet para cubrir el país con una pátina dorada desconocida hasta entonces. El lujo había prendido entre la alta sociedad, y esta se había aficionado a las costumbres asiáticas, al derroche y a la celebración de grandes fiestas en las que los invitados alardeaban de sus riquezas sin medida. Gloria pues al Horus viviente Nebmaatra. Gloria al faraón Amenhotep III.
Claro que para Neferhor las cosas resultaban bien distintas. La abundancia que se había instalado en Egipto había evitado que su familia pasara las habituales penurias a las que estaban expuestos los campesinos. Siempre tuvo una hogaza de pan que llevarse a la boca, y hortalizas y lentejas con las que acompañarla. Pero ahí terminaban sus lujos. Para poder vivir necesitaba trabajar la tierra en la que habitaba, desde que Ra-Khepri salía por el horizonte hasta que se ponía como Ra-Atum al anochecer, cuando el astro se disponía a iniciar su viaje por el Mundo Inferior. Además debía ayudar a su hermana a ordeñar las vacas y a cuidar de los dos bueyes y el pollino de los que dependían para la labranza. Sin embargo, el chiquillo se sentía afortunado de poder deambular por aquel vergel y respirar el aire con el que habíahas crecido. Disfrutar de todo lo que su vista le regalaba y sentir el poder de aquel río capaz de darles o quitarles a su antojo. Este era el auténtico señor de la Tierra Negra, y él lo reverenciaba como tal.
Neferhor y su pequeña familia vivían en una finca que pertenecía al clero de Amón. Era un lugar hermoso, sin duda, rodeado de palmerales y frutales, que ofrecía todo lo bueno que el hombre pudiera desear, pues la proximidad del río les proporcionaba agua en abundancia, y la tierra era tan fértil que no había ninguna mejor en todo Egipto.
Aquella era una de las pocas fincas que no estaban subordinadas a la familia de la reina, ya que en Ipu, el lugar donde habitaban, casi todas las granjas eran de su propiedad. Mas a pesar de que Tiyi señoreaba en la región, los sacerdotes de Tebas habían conservado allí sus antiguos dominios, que continuaban explotando como antaño. Amón era dueño de gran parte de la tierra del país de Kemet, y su influencia era tal que incluso la reina no tenía otro remedio que resignarse a tenerlos por vecinos.
La familia del chiquillo había vivido en aquella hacienda desde hacía generaciones y, según aseguraba el viejo Kai, formaban parte de ella desde el mismo momento en el que nacían, independientemente de que fueran personas libres. Sin embargo, el sello del Oculto estaba grabado en su piel, aunque no fuera visible, como si se tratara de una más de las posesiones del todopoderoso dios tebano.
Indudablemente, vivir bajo la protección del señor de Karnak tenía sus ventajas, sobre todo a la hora de evitar litigios con los vecinos. Todas las parcelas colindantes pertenecían a la familia de Tiyi, y los campesinos que las trabajaban acostumbraban a mirarlos por encima del hombro y a hacer no pocas burlas de Kai y su hijo, al que veían algo extravagante para su edad.
—Dinos, Neferhor, ¿cuántos
khar
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de cebada producirá mi campo este año? —solían preguntarle entre risas.
El chiquillo no les hacía caso, aunque en ocasiones tuviera que sufrir los golpes de otros niños más fuertes que él. Pero las peleas eran algo habitual, y poco tenía que ver que a él le gustara hacer cálculos sobre las cosas.
Sin embargo, cuando el nivel de las aguas del río descendía después de que la crecida hubiera anegado la tierra, sus vecinos se abstenían de intentar ganar terreno a sus fincas. Estas debían ser medidas de nuevo y delimitadas con mojones, y los agrimensores que pertenecían al templo de Amón no cedían ni un palmo de su terreno, por muy reales que fueran las de sus colindantes. A Neferhor le parecían tan precisos y puntillosos, que se extasiaba al verlos calcular las áreas de nuevo, sin errar ni un solo codo
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cuadrado.
Ahora se aproximaba el momento de la recolección, y muy pronto los campos se llenarían con las voces y cánticos de los labradores dedicados a la siega, y también con la presencia de los inspectores y escribas de los graneros dispuestos a no pasar por alto ni una espiga de cereal.
Para Neferhor esta era su época del año preferida y aquella tarde, mientras pescaba en compañía de su amigo Heny, no podía ocultar su satisfacción.