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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (132 page)

BOOK: El quinto día
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—Y no habrá enemigo en condiciones de eliminar ese saber —dijo Oliviera—. En un colectivo yrr todos saben todo. No tienen intelectuales, científicos, generales o líderes a los que se pueda eliminar para privar a los demás de la información. Podemos matar a tantos yrr como queramos, pero si sobreviven algunos, sobrevivirá el saber de todos.

—Un momento. —Li giró la cabeza hacia ella—. ¿No dijo que debe de haber reinas entre ellos?

—Sí. Algo similar. Puede que todos los yrr estén en posesión del saber colectivo, no obstante la acción colectiva podría iniciarse desde un centro. Creo que tienen reinas.

—¿Y son también unicelulares?

—Tienen que compartir la bioquímica con la gelatina que conocemos, por tanto seguramente son también unicelulares. Se trata de una fusión sumamente organizada, a la que sólo podremos acercarnos mediante la comunicación.

—Para recibir mensajes enigmáticos —dijo Vanderbilt—. Nos han enviado una imagen de la Tierra prehistórica. ¿Para qué? ¿Qué quieren contarnos con eso?

—Todo —dijo Crowe.

—¿No podría ser más precisa?

—Lo que nos cuentan es que éste es su planeta. Que lo dominan desde hace al menos ciento ochenta millones de años, si no más. Que tienen memoria de raza, se orientan por el campo magnético y existen en cualquier lugar donde haya agua. Nos dicen: vosotros vivís aquí y ahora; nosotros vivimos siempre y en todas partes. Éstos son los datos, lo que dice el mensaje, y a mí me parece que aporta muchísima información.

Vanderbilt se rascó el estómago.

—¿Y qué les respondemos? ¿Que se metan su dominio en el trasero?

—No tienen, Jack.

—¿Y entonces?

—Bueno, pienso que no podemos responder a su lógica de aniquilación con nuestra lógica de supervivencia. Nuestra única posibilidad está en transmitirles que reconocemos su dominio...

—¿El dominio de seres unicelulares?

—Y convencerlos de que ya no somos peligrosos para ellos.

—Pero lo somos —dijo Weaver.

—Exacto —dijo Johanson—. De nada sirven las palabras. Tenemos que darles una señal de que nos retiramos de su mundo. Debemos dejar de contaminar el mar con tóxicos y ruidos, y debemos hacerlo rápidamente. Tan rápido como para que tal vez se les ocurra la idea de que también pueden vivir con nosotros.

—Eso tiene que decidirlo usted, Jude —dijo Crowe—. Nosotros sólo podemos recomendarlo. Usted tiene que transmitir la recomendación. O dar la orden.

Todos miraron a Li.

Li asintió.

—Estoy muy a favor de seguir ese camino —dijo—. Pero no debemos precipitarnos. Si nos retiramos de los mares, tenemos que enviarles un mensaje que lo formule con mucha precisión y sea muy convincente. —Los miró a todos—. Quiero que trabajen en ello. Y que lo hagan sin prisas y sin miedo. No debemos precipitarnos. En estos momentos carece de importancia que nos demoremos un par de días más, lo importante es que el texto sea correcto. Jamás hubiera supuesto que esa raza es tan ajena a nosotros. Pero si existe la menor posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico con ella, debemos aprovecharla. Hagan todo lo que puedan.

—Jude —sonrió Crowe—, como verá, estoy encantada con el ejército americano.

Al abandonar la sala con Peak y Vanderbilt, Li dijo en voz baja:

—¿Ha conseguido Rubin fabricar una cantidad suficiente de la sustancia?

—Sí —dijo Vanderbilt.

—Bien. Quiero que llene uno de los
Deepflight
, cualquiera de ellos. Dentro de dos o tres horas tenemos que habernos quitado este asunto de encima.

—¿Por qué tenemos que actuar con tanta rapidez? —preguntó Peak.

—Por Johanson. Tiene una expresión en los ojos como si estuviera a punto de tener una buena idea. No me apetece discutir, eso es todo. Por mí, puede organizar mañana todo el lío que quiera.

—¿Realmente ha llegado la hora?

Li lo miró.

—Le he asegurado al presidente de los Estados Unidos de América que ha llegado la hora, Sal. De modo que ha llegado.

Cubierta del pozo

—Hola.

Anawak se acercó al delfinario. Greywolf alzó la vista un momento y volvió a ocuparse de la pequeña cámara de vídeo que había desarmado. Cuando Anawak se acercó, dos de los animales sacaron la cabeza del agua y lo saludaron con graznidos y silbidos. Vinieron a buscar mimos.

—¿Te molesto? —preguntó Anawak mientras se estiraba por encima del borde y acariciaba a los animales.

—No, no molestas.

Anawak se inclinó a su lado. No era la primera vez que venía desde el ataque. Había intentado en varias ocasiones conversar con él, y en ninguna de ellas lo había logrado. El medio indio parecía completamente ensimismado. No asistía ya a las reuniones, sino que presentaba los vídeos de los delfines junto con breves comentarios escritos. De todos modos no se podía ver mucho. Las tomas de la gelatina acercándose eran decepcionantes. Una luz azul que se perdía en las profundidades y algunas orcas como sombras espectrales. Luego, los animales habían sentido miedo y se habían reunido bajo el casco del barco, de modo que sólo se veían planchas de acero. Greywolf había defendido el mantenimiento de la vigilancia de los animales que quedaban como un sistema biológico de alarma. Anawak dudaba cada vez más de la utilidad de las escuadras, pero no dijo nada. En su fuero interno tenía la sospecha de que Greywolf sólo quería seguir como antes para no caer en el agujero de la inactividad.

Estuvieron un rato juntos sin hablar. Más atrás, un grupo de soldados y técnicos subía desde el fondo de la cubierta. Habían quitado la compuerta de vidrio rota. Uno de los técnicos se acercó a la consola de mando del muelle y las bombas hidráulicas comenzaron a trabajar.

—Salgamos de aquí —dijo Greywolf.

Subieron por la playa. Anawak contempló la cubierta que se llenaba lentamente de agua.

—Están llenándola otra vez —afirmó.

—Sí. Es más fácil hacer salir a los delfines si la cubierta está llena.

—¿Vas a hacerlos salir?

Greywolf asintió.

—Te ayudaré —propuso Anawak—. Si te apetece, claro.

—Es una buena idea. —Greywolf abrió la cámara e introdujo un destornillador diminuto.

—¿Quieres hacerlo ahora?

—No, primero tengo que arreglar esto.

—¿No quieres tomarte un descanso? Podríamos tomar algo. Todos necesitamos descansar de vez en cuando.

—Apenas tengo trabajo, León. Ordeno los equipos y me encargo de que los animales estén bien. En realidad siempre estoy descansando.

—Entonces ven a las reuniones.

Greywolf le echó una breve mirada y siguió trabajando en silencio. La conversación se agotaba.

—Jack —dijo Anawak—, no puedes esconderte siempre en tu guarida.

—No me escondo.

—Bien, entonces ¿qué haces?

—Hago mi trabajo. —Greywolf se encogió de hombros—. Atiendo a lo que anuncian los delfines, analizo los vídeos y estoy aquí por si alguien me necesita.

—No es cierto. Ni siquiera sabes todo lo que hemos averiguado en las últimas veinticuatro horas.

—Sí que lo sé.

—¿Ah, sí? —Se sorprendió Anawak—. ¿Y quién te lo ha dicho?

—Sue ha venido algunas veces. Incluso Peak pasó a ver si todo estaba en orden. Cada uno me cuenta algo, ni siquiera tengo que preguntar.

Anawak se quedó con la mirada perdida. De pronto empezó a enfurecerse.

—Bien, entonces no me necesitas —dijo testarudo.

Greywolf no le respondió.

—¿Vas a encerrarte aquí?

—Sabes que prefiero la compañía de los animales.

¿Aunque uno de ellos haya matado a Licia?, iba a preguntar Anawak, pero se lo tragó en el último momento.

¿Qué debía hacer?

—Yo también he perdido a Licia —dijo finalmente.

Greywolf se detuvo un momento. Luego siguió manipulando el destornillador en la cámara.

—No se trata de eso.

—¿Y de qué se trata entonces?

—¿Qué has venido a hacer aquí, León?

—¿Que a qué he venido? —Anawak pensó. Su furia creció. Eso no estaba bien. Con todo lo que estaba sufriendo Greywolf, no estaba bien—. No lo sé, Jack. Sinceramente, yo también me lo pregunto.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia el túnel.

Cuando estaba cerca del túnel oyó que Greywolf decía en voz baja:

—Espera, León.

Recuerdo

Johanson se adormecía.

Estaba agotado. Tenía la noche anterior metida en los huesos. Estaba sentado ante la consola de las pantallas mientras en el laboratorio estéril Oliviera fabricaba más cantidades de la feromona yrr concentrada. Habían decidido poner un poco en el simulador. De la masa sólo quedaba el agua enturbiada por la gran cantidad de unicelulares. Al parecer, se había disuelto temporalmente y había eliminado la luz. Si le agregaban extracto de feromona, posiblemente provocaran una fusión que les permitiría someter el conglomerado a más pruebas.

«Quizá tendrían que introducir en el tanque los mensajes de Crowe —pensó Johanson—, para ver si el colectivo responde».

Tenía un ligero dolor de cabeza y sabía cuál era la causa. No provenía del exceso de trabajo ni de la falta de sueño. Eran pensamientos atascados que dolían.

Recuerdos aprisionados.

Desde la última gran reunión ese dolor era cada vez más agudo. Un comentario de Li había vuelto a poner en marcha el proyector de diapositivas en su interior. Se trataba sólo de unas cuantas palabras, pero ocupaban todo su pensamiento y le impedían concentrarse en su trabajo. Este modo de reflexionar era tan agotador que la cabeza de Johanson acabó cayendo lentamente hacia atrás. Entró en un sueño ligero. Avanzaba por su conciencia atrapado en la larga cinta que habían formado las palabras de Li.

«No debemos precipitarnos. No debemos precipitarnos. No...».

De algún lugar le llegaron ruidos. ¿Había terminado Oliviera de sintetizar la feromona? Salió brevemente de su duermevela nerviosa, parpadeó deslumbrado por la luz del laboratorio y volvió a cerrar los ojos.

«No debemos precipitarnos».

Penumbras.

La cubierta del hangar.

Un ruido metálico, una leve fricción. Johanson se sobresalta. Al principio no sabe dónde está. Luego siente la pared de acero en los riñones. Sobre el mar ve el cielo despejado. Se incorpora haciendo un esfuerzo y mira hacia la pared.

Hay una abertura.

Se ha abierto un portón que está iluminado. Una luz blanca sale de su interior. Johanson baja del cajón. Debe de haber pasado varias horas sobre él, pues le duelen los huesos; se está haciendo viejo... Se dirige lentamente hacia el cuadrado iluminado. Allí comienza un pasillo de paredes desnudas que le resulta conocido. Tubos de neón recorren el techo. Unos pocos metros más adelante, la pared dobla hacia el costado.

Johanson observa el interior y escucha.

Oye voces y ruidos. Retrocede un paso. ¿Qué hay tras el recodo? ¿Debe entrar?

Johanson vacila.

«No debemos precipitarnos. No debemos precipitarnos».

Duda.

De pronto rompe una barrera.

Entra. A ambos lados no hay más que paredes desnudas, más adelante la curva, que va hacia la derecha. Luego una curva más, esta vez hacia la izquierda. Es un pasillo tan ancho que se podría recorrer con un coche. Vuelve a oír voces y ruidos, ahora más cerca. La fuente tiene que estar inmediatamente detrás del segundo recodo. Sus pasos lo llevan despacio hacia la curva, a la izquierda, y ahí está...

El laboratorio.

No. No es el laboratorio. Es un laboratorio. Más pequeño y con techos más bajos. Debe de estar sobre la cubierta de vehículos reestructurada donde han colocado el simulador. También este laboratorio tiene un simulador, un aparato mucho más pequeño, no más grande que un cajón, en cuyo interior flota algo luminoso, algo de color azul con tentáculos estirados...

Mira incrédulo la estancia.

La sala entera es una copia pequeña pero perfecta del área que está abajo. Hay varias filas de mesas de laboratorio. Aparatos. Recipientes con nitrógeno líquido. Una consola con pantallas. Un microscopio electrónico. Al fondo, colgado de una puerta de vidrio blindado, el símbolo de riesgo biológico. Más atrás todavía, una puerta abierta lleva a un pasillo más estrecho.

Y allí hay gente.

Tres personas observan el pequeño simulador. Están hablando, sin notar al intruso. Dos hombres le dan la espalda, una mujer está de perfil y anota algo en un cuaderno. Su mirada va y viene de los hombres al simulador, recae sobre la sala, luego sobre Johanson y...

Abre la boca; los hombres se giran bruscamente hacia él. A uno lo conoce. Forma parte del equipo de Vanderbilt, aunque nadie sabe muy bien qué hace; pero ¿por qué están ahí los agentes de la CÍA?

¡Al segundo hombre lo conoce muy bien!

Es Rubin.

Johanson está demasiado perplejo como para hacer otra cosa que no sea quedarse parado y mirar. Ve el espanto en los ojos de Rubin, lo ve preguntarse cómo salvar la situación. Y precisamente esta mirada saca a Johanson de su estupor, ya que de pronto comprende que allí están jugando a algún juego raro en el que utilizan a todos los miembros del equipo, a él y a Oliviera, Anawak, Weaver, Crowe...

¿Acaso alguno de los demás participa también en este juego?

¿Y con qué propósito?

Rubin se le acerca lentamente. Una sonrisa forzada cruza su rostro.

—¡Dios mío, Sigur! ¿Usted también ha salido a caminar porque no podía dormir?

La mirada de Johanson recorre la sala abarcando a los presentes. Sólo tiene que mirarlos un segundo a los ojos para saber que él no debería estar allí.

—¿Qué están haciendo, Mick?

—Oh, nada. Es sólo...

—¿Qué es esto? ¿Qué sucede aquí?

Rubin se pone a su lado.

—Puedo explicárselo, Sigur. Verá, en realidad no teníamos intención de utilizar este segundo laboratorio, sólo lo construyeron para casos de emergencia, por si el laboratorio grande fallaba por alguna razón. Sólo estamos inspeccionando los sistemas, que esté listo para funcionar en caso de que...

Johanson señala la criatura del simulador.

—¡Tienen una de las... de las cosas en ese tanque!

—Ah, ¿eso? —La cabeza de Rubin gira hacia atrás, luego hacia adelante—. Eso... eh... bueno, tenemos que probarlo, asegurarnos de que funciona. No le hemos dicho nada porque no había necesidad, ya que...

Cada una de sus palabras es una mentira.

Por supuesto, Johanson no está completamente sobrio, pero se da cuenta de que Rubin se juega la cabeza con sus palabras.

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