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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (135 page)

BOOK: El quinto día
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Al instante se dio cuenta de que sus palabras parecían forzadas, exageradamente serenas. Anawak frunció el ceño.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Nada en especial.

¡Es que no era buena para esas cosas! Subió rápidamente por la rampa y por el pasillo en que desembocaba. La puerta del laboratorio estaba abierta. Al entrar vio a Oliviera hablando con Rubin. Ambos estaban en pie junto a una de las mesas. Rubin se giró.

—Hola. ¿Querías preguntarme algo?

Weaver pulsó la tecla del marco interior, y la compuerta se cerró.

—Sí. Quisiera que me explicaras algo.

—Soy muy bueno con las explicaciones —sonrió Rubin.

—¿Ah, sí?

Se acercó. Su mirada revisó la mesa. Tenían todo tipo de instrumental desparramado sobre ella. En un soporte había bisturíes de diversos tamaños. Y Weaver dijo:

—¿Podrías explicarme para qué sirve el laboratorio que tenéis arriba, qué haces ahí y por qué golpeaste a Sigur la otra noche, cuando te descubrió?

Cubierta del hangar

Johanson hervía de furia. Era tanta la ira que no sabía adónde ir, así que finalmente corrió a la cubierta del hangar y revisó la pared. Su recuerdo le decía con toda exactitud dónde tenía que estar la puerta, pero seguía sin encontrar nada que indicara un pasaje camuflado. En el fondo no era necesario que lo buscara. Li había admitido que el laboratorio existía, pero él no se conformaba con eso.

De pronto notó amplias zonas oxidadas en la pintura gris de la pared. En realidad antes también le habían llamado la atención, pero no les había atribuido importancia, ya que el óxido y la pintura descascarillada eran normales en un barco. Pero ahora repentinamente supo qué era lo extraño.

En un buque nuevo no había óxido. Y el
Independence
era un buque flamante.

Retrocedió unos pasos. Siguiendo las tuberías de la izquierda hacia arriba, vio que chocaban con una amplia franja de óxido. Un poco más adelante había una caja de fusibles. También debajo de la caja la pintura estaba descascarillada.

Ahí estaba la puerta.

El camuflaje era increíblemente bueno. De no haberse empeñado en buscarla, jamás la habría notado. Incluso cuando la buscó con Weaver se habían dejado engañar por el refinado camuflaje. Ahora mismo no reconocía realmente los contornos, sino sólo una disposición aparentemente casual de detalles que en conjunto eran apropiados para ocultar una puerta.

Por aquí había entrado.

¡Weaver!

¿Habría encontrado a Rubin? ¿Qué debía hacer? ¿Darle el alto, fiel al acuerdo a que había llegado con Li? ¿Qué valor tenía ese acuerdo? ¿Estaba bien haber aceptado negociar con la comandante?

Respirando con dificultad e indeciso, dio algunas vueltas por la gran cubierta vacía. De pronto todo el barco le pareció una cárcel. Hasta el sombrío hangar, con su iluminación amarilla, tenía algo de sofocante.

Necesitaba reflexionar.

Le hacía falta aire puro.

Marchó a grandes pasos en dirección a estribor y salió por la abertura a la plataforma del elevador externo. Un viento fuerte le agitó la ropa y el pelo. El mar estaba más agitado. En pocos segundos le cubrió el rostro una película de espuma pulverizada. Fue hasta el borde de la plataforma y miró hacia abajo, el paisaje lunar, accidentado y agitado del mar de Groenlandia.

¿Qué debía hacer?

Sala de control

Li estaba en pie ante los monitores. Contempló a Johanson revisando la pared y cruzando frustrado el hangar.

—¿Por qué ha adoptado ese estúpido acuerdo? —Gruñó Vanderbilt—. ¿Cree verdaderamente que Johanson mantendrá la boca cerrada hasta esta noche?

—Confío en que lo hará —dijo Li.

—¿Y si no lo hace?

Johanson desapareció en la abertura del elevador. Li se volvió hacia Vanderbilt.

—Es una pregunta superflua, Jack. Es obvio que usted solucionará el problema. Y lo hará en seguida.

—Un momento. —Peak alzó la mano—. Eso no estaba previsto.

—¿Qué quiere decir con solucionar? —preguntó Vanderbilt, alerta.

—Sencillamente, que lo solucione —dijo Li—. Se está levantando tormenta. Y cuando hay tormenta es mejor no quedarse en cubierta. Llega una ráfaga...

—No. —Peak sacudió la cabeza—. No habíamos acordado eso.

—Sal, cierre la boca.

—¡Maldita sea, Jude! Podemos arrestarlo un par de horas. ¡Con eso es suficiente!

—Jack —le dijo Li a Vanderbilt sin mirar siquiera a Peak—, haga su trabajo. Y hágalo personalmente, por favor.

Vanderbilt sonrió.

—Será un placer, tesoro. Un gran placer.

Laboratorio

El rostro por naturaleza largo de Oliviera se alargó aún más. Se quedó mirando primero a Weaver y después a Rubín.

—¿Y bien? —dijo Weaver.

Rubin palideció.

—No sé de qué estás hablando.

—Mick, escucha. —Se detuvo entre él y la mesa y con un brazo le rodeó los hombros casi con amabilidad—. Yo no soy una gran oradora. A mí las charlas se me dan muy mal. A las personas como yo no las invitan a cócteles ni las colocan en el estrado. Yo prefiero los diálogos rápidos y concisos. De modo que te lo preguntaré una vez más, y no me fastidies con evasivas. Allí arriba hay un laboratorio. Directamente encima de éste. Da a la cubierta del hangar y está muy bien camuflado, pero Sigur te vio entrar y salir. Y por eso lo golpeaste, ¿verdad?

—Sí.

Oliviera miró con repugnancia a Rubin. El biólogo sacudió la cabeza e intentó liberarse del brazo de Weaver, pero no lo logró.

—Es el mayor disparate que jamás... ¡No!

Con la mano libre Weaver había sacado un bisturí del soporte. Le colocó la punta en el cuello. Rubin dio un respingo. Weaver hundió la hoja un poco más en la carne y tensó los músculos. Tenía al biólogo agarrado con fuerza.

—¿Te has vuelto loca? —gimió—. ¿Qué pretendes?

—Mick, yo no soy una mujer delicada. Tengo mucha fuerza. De niña acaricié a un gatito y sin querer lo maté. Terrible, ¿no? Yo sólo quería acariciarlo, pero... crac, crac... De modo que piensa bien lo que dices. Porque a ti no quiero acariciarte.

Vanderbilt

Jack Vanderbilt no se moría de ganas de matar a Johanson aunque tampoco tenía especial interés en dejarlo con vida. En cierto modo incluso le caía bien. Por otra parte no le importaba. Tenía un encargo, y el encargo estaba definido. Si Johanson era un riesgo para la seguridad, no lo sería durante mucho tiempo más.

Floyd Anderson caminaba tras él. Como la mayoría del barco, el primer oficial cumplía una doble función. Era efectivamente marino profesional, pero trabajaba sobre todo para la CÍA. Salvo Buchanan y algunos miembros de la tripulación, casi todos a bordo trabajaban de un modo u otro para la CÍA. Anderson había participado en operaciones secretas en Pakistán y en el Golfo. Era un buen hombre.

Y un asesino.

Vanderbilt pensó en cómo habían cambiado las cosas. Hasta el último momento se había aferrado a la idea de que luchaban contra terroristas, pero ahora tenía que admitir que Johanson había tenido razón desde el principio. En realidad era una infamia matarlo, y especialmente por encargo de Li. Vanderbilt detestaba a la bruja de ojos azules. Li era paranoide e intrigante, una mente enferma. La odiaba y sin embargo no podía sustraerse a la lógica pérfida con que ella pasaba sobre los cadáveres. En el fondo de su locura tenía razón. También esta vez.

De pronto recordó la advertencia que le había hecho a Johanson, aquella vez en Nanaimo.

«Está loca, ¿entiende?».

Evidentemente, Johanson no lo había entendido.

¿Y cómo podía hacerlo? Al principio nadie comprendía lo que no estaba en orden en Li. Que, llevada por teorías conspirativas y por una ambición compulsiva, tenía siempre reacciones excesivas. Que mentía y traicionaba y sacrificaba todo y a todos para conseguir sus propias metas. Judith Li era la niña mimada del presidente de los Estados Unidos de América. Y ni siquiera él lo notaba. El hombre más poderoso del mundo no tenía la menor sospecha de a quién le estaba dando el biberón.

«Todos tendremos que ir con cuidado —pensó Vanderbilt—. A menos que alguien tome una arma y solucione el problema».

En seguida.

Cruzaron los pasillos rápidamente. Johanson les había hecho un gran favor al ir a la plataforma del elevador externo. ¿Qué era lo que había dicho la loca? Llega una ráfaga...

Sala de control

Vanderbilt acababa de abandonar la sala cuando uno de los hombres de las consolas le pidió a Li que se acercara. Señaló una de las pantallas.

—Algo está pasando en el laboratorio —dijo.

Li miró lo que sucedía en el monitor. Weaver, Oliviera y Rubin estaban juntos. Muy juntos. Weaver había rodeado con el brazo los hombros de Rubin y se apretaba contra él.

¿Desde cuándo se entendían tan bien?

—Suba el volumen —dijo.

Se oyó la voz de Weaver. Baja, pero con suficiente claridad. Estaba interrogando a Rubin sobre el laboratorio secreto. Mirando mejor, se veía el miedo en los ojos de Rubin y algo en la mano de Weaver que brillaba y estaba demasiado cerca de su cuello.

Li ya tenía suficiente con lo que había visto y escuchado.

—¡Sal! Usted y tres más. Cojan fusiles con proyectiles explosivos. Rápido. Bajamos.

—¿Qué se propone? —preguntó Peak.

—Poner orden. —Se apartó de la pantalla y se dirigió a la puerta—. Su pregunta nos ha demorado dos segundos, Sal. No malgaste nuestro tiempo o lo lleno de balas. Traiga a los hombres. Quiero acabar con los disparates de Weaver de inmediato. Se terminó la veda para los científicos.

Laboratorio

—Eres una basura —dijo Oliviera—. ¿Golpeaste a Sigur? ¿Qué significa todo esto?

En los ojos de Rubin apareció el miedo. Su mirada recorrió el techo.

—No es cierto, yo...

—No busques las cámaras, Mick —dijo Weaver en voz baja—. Antes de que alguien pueda ayudarte, estarás muerto.

Rubin empezó a temblar.

—Una vez más, Mick. ¿Qué hacéis allí?

—Desarrollamos un veneno —dijo titubeando.

—¿Un veneno? —repitió Oliviera.

—Utilizamos tu trabajo para eso, Sue. El tuyo y el de Sigur. Una vez que encontrasteis la fórmula de la feromona, nos resultó fácil fabricar una cantidad suficiente y... la acoplamos a un isótopo radiactivo.

—¡¿Qué habéis hecho?!

—La feromona está contaminada radiactivamente, pero las células no lo reconocen. Lo hemos comprobado...

—¡¿Cómo?! ¿Tenéis un tanque de alta presión?

—Un modelo pequeño... Karen, por favor, aparta el cuchillo, ¡no tienes ninguna oportunidad! Están escuchando y viendo lo que pasa aquí...

—No digas tonterías —dijo Weaver—. Continúa, ¿qué más habéis hecho?

—Habíamos observado que la feromona mataba a los yrr defectuosos, que no tienen receptor especial. Exactamente como explicó Sue. Una vez que estuvo claro que la muerte celular programada forma parte de la bioquímica de los yrr, teníamos que encontrar un modo de introducir la muerte celular también para los yrr sanos.

—¿Mediante la feromona?

—Es el único modo. No podemos intervenir en el genoma mientras no lo hayamos descodificado por completo, y eso llevaría años. Así que unimos la sustancia aromática con el isótopo radiactivo de un modo que los yrr no reconocen.

—¿Y qué hace ese isótopo?

—Anula la acción protectora del receptor especial. Así, la feromona se convierte en una trampa mortal para todos los yrr. Mata también las células sanas.

—¿Y por qué no nos habéis dicho nada? —Oliviera sacudió desconcertada la cabeza—. Ninguno de nosotros ama a esas bestias. Podríamos haber encontrado una solución juntos.

—Li tiene sus propios planes —soltó Rubin.

—¡Pero así no funciona!

—Funciona. Ya lo hemos comprobado.

—¡Es una locura, Mick! No sabéis lo que estáis poniendo en marcha. ¿Qué sucederá si esta especie muere? Los yrr dominan el setenta por ciento de nuestro planeta, tienen una biotecnología ancestral, sumamente desarrollada. Están en otros organismos, posiblemente en todas las formas de vida marina, descomponen sustancias, quizá el metano o el dióxido de carbono... No tenemos idea de lo que sucederá en el planeta si los aniquilamos.

—¿Cómo que si los aniquilamos? —Preguntó Weaver—. ¿El veneno no destruye sólo algunas células? ¿O a un colectivo?

—No, pone en marcha una reacción en cadena —jadeó Rubin—: la muerte celular programada. En cuanto se fusionan, se destruyen ellas mismas. Cuando la feromona se acopla, ya es demasiado tarde. Una vez que ha comenzado, el proceso es imparable. Hemos recodificado los yrr, es como un virus mortal que se transmiten unos a otros.

Oliviera lo cogió del cuello.

—Tenéis que detener ese experimento —le dijo enérgicamente—. No podéis tomar ese camino. Maldita sea, ¿no entiendes que esos seres son los verdaderos amos de la Tierra? ¡Son la Tierra! Un superorganismo. Océanos inteligentes. No sabéis dónde estáis interviniendo.

—¿Y si no lo hacemos? —Rubin soltó una risa que pareció un graznido—. No me vengas con esa ética arrogante. Todos moriremos. ¿Queréis esperar a que lleguen los próximos tsunamis? ¿El MAP de metano? ¿La glaciación?

—Hace apenas una semana que estamos aquí y ya hemos establecido contacto —dijo Weaver—. ¿Por qué no seguimos intentando comunicarnos con ellos?

—Es demasiado tarde —gimió Rubin.

Weaver recorrió las paredes y el techo con la mirada. No sabía cuánto tiempo tenía hasta que aparecieran Li y Peak, quizá también Vanderbilt. Ya no faltaría mucho más.

—¿Qué quieres decir con que es demasiado tarde?

—¡Es demasiado tarde, tarada! —Gritó Rubin—. En menos de dos horas aplicaremos el veneno.

—Deben de estar locos —susurró Oliviera.

—Mick —dijo Weaver—, ahora quiero que me cuentes cómo lo vais a hacer exactamente. Si no, se me resbalará la mano.

—No estoy autorizado a...

—Hablo en serio.

Rubin tembló aún más.

—En el
Deepflight 3
están previstos dos tubos de torpedo para el veneno. Lo introducimos en proyectiles...

—¿Ya están a bordo?

—No, yo tenía que llevarlos en seguida al batiscafo para...

—¿Quién bajará?

—Li y yo.

—¿Li va a bajar?

—Fue idea suya. No deja nada al azar. —Rubin esbozó una sonrisa—. No podréis con ella, Karen. No podéis impedirlo. Nosotros salvaremos al mundo. Serán nuestros nombres los que recuerden...

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