Los gobernantes de la pequeña ciudad subieron por el costado radiantes de alegría y fueron recibidos con una magnífica ceremonia en la que el contramaestre dio puntualmente las órdenes, los infantes de marina presentaron armas, los oficiales, vestidos con sus mejores uniformes, se quitaron los sombreros, y el tambor hizo un largo redoble. El bey Sciahan, un turco de baja estatura, ancho de espalda, con el pelo entrecano y muchas cicatrices, se acercó a Jack con los brazos abiertos y luego le besó en ambas mejillas, el padre Andros le siguió, y esto gustó tanto a los tripulantes de la
Surprise
que dieron un viva.
—¿Dónde está Pullings? —preguntó el padre Andros en italiano, mirando a su alrededor.
Jack no podía recordar cómo se decía en italiano «fue ascendido», así que decidió decirlo en griego.
—
Promotides
—dijo, señalando hacia arriba.
Entonces, al ver que ellos pusieron una expresión de asombro y tristeza a la vez y que el sacerdote hacía la señal de la cruz al estilo ortodoxo, dio unas palmaditas a sus charreteras diciendo:
—¡No, no! ¡Capitano! ¿Pas morto! ¡Elevato in grado!
Luego, elevando la voz, ordenó:
—¡Llamen al doctor Maturin!
En la pausa que siguió, el sacerdote llamó a una niña que estaba de pie en la proa de la lancha. La niña, que no se atrevía a sentarse porque tenía el vestido almidonado, estaba tan empolvada y con unos rizos tan perfectos que no parecía humana y tenía en la mano un ramo de flores tan grande como ella. Era una tarea bastante difícil subirla a bordo, pues se resistía a desprenderse de las flores y a hacer cualquier movimiento que pudiera estrujar su tieso vestido rojo, pero al fin los marineros lograron realizarla. Entonces ella, con los ojos fijos en el padre Andros, dijo el discurso de homenaje a Jack y al final le entregó con desgana el ramo de flores. Mientras esto había ocurrido, los marineros habían echado el ancla de la
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y,al cargar la gavia mayor, habían visto que el doctor Maturin estaba en la cruceta del mastelero mayor, un sitio demasiado alto para sus aptitudes. Había pasado la mayor parte de la tarde sentado en la amplia y confortable cofa del mayor con la esperanza de ver un águila manchada, uno de los tesoros de esa costa, y fue recompensado por su paciencia con nada menos que dos de ellas, que habían pasado volando tan bajo que él casi había podido mirarles a los ojos, pero, al ver que la gavia reducía el espacio que podía abarcar con la mirada, había subido lentamente hasta ese peligroso lugar con la energía que la frustración y la satisfacción le habían producido, sin dejar de mirar al cielo. Desde la cruceta había podido ver perfectamente bien las aves, pero hacía tiempo que se habían alejado, hacía tiempo que habían subido a lo alto del cielo volando en círculos y habían desaparecido entre las etéreas nubes, y desde entonces se rompía la cabeza para encontrar la manera de bajar de allí. Mientras más miraba el vacío que tenía debajo, más difícil le era creer que había llegado hasta la cruceta y se agarraba más fuertemente a la base del mastelerillo y a cualquier cabo que estuviera a mano. Sabía que si actuaba con la firmeza propia de los hombres y se colgaba de los cabos resueltamente, aunque con los ojos cerrados, era probable que tanteando con los pies pudiera encontrar un lugar donde apoyarlos, pero saberlo no había tenido ningún resultado en la práctica, no le había hecho decidirse a actuar, sólo le había inducido a reflexionar sobre la voluntad humana y la verdadera naturaleza del vértigo.
Al final de la ceremonia con las flores, Jack siguió la significativa mirada del primer oficial y se percató de la situación. Besó a la niña, dio el ramo de flores a su timonel y le dijo:
—Bonden, sube a la jarcia y ata el ramo de flores en el tope del palo mayor, y cuando bajes, indícale al doctor cuál es la forma más conveniente de llegar a la cubierta. Además, salúdale de mi parte y dile que me gustaría verle en la cabina.
Cuando Stephen bajó, la cubierta estaba llena de habitantes de Kutali de diversos tipos (católicos, ortodoxos, musulmanes, judíos, cristianos de Armenia y coptos), sonrientes y con regalos en las manos, y otros muchos se acercaban en pequeñas lanchas. Y cuando llegó a la cabina, se encontró con que estaba llena de humo de tabaco de Cefalonia. En el centro estaba la pipa de agua burbujeando, y alrededor de ella estaban el capitán Aubrey, el padre Andros y el bey Sciahan sentados en cojines, mejor dicho, en las almohadas de los tripulantes de la
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cubiertas con banderas de señales, bebiendo café en tazas de porcelana de Wedgewood. Todos le dieron una cordial bienvenida y le ofrecieron una boquilla de ámbar para que fumara.
—Tenemos mucha suerte —dijo Jack—, porque, si no he entendido mal, los hombres del bey han encontrado un enorme oso y vamos a cazarlo mañana.
En una carta que escribió en la
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en las inmediaciones de Trieste, el capitán Aubrey contó:
En efecto, cariño mío, era un enorme oso, y si hubiéramos sido un poco más valientes, ahora tú tendrías su piel. Le acorralamos, y entonces irguió su cuerpo sumamente peludo (tenía unos siete u ocho pies de altura) y apoyó la espalda contra una roca, con su roja boca llena de espuma y con los ojos brillantes (se parecía al almirante Duncan). Podíamos haberle matado con los rifles, pero Stephen dijo que un oso era como un caballero y que había que matarle con una lanza. Nosotros dijimos que estábamos de acuerdo, pero que nos dijera cómo podíamos hacerlo. Entonces respondió que no, porque de lo único que tenía que ocuparse era de evitar que abusáramos del oso, y, además, que era un guerrero quien debía tener el honor de matarle, no un hombre de paz. Eso era innegable, pero el problema era qué guerrero lo mataría. Yo pensaba que el Bey tenía la precedencia, porque su rango era superior, pero él dijo que eso era una tontería y que, según las normas de cortesía, debía ceder su puesto a un extranjero. Mientras discutíamos, el oso volvió a ponerse en cuatro patas y se adentró lentamente en un pequeño valle poblado de arbustos que estaba al otro lado de la roca, un lugar por el que era muy difícil perseguirlo. Finalmente, un entrometido sugirió que Sciahan y yo lo cazáramos juntos, y no pudimos negarnos. Te aseguro que pasamos largo tiempo avanzando con dificultad por entre los malditos arbustos con la lanza en la mano o agachados mirando a nuestro alrededor en la oscuridad con la esperanza de que el oso apareciera en cualquier momento (era tan corpulento como un caballo de tiro, pero de patas más cortas). Los únicos perros que quedaban vivos eran los más cautelosos, los que estaban mucho más atrás que nosotros, y ordenamos que los recogieran para que sus ladridos no nos impidieran oír al oso. Seguimos andando despacio, aguzando el oído, y te aseguro que nunca en mi vida había sentido tanto miedo. De repente, Stephen, agitando su sombrero gritó: "¡Vete!", enseguida vimos el oso a un cuarto de milla de distancia, subiendo la ladera como una gigantesca liebre. Entonces tuvimos que dejar de perseguirlo, porque yo tenía que volver a la fragata, pero ese día de cacería, incluso con una mala jauría, me levantó el ánimo. Y lo mismo hizo una escaramuza que sostuvimos la noche siguiente, cuando pasábamos cerca de Corfú. El decidido oficial al mando de las tropas francesas de la isla, un tal general Donzelot, hizo salir del puerto a numerosos hombres en varias lanchas para que se apoderaran de uno o dos barcos de nuestro convoy. Sus hombres no tuvieron éxito, y nadie resultó herido, pero pasamos la noche muy agitados, y con tanta agitación, uno de los mercantes chocó contra nuestra fragata cuando fue empujado por una ráfaga de viento y le arrancó el botalón. Estoy contento de estar en estas aguas relativamente tranquilas, donde hay muchos barcos amigos que pueden protegernos: tres fragatas y al menos cuatro corbetas. Acabamos de llegar, y todavía no he tenido tiempo de ver a sus capitanes, ni siquiera a Hervey, el oficial de marina de más antigüedad, porque estará en Venecia hasta mañana. Pero Babbington, que está aquí en la Dryad, mandó a un mensajero que me invitaba a cenar cuando todavía no habíamos echado el ancla. También está aquí el joven Hoste. Es un oficial diligente que ha progresado mucho, y me gustaría simpatizar con él, pero se parece a Sidney Smith, es un poco engreído y teatral. Además, quema muchas presas pequeñas, lo que no le beneficia a él ni perjudica a los franceses, pero arruina a los pobres hombres que las tripulan y a sus propietarios. Henry Cotton también se encuentra aquí, en la Nymphe. Estaba en tierra cuando llegamos, pero su cirujano (a quien seguramente recordarás, pues es el señor Thomas, aquel caballero tan hablador que fue a visitar a Stephen cuando estaba en nuestra casa) vino a pedir al doctor Maturin que le ayudara a hacer una operación muy delicada. Me dijo que ahora hay una vía para transportar la correspondencia por tierra que pasa por Viena y que es bastante segura. La situación en esta zona es muy confusa. Los oficiales al mando de las tropas francesas son competentes, enérgicos y astutos, y me parece que nuestros aliados… Pero quizá debería dejar este tema ahora. En verdad, cariño, tengo que dejar de escribir también, porque he oído que la falúa de Harry Cotton se ha abordado con la fragata, he oído la voz chillona de su viejo timonel, que parece la de una orea asmática, gritar: "¡Nymphe! ¡Nymphe!"».
En la
Nymphe
, el doctor Maturin se inclinó sobre su paciente, que tenía la cara amarillenta y brillante y una expresión de horror.
—Ya pasó todo —dijo—. Si Dios quiere, se pondrá bien.
Luego, volviéndose hacia sus compañeros, dijo:
—Ya pueden desatarle.
—Gracias, señor —susurró el paciente cuando Stephen le quitó de la boca el trozo de guata forrada de piel—. Le agradezco mucho el esfuerzo que ha hecho.
—He leído la descripción de la operación —dijo el cirujano de la
Cerberus—
, pero nunca pensé que pudiera hacerla tan rápido. Parece que ha hecho un acto de prestí… prestidigitación.
—Admiro su valor, señor —dijo el cirujano de la
Redwing.
—Vengan, caballeros —dijo el señor Thomas—. Creo que nos merecemos una copa.
Fueron a la desierta cámara de oficiales y el señor Thomas les ofreció vino de Tokay.
—El otro caso es muy corriente —dijo el señor Thomas después de haber hablado un rato de Malta y del bloqueo de Tolón—. Desde hace años el paciente tiene alojada en el cuerpo una bala, que le dispararon con una pistola, y ahora, por haber hecho un gran esfuerzo físico, le causa dolor. Está alojada justo al borde del músculo subescapular, de modo que el único interés que tiene para un experimentado cirujano es que se encuentra en el cuerpo de un héroe de novela.
—¿Ah, sí? —preguntó Stephen, porque pensaba que era necesario decir algo y se había dado cuenta de que ninguno de los demás tenían intención de decir nada.
—Sí, señor —respondió Thomas—. Pero déjenme empezar por el principio.
La petición del señor Thomas parecía razonable; sin embargo, sus amigos, que ya habían oído la historia antes y habían visto al doctor Maturin hacer la cistotomía suprapúbica, se bebieron el vino de Tokay y se fueron, y Maturin asintió con una sonrisa forzada.
—Pues, señor, hace algún tiempo, cuando estábamos en las inmediaciones de Pula navegando con rumbo suroeste con un viento flojo que soplaba del norte, por la mañana muy temprano, o quizá sería mejor decir al final de la noche, bueno antes de que llamaran a los perezosos; y a propósito de esto, es absurdo que les digan perezosos, tan absurdo como decir que el oficial de derrota, el contador y el cirujano no son combatientes. Cuando yo estaba en el navío de línea
Andrómeda
y era ayudante de cirujano o, como dicen actualmente, asistente, y me parece que este nombre es más apropiado, porque «ayudante», por llevar en sí la idea de familiaridad, no es adecuado para designar a un miembro de una profesión noble… Por aquel entonces participé más veces que los guardiamarinas en operaciones para sacar barcos de puertos enemigos, para inspeccionar la costa en la yola, de la cual tuve el mando en dos ocasiones, o en la barcaza. Pero, como le decía o intentaba decir, ese tiempo entre la noche y el día, que es el mejor tiempo, si el viento no es muy fuerte, tan fuerte que no permita llevar desplegadas las sobrejuanetes, para pescar los peces que en esta región llaman
scombri
y que, en mi opinión, son de la misma familia que la caballa, aunque la carne es más delicada. Y yo estaba allí inclinado sobre el coronamiento con la caña de pescar en la mano, después de tirar a un lado de la estela el anzuelo, en el que había puesto un pedazo de corteza de beicon recortado en forma de anguila, aunque algunos dicen que se pueden coger muchos más peces enganchándole un trapo rojo, pero yo confío en el pedazo de corteza de beicon. Pero eso sí —dijo, levantando el dedo índice—, tiene que estar remojada. Después que la corteza pasa veinticuatro horas sumergida en el agua en un recipiente hondo, cuando se vuelve blanca y flexible, no hay nada como eso para atraer a los peces grandes. Y el teniente de infantería estaba al lado mío, esperando pescar algún pez para el desayuno de los oficiales… Como mejor saben es cocinados en una parrilla caliente untada con aceite, se lo aseguro, porque las salsas elaboradas y los aparatos persas les quitan su auténtico sabor. Pues todavía no había picado ni un solo pez cuando Norton dijo: «¡Quieto!» o «¡Silencio!» o algo parecido. Debía haberle dicho que Norton era el infante de marina. Se llama William Norton y procede de una familia de Westmorland emparentada con los Collingwood. Pues Norton dijo: «¡Escuche! ¿No oye disparos de mosquetes?».
Eran disparos de mosquetes, según dijo el señor Thomas, y, después de repetir lo que el oficial de guardia había dicho y de contar que al principio era escéptico pero al final se había convencido de ello y había mandado virar la
Nymphe
, contó que cuando el sol había aparecido sobre el horizonte por el este, habían visto un lugre que llevaba a remolque el esquife, al cual, sin duda, había acabado de capturar, y que habían empezado a perseguirlo y que cuando había aumentado la claridad y habían visto a bordo del lugre a varios hombres con el uniforme de la armada francesa, habían avanzado con más rapidez. Añadió que muy pronto se habían dado cuenta de que la quilla de la presa formaba con la dirección del viento un ángulo más pequeño que la de la
Nymphe
, que tenía aparejo latino, y de que, por tanto, podría doblar el cabo Promontore, y la fragata, en cambio, no. Al llegar a ese punto, se desvió de la narración e hizo algunas consideraciones sobre la navegación, como por ejemplo, cuál era la diferencia entre el aparejo latino y el de velas áuricas y qué ventajas tendría la combinación de ambos aparejos, y contó en qué forma un amigo suyo había medido la verdadera fuerza de los molinos de viento, y Stephen dejó de prestarle atención hasta que le oyó decir: