—¿Quiere subir a la falúa, señor? —preguntó Plaice, el remero de proa—. El capitán vendrá dentro de un minuto. Bonden acaba de ir a buscarle a Searle. Me extraña que no le haya visto pasar. Bueno, seguramente estaba usted meditando.
—Buenos días, doctor —dijo Jack, que se había aproximado a Stephen por la espalda—. No sabía que estabas en el hotel.
—Buenos días, señor —dijo Stephen—. No estaba en el hotel. Dormí en casa de un amigo.
—¡Ah, comprendo! —exclamó Jack.
Jack estaba satisfecho porque la flaqueza de Stephen le servía de excusa para las suyas, pero también estaba decepcionado, más decepcionado que satisfecho, porque el hecho de que Stephen hubiera cometido esa flaqueza indicaba que no poseía todas las virtudes en grado sumo. No le consideraba un santo, pero creía que resistía todas las tentaciones: no se emborrachaba, no perseguía a las mujeres en puertos remotos ni iba a burdeles con los demás oficiales y, a pesar de que era afortunado jugando a las cartas, rara vez jugaba; por tanto, ese desliz corriente, que era disculpable en otros hombres, incluido el propio Jack Aubrey, parecía mucho peor. No sin malicia, cuando la falúa atravesaba el puerto envuelto en la niebla, el capitán Aubrey le preguntó:
—¿Has visto tus cartas? ¡Por fin hemos recibido una saca de correo entera!
Esto quería decir: «Diana te ha escrito. He visto su letra en los sobres. Espero que esto te haga sentir culpable».
—No —respondió Stephen con una irritante indiferencia.
Pero la llegada del correo no le era indiferente, y en cuanto le entregaron sus cartas, bajó corriendo para leerlas solo en su cabina. Diana le había escrito, y cartas más largas que de costumbre, contándole detalles de su vida social. Le contaba que había visto a Sophie, que había ido a Londres dos veces para llevar a los niños al dentista y se había quedado las dos veces en su casa, y también a Jagiello, un joven que era agregado de la embajada sueca y que había estado preso junto con Jack y Stephen en Francia. Decía que tanto Jagiello como otros amigos, entre ellos muchos monárquicos franceses, le mandaban saludos. También decía que tenía muchas ganas de que él regresara y que esperaba que se cuidara. Entre las otras cartas había algunas de colegas suyos, de naturalistas de varios países, algunas facturas, naturalmente, y un informe de su agente financiero que indicaba que era mucho más rico de lo que suponía, lo que le causó una gran satisfacción. Pero además, había la habitual carta anónima en que el remitente le informaba de que Diana le engañaba con el capitán Jagiello y que ahora se veían en la iglesia londinense de Saint Stephen, y «lo hacían» de pie detrás del altar. Entonces se preguntó: «¿Esa descripción la habrá hecho un hombre o una mujer?». Pero no siguió pensando en eso, porque la carta siguiente era de sir Joseph Blaine, el jefe del servicio secreto de la Armada, que también era un colega y un viejo amigo. Ambos solían mezclar los comentarios sobre las noticias de las sociedades científicas a que pertenecían (sir Joseph era un entomólogo) con otros sobre los proyectos y los avances en su guerra particular. La carta era muy interesante, pero la frase que Stephen releyó con especial atención fue: «… y sin duda, querido Maturin, ya conocerá usted al señor Wray, el vicesecretario interino». Sólo decía eso de Wray. No hablaba de su misión ni le pedía a Stephen que le ayudara, y a Stephen le parecía que ponía énfasis en la palabra «interino». Esas omisiones en un hombre como sir Joseph eran muy significativas, y tanto por ellas como por el hecho de que Wray no había traído ningún mensaje personal, Stephen llegó a la conclusión de que, a pesar de que sir Joseph pensaba que Wray era capaz de resolver un problema como la filtración de información sobre los asuntos navales en Valletta, no le parecía conveniente contarle todos los secretos del departamento. Pero era natural que no se confiara toda la información del servicio secreto a un oficial que ocupaba su cargo desde hacía muy poco tiempo y que tal vez sólo lo ocuparía temporalmente, a menos que tuviera dotes excepcionales para desempeñarlo, ya que en ese terreno un error o una indiscreción, por pequeños que fueran, podrían tener graves consecuencias. Como Wray no gozaba de la confianza de sir Joseph (probablemente porque hasta el momento sir Joseph no le consideraba un hombre con dotes excepcionales para trabajar en el servicio secreto), Stephen pensó que sería conveniente que le tratara con reserva, lo mismo que su jefe, y que resolviera solo el caso de la señora Fielding.
Apenas había tomado esa decisión cuando llegaron dos mensajeros. El primero le dijo que debía presentarse en el
Caledonia
a las diez y cuarto de la mañana, y el segundo le dijo que estaba invitado a comer en el palacio del gobernador para que conociera al señor Summerhays, un botánico rico y con conexiones, y le entregó una nota del señor Hildebrand en la que se disculpaba por haberle avisado con tan poca antelación y le decía que el señor Summerhays partiría para Jerusalén el día siguiente y lamentaría mucho irse de Malta sin haber oído lo que el doctor Maturin sabía de la flora de la península de Sinaí.
El primero de los mensajes tuvo que llegar a él forzosamente a través del capitán Aubrey, quien le dijo, mejor dicho, le gritó (porque los calafateadores del astillero estaban dando martillazos por encima de él y todos los marineros limpiaban la parte de la cubierta donde ellos habían terminado de trabajar, del palo mayor hasta la proa):
—¡A las diez y cuarto! ¡Tendrás que darte mucha prisa para estar allí a tiempo con el uniforme que tienes en tierra!
—Tal vez no vaya hasta mañana —dijo Stephen.
—¡Tonterías! —exclamó Jack con impaciencia.
Luego llamó a su repostero y a su timonel. Tardaron tiempo en encontrarles, porque habían ido a recoger la ropa que habían dejado en un baúl en el astillero, y entretanto, Stephen dijo:
—Amigo mío, me parece que el correo te ha traído malas noticias. Rara vez te he visto tan abatido.
—No, no fue el correo. Todos están bien en casa y te mandan muchos recuerdos. Te lo voy a contar, porque sé que tú no se lo dirás a nadie. Vamos a usar eso en el tope —dijo, señalando una escoba que estaba en un rincón, pero, al ver que eso no significaba nada para Stephen, tuvo que hablar claramente—. Vamos a llevar la
Surprise
a Inglaterra y se quedará anclada en un puerto o será vendida.
Stephen vio que las lágrimas asomaban a sus ojos y, por falta de otro comentario más apropiado, dijo:
—Eso te afectará profesionalmente, ¿verdad?
—No, porque la
Blackwater
estará lista dentro de poco, pero no tengo palabras para expresar el dolor que siento…
Entonces se interrumpió porque vio llegar a su repostero y a su timonel.
—Killick —dijo—, el doctor tiene que presentarse en el buque insignia a las diez y cuarto. Tú sabes dónde están guardados sus uniformes. Que se cambie en mi habitación en el Searle. Bonden, el doctor irá en mi falúa y no debe olvidar presentar sus respetos a los oficiales y tampoco al capitán del
Caledonia
y al de la escuadra, si están en la cubierta. Procura que suba a bordo con los pies secos.
El doctor Maturin no sólo llegó al alcázar del
Caledonia
con los pies secos, sino también a la gran cabina, pues Bonden le subió en brazos hasta el final de la escala. En la cabina se encontró con el señor Wray, el señor Pocock y el joven señor Yarrow, el secretario del almirante. Un momento después entró apresuradamente el almirante, que acababa de salir del jardín y se estaba abotonando el calzón.
—Disculpen, caballeros —dijo—. Me parece que he comido algo que… Buenos días, doctor Maturin. Los objetivos de esta reunión son, en primer lugar, averiguar por qué la información que teníamos sobre Mubara era totalmente errónea, y en segundo lugar, decidir las medidas a tomar para evitar que el enemigo obtenga información de nuestros movimientos en este lugar. El señor Yarrow empezará leyendo los fragmentos más importantes de la carta del capitán Aubrey. Luego me gustaría oír sus comentarios.
Pocock dijo que, en su opinión, eso se debía a que Inglaterra se había negado a ayudar a Mehemet Alí a independizarse de Constantinopla y, por tanto, lo había arrojado en brazos de los franceses. Señaló que la fecha de la ambigua respuesta inglesa, que, en realidad, era una negativa, había coincidido con la elaboración de su plan, que, evidentemente, tenía como objetivo algo más que apresar un barco, conseguir el apoyo de los franceses y anular la influencia de Gran Bretaña en el mar Rojo.
Wray dijo que estaba de acuerdo con él, pero que un plan de esa clase requería la participación de un hombre en el escenario de las operaciones, un hombre pagado por los franceses o los egipcios para que transmitiera información y coordinara los movimientos del otro bando. También dijo que estaba seguro de que el hombre en cuestión era Hairabedian y que era una lástima que hubiera muerto, porque podrían haber logrado que hiciera importantes revelaciones. Agregó que había venido con buenas recomendaciones de un diplomático de la embajada inglesa en El Cairo y del embajador inglés en Constantinopla al mismo tiempo que llegaron las primeras noticias de que los franceses habían puesto la mira en Mubara, pero que puesto que la misión era urgente, no hubo tiempo de verificar la recomendación del diplomático ni la del embajador. Añadió que estaba seguro de que habrían comprobado que eran falsas, ya que, según tenía entendido, el intérprete lanzó el rumor de que estaban cargando la galera en Kassawa, lo cual probablemente se inventó o repitió sabiendo que no era verdad. Entonces dijo que creía que el doctor Maturin podía confirmar eso.
—Es cierto —dijo Stephen—. Sin embargo, no sé si él nos estaba engañando o le estaban engañando a él. Tal vez sus documentos nos permitan resolver esta cuestión.
—¿Qué documentos dejó? —preguntó Wray.
—Un pequeño cofre que contiene algunos poemas en griego moderno y varias cartas —dijo Stephen y, por un lado, porque Hairabedian le era simpático y, por el otro, porque tenía inclinación a reservarse parte de la información que poseía, omitió las palabras «y el
chelengk
del capitán Aubrey»—. Les eché un vistazo porque el capitán Aubrey me pidió que lo hiciera con el fin de encontrar la dirección de algún familiar para comunicarnos con él, pero las pocas que estaban en griego no daban detalles sobre la cuestión, y las que estaban en árabe y en turco no las pude leer. Desgraciadamente, no soy un experto en asuntos orientales.
—¿No se perdieron cuando los beduinos les atacaron? —preguntó Pocock.
El almirante salió rápidamente de la cabina murmurando una excusa.
—No —respondió Stephen—. Estaban en el baúl que salvamos, el baúl del capitán Aubrey.
Mientras esperaban al almirante, Pocock habló de las complejas relaciones entre Turquía y Egipto, y luego, cuando el almirante regresó, dijo:
—Creo que estará usted de acuerdo conmigo, sir Francis, en que del último informe de El Cairo se deduce que Mehemet Alí no habría dejado a un nuevo jeque en Mubara más de un mes, aunque le hubieran instalado.
—Exactamente —dijo el almirante en tono fatigado—. Bien, la primera cuestión no podrá resolverse hasta que sean descifradas las cartas de Hairabedian. Ahora pasemos a la segunda. ¿Señor Wray?
El señor Wray dijo que lamentaba que en ese momento no pudiera decir que había hecho tantos progresos como hubiera querido en su trabajo. Explicó que en un momento dado había pensado que podría capturar a un importante espía francés y a sus colaboradores, gracias a la precisa descripción que el predecesor del señor Pocock había hecho, pero que, ya fuera porque el señor Graham estaba equivocado o porque el hombre en cuestión sabía que le habían reconocido, no lo había logrado.
—No obstante —dijo—, he ordenado vigilar a dos empleados, dos tipos que, a pesar de no ser importantes, podrían llevarnos más lejos. Respecto a la investigación de la corrupción en el astillero, le diré que he descubierto algunos detalles muy curiosos. Creo que estoy a punto de descubrir a los verdaderos causantes del problema, aunque, lamento decirlo, los civiles y los militares apenas han cooperado conmigo. No obstante, como es posible que algunos hombres que ocupan altos cargos, muy altos cargos, estén implicados en este asunto, no sería apropiado decir nombres en este momento.
—Tiene razón —dijo el almirante—. Pero debe solucionar el problema antes de que yo regrese a hacer el bloqueo, si es posible. No hay duda de que los franceses reciben información de una forma tan rápida o incluso más rápida que por correo.
Yarrow, lea el informe enviado por los tres últimos convoyes del Adriático.
—Sí —dijo Wray cuando la lectura terminó—, estoy convencido de que es necesario actuar con celeridad, pero, como dije antes, la falta de cooperación de los civiles y los militares dificulta mi trabajo. También lo dificulta la falta de buenos colegas. Como usted sabe, señor, las fuerzas del Mediterráneo siempre han tenido poca información secreta, mucha menos que los franceses, al menos la información secreta
oficial
que un comandante general pasa a su sucesor. Es obvio que no puedo hablar abiertamente con mis subordinados locales ni puedo creer que es verdad todo lo que dicen, y como éste es el primer asunto de este tipo que me han encargado resolver, tengo que improvisar y avanzar paso a paso y tanteando el terreno. Si algún caballero quiere hacer algún comentario sobre esto, le escucharía con mucho gusto —dijo, sonriendo y mirando alternativamente a Stephen y a Pocock.
—¿Doctor Maturin? —preguntó el almirante.
—Me parece que se han interpretado mal mis contribuciones —dijo Stephen—. Por diversas razones conozco la situación política de España y Cataluña, y he dado a sus predecesores y al Almirantazgo bastante información sobre ella y mi opinión sobre algunos informes que les habían enviado desde allí. No tengo capacidad para juzgar otras cosas. Además, permítame decirle que esos consejos o recomendaciones siempre los he dado por voluntad propia, no forzado por el deber.
—Eso tenía entendido —dijo el almirante.
—Sin embargo —continuó Stephen después de una pausa—, era amigo íntimo del consejero sobre asuntos relacionados con el espionaje del anterior comandante general, el difunto señor Waterhouse, y a menudo hablábamos del modo de obtener información e impedir que el enemigo la obtenga, en teoría y en la práctica. Tenía mucha experiencia, y, puesto que los principios del contraespionaje rara vez se han escrito, si me lo permiten, haré un resumen de sus ideas.