Read El puerto de la traición Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (41 page)

BOOK: El puerto de la traición
12.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué le ocurrió al señor Corby?

—Lo mataron. Nos persiguió una patrulla de soldados de caballería cuando nos faltaban tres días para terminar el viaje, cuando estábamos muy cerca de la costa y divisábamos los barcos. No podía correr, y los soldados le destrozaron a pesar de que no iba armado. Yo me escondí en un pantano lleno de altos carrizos con el agua hasta aquí.

Hizo una pausa y poco después, con voz apagada, dijo:

—Yo fui el único que quedó. No les di suerte. A menos que considere este asunto desde el punto de vista profesional, pienso que habría sido mejor que me quedara en Bitche, y aún desde ese punto de vista… De todas maneras, no voy a volver corriendo a Malta para buscar un barco.

Las últimas palabras Fielding las había dicho como si hablara consigo mismo, pero Stephen pensó que, a pesar de eso, era necesario contestar algo.

—Tuve el honor de ser presentado a la señora Fielding, y ella tuvo la amabilidad de invitarme a las veladas musicales que se celebran en su casa.

—¡Oh! —exclamó Fielding—. ¡Ella tiene tanto talento para la música! Tal vez ese era el problema. Yo ni siquiera puedo tocar
Dios salve al Rey
con un silbato de un penique.

El capitán Aubrey y el capitán Cotton, de la
Nymphe
, habían navegado juntos cuando eran guardiamarinas e incluso antes, cuando eran simplemente cadetes, tiernos pichones que no eran útiles para nada, y habían sido apuntados en el rol del
Resolution
con la clasificación de sirvientes del capitán. No se trataban con ceremonia a los doce años, y no se habían tratado mucho más formalmente a medida que habían subido de rango. Ahora Jack acababa de conducir a su amigo a su cabina y se asombró al ver que tenía una expresión preocupada y avergonzada a la vez y que esquivaba su mirada.

—¿Te preocupa algo, Harry? ¿Estás enfermo? ¿Estás molesto?

—¡Oh, no! —respondió el capitán Cotton con una sonrisa artificial—. Nada de eso.

—Entonces, ¿qué te pasa? Tienes una cara como si te hubieran pillado falsificando el rol o ayudando a los enemigos del Rey.

—La verdad, la pura verdad es que tengo que darte una mala noticia, Jack. Charles Fielding, que estaba prisionero en Verdún y luego en Bitche, Charles Fielding, que hace algún tiempo fue tercero de a bordo de la
Nymphe
y luego segundo de la
Volage
, se ha escapado. Le recogimos frente al cabo Promontore hace varios días y está a bordo de mi fragata en este momento.

—¿Se ha escapado? —preguntó Jack—. ¡Cuánto le admiro por eso! ¡Escaparse de Bitche! ¡Qué jugada! Me alegro mucho de que lo haya conseguido. Pero, dime, ¿cuál es la mala noticia?

—¡Oh! —exclamó Cotton, poniéndose rojo de vergüenza—. Pensaba que… Todo el mundo dice que… Todos creen que tú y la señora…

—¡Oh! —exclamó y se echó a reír—. Es por causa de ese maldito perro. Eso no es verdad, desgraciadamente. Es un disparate, es sólo un cotilleo de Valletta. Con mucho gusto le llevaré a Malta. Nos vamos mañana, así que dile que si viene a cualquier hora antes que zarpemos, podrá llegar a Malta más rápido que en ningún otro barco. Le escribiré una nota ahora mismo —dijo, acercándose a su escritorio.

La contestación a esa nota llegó de la
Nymphe
poco antes que Stephen entrara en la gran cabina.

—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó Jack—. Supongo que sabrás que el esposo de Laura se ha fugado y está a bordo de la
Nymphe.

—Sí, lo sé —dijo Stephen.

—Ha ocurrido algo horrible —dijo Jack—. Parece que un maldito estúpido le ha dicho que yo era el amante de su mujer. Cotton estuvo aquí hace poco y me lo dijo. Enseguida lo negué, claro, y para que mi negativa fuera convincente, mandé a Fielding una nota en la que me ofrecía a llevarle a Valletta, pues si no se va con nosotros, tardará más de un mes en llegar allí. No tuve tiempo de pedirte tu opinión —dijo en tono de angustia, escrutando el rostro de Stephen—, pero me pareció que era lo que debía hacer, lo menos que podía hacer, y que tenía que hacerlo inmediatamente. Y le ofrecí mi cabina-comedor, lo que, en mi opinión, fue un acto generoso. Pero ésta es su respuesta.

—Hiciste bien en ofrecerte —dijo Stephen mientras cogía la nota—. Y no había necesidad de pedir mi opinión, amigo mío. A veces sobre-interpretas mis acciones. No había ninguna necesidad… —murmuró y enseguida leyó—: «El señor Fielding acusa recibo de la carta del capitán Aubrey con fecha de hoy, pero lamenta no poder aceptar la oferta que le hace, y espera encontrarse con él en Malta dentro de poco tiempo». Lo siento muchísimo.

Aunque Jack conocía a Stephen muy bien, no entendía lo que quería decir ni sabía por qué razón lo lamentaba tanto.

—He operado a ese caballero esta mañana y luego estuve hablando con él un rato —dijo Stephen después de unos momentos—. Aunque le convendría más regresar con nosotros, no creo que la persuasión tenga buen resultado, sino todo lo contrario. Pero seremos nosotros los primeros en dar la noticia de la fuga del señor Fielding en Valletta, ¿verdad?

—¡Por supuesto! Aunque, como nos acompañará Babbington en esa maldita carraca, probablemente no podremos desplegar las sobrejuanetes ni las juanetes en ningún momento, ningún otro barco se irá de aquí hasta que no llegue el próximo convoy.

Se quedaron en silencio, cada uno muy distante del otro. Jack se había batido en sus tiempos, pero no le gustaban los duelos entonces, y mucho menos ahora, porque casi siempre se usaban pistolas, que eran más peligrosas que las espadas. Le parecían absurdos y atroces, y pensó que no tenía deseos de convertir a Laura Fielding en una viuda, y aún menos a Sophie.

—La falúa está preparada, señor, con su permiso —dijo Bonden con su vozarrón de marinero, rompiendo el silencio de la cabina.

—¿La falúa? —preguntó Jack, interrumpiendo sus meditaciones.

—Sí, Su Señoría —respondió Bonden cortésmente—. Tiene que estar a bordo de la
Dryad
dentro de cinco minutos para comer con el capitán Babbington.

CAPÍTULO 10

Pocos animales marinos gustaban tanto a Stephen Maturin como los delfines, y en el estrecho de Otranto había montones de ellos. Desde que había terminado de pasar visita se había puesto a observar una bandada que acompañaba la fragata desde la punta de la proa, inclinado sobre el mascarón. Los delfines, saltando juntos, pasaban cerca del costado de babor, el costado iluminado por el sol, hasta llegar a la estela, y, después de jugar un poco en ella, iban hacia delante otra vez. A veces, al pasar nadando junto a la fragata, rozaban el costado e incluso el tajamar, pero la mayor parte del tiempo saltaban, y Stephen podía ver sus caras risueñas fuera del agua. La misma bandada, en la que había dos delfines muy gordos y con mucha manchas, había aparecido varias veces antes, y Stephen estaba convencido de que notaban su presencia y agitaba la mano en el aire cada vez que salían del agua porque tenía esperanzas de que le reconocieran e incluso simpatizaran con él.

Los delfines no tenían que esforzarse mucho, pues el viento era flojo y la
Surprise
, navegando hacia el sursuroeste con pocas velas desplegadas, apenas alcanzaba una velocidad de cinco nudos. Por otra parte, su torpe compañera, la
Dryad
, avanzaba trabajosamente y tenía desplegadas todas las velas que podía llevar extendidas para poder mantenerse en su puesto. Ambas embarcaciones navegaban de modo que podían vigilar una gran extensión de mar, ya que había muchas probabilidades de que se encontraran con barcos corsarios enemigos en el sur del mar Adriático y el norte del mar Jónico (allí habían sido atacados muchos barcos británicos que navegaban sin compañía y algunos convoyes pequeños) y algunas posibilidades de que se encontraran con barcos de guerra franceses o venecianos, o con algún mercante con un valioso cargamento que fuera una presa de ley. El capitán de la corbeta
Dryad
estaba tan ansioso de conseguir la gloria y botines como cualquier otro de la Armada, pero la corbeta, que era pequeña y muy baja, no subía fácilmente con las olas, sobre todo con aquellas tan grandes que llegaban por la amura de estribor, que eran claros indicios de tormenta en el Mediterráneo occidental. A veces la velas bajas se ponían fláccidas cuando la fragata caía en los senos que se formaban entre las olas, y a veces se hinchaban tanto cuando subía que introducía la proa en la cresta de las olas y las verdes aguas saltaban hasta el castillo, se esparcían por el combés y llegaban a la cabina del capitán. La
Surprise
, en cambio, subía con las olas como si fuera un cisne, y a veces, cuando bajaba a senos muy profundos entre olas muy altas, Stephen podía ver los delfines nadar dentro de las enormes masas de agua transparente tan bien como si estuviera mirándolos a través de las paredes de un inmenso tanque. Se había colocado en ese lugar cuando el sol se encontraba a cierta distancia del horizonte por el este, y había permanecido allí, recostado cómodamente, a veces reflexionando y otras simplemente mirando hacia el mar, azotado por cálidas ráfagas de viento, mientras el bauprés, que estaba justo arriba de su cabeza, crujía a causa del cabeceo de la fragata y los tirones de la trinquetilla. Todavía estaba en ese lugar cuando se habían hecho las mediciones de mediodía, cuando habían llamado a gritos a los marineros a comer y cuando había sonado el agudo pitido que indicaba que era la hora de tomar el grog, y se habría quedado allí indefinidamente si no le hubieran llamado. Desde hacía tiempo había decidido cómo resolver el problema que la aparición de Fielding había planteado y pensaba que a pesar de que la noticia llegaría con la
Surprise
, sería preciso actuar con rapidez. Tendría que franquearse con el almirante y Wray y lo lamentaba, pero pensaba que ese era el precio que tenía que pagar por atrapar a los agentes secretos franceses más importantes que había en Malta. Haría que Laura concertara una cita con su enlace, y seguramente él les llevaría a los demás espías. Pero antes que les atraparan, tenían que trasladar a Laura a un lugar seguro, pues probablemente escaparían algunos descontentos malteses que eran agentes secretos sin importancia. Había pensado lo que diría para disculpar a Laura ante el almirante y no temía que Wray adoptara una actitud intransigente por razones morales. Esa decisión pertenecía al pasado, pues en el presente Stephen estaba embelesado con la limpidez del cálido aire, el brillo de la luz y el rítmico movimiento de la fragata mientras surcaba el mar azul verdoso. El sol ya había pasado el cenit y se había desplazado dos palmos hacia el oeste, y la vela de estay daba sombra a Stephen cuando Calamy, muy bien peinado y con una camisa con chorrera, llegó a la proa y preguntó:

—¿Qué ocurre, señor? No se le habrá olvidado que el capitán está invitado a comer con usted, ¿verdad?

—¿Y qué debo hacer? —preguntó Stephen—. ¿Debo entretener al capitán con acertijos, juegos de palabras y chistes?

—Vamos, señor, ya sabe usted que el capitán está invitado a comer en la cámara de oficiales. Sólo dispone de diez minutos para cambiarse. No hay ni un minuto que perder.

Y cuando acompañaba a Stephen a la popa, dijo:

—Yo también voy. Será una comida divertida, ¿verdad? Fue divertida, pero al principio el capitán estaba demasiado serio, y aunque no estaba malhumorado, no hablaba. En el momento en que se sentó junto a Mowett, sintió una gran tristeza. Echaba mucho de menos a Pullings, y cuando miró a los oficiales que conocía tan bien y que estimaba, pensó que aquel grupo se separaría dentro de pocas semanas. Le parecía que era inminente un cambio en su vida, que estaba en un momento de transición entre dos etapas, y que las cosas válidas en una no lo serían en la otra. No era un visionario, pero desde hacía algún tiempo tenía la sensación de que el orden iba a ser sustituido por el caos, de que estaba a punto de ocurrir un desastre, y eso le apenaba.

Intentaba consolarse pensando que la vida en la Armada era una vida de frecuentes despedidas, una vida en que las tripulaciones de los barcos se separaban continuamente. Sabía que, por lo general, un grupo de tripulantes que iban a realizar una misión juntos, para bien o para mal, se separaban cuando el barco regresaba, aunque era posible que el capitán retuviera a algunos de sus oficiales, sus guardiamarinas y sus hombres de confianza si le encomendaban otra misión enseguida. Por eso pensaba que esta separación sería como una de tantas por las que había pasado, aunque sería más dolorosa, ya que ahora tenía más apego a su barco y a la tripulación que en otras ocasiones. A medida que transcurría la comida, en la que se sucedían excelentes platos, le parecía que tenía más razón. Por otra parte, sus anfitriones, que ignoraban lo que pensaba y sentían satisfacción porque había buen tiempo y porque Maclean, el nuevo teniente de infantería de marina, ofrecía espléndidas comidas, estaban muy alegres. La buena comida y el buen vino surtieron efecto, y aunque la conversación no era muy interesante, era amena, y Jack Aubrey tenía que haber sido un hombre de peor humor para no haber disfrutado con la comida y con la compañía. Después que quitaron el mantel y llenaron la mesa de nueces, pocos cantaron a coro con más entusiasmo que él cuando Calamy, a petición de los demás y después de haber perdido la timidez por haber bebido tres vasos de clarete y uno de oporto, con una voz aguda que contrastaba agradablemente con la voz grave de sus superiores, cantó
Nelson at Copenhaguen
:

Con sus estrepitosas y atronadoras,

sus estruendosas y atronadoras

sus ruidosas y atronadoras bombas…

Y pocos escucharon con más atención que él a Maclean cuando dijo:

—No es mi intención competir con el señor Mowett ni con el señor Rowan, pues no tengo talento para la poesía, pero, puesto que he tenido el honor de haberles ofrecido esta comida, espero que me permitan recitar un poema compuesto por un caballero escocés amigo mío que es una alabanza a la jalea de grosella.

Unos exclamaron: «¡Por supuesto!» o «¡Naturalmente!». Otros gritaron: «¡Viva la jalea de grosella!» o «¡Atiéndanle, atiéndanle!».

—Se refiere a la jalea de grosella del desayuno, ya saben —dijo Maclean y enseguida empezó a recitar:

Mucho antes de que llenaran las tazas, me puse de pie

mientras el deseo de comer jalea mis ojos hacía brillar,

y una fina rebanada de pan y una cuchara cogí

y con mi habitual tranquilidad,

con una gran cantidad de ambrosía unté

suavemente la rebanada de pan…

BOOK: El puerto de la traición
12.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Just One Day by Gayle Forman
All for a Song by Allison Pittman
Paper Faces by Rachel Anderson
A handful of dust by Evelyn Waugh
Lamentation by Joe Clifford
I, Fatty by Jerry Stahl
Abducted by Adera Orfanelli