—¿Son esos los espíritus o los demonios nocturnos a que se refería? —preguntó Jack.
—No, no. Esos son una manada de chacales y una hiena —respondió el Bey—. Me di cuenta hace poco de que había un asno muerto allí y creo que se están peleando por él. Para ver los demonios hay que subir a esa colina. En la torre en ruinas duerme un genio del tamaño de este muchacho, que tiene las orejas empinadas y unos horribles ojos anaranjados. Lo hemos visto a menudo. Y en uno de los viejos aljibes vive un grupo de espíritus necrófagos.
—No soy supersticioso, pero me gustaría saber cosas acerca de los espíritus. ¿Hay por aquí cerca otros demonios, o genios, como quizá sea preferible llamarlos?
—¿Demonios? —dijo el Bey impaciente—. ¡Oh, sí, sí! El desierto está lleno de ellos. Los hay de varias clases y tienen varias formas. Todo el mundo lo sabe. Pero si quiere saber más cosas acerca de los demonios, debe preguntarle a nuestro médico, pues es un hombre sabio y conoce a todos los genios que hay de aquí a Alepo.
Dejaron atrás Pelusio y doblaron en dirección a la colina donde se encontraba Tina. Entonces vieron las hogueras de los beduinos y después las del campamento de los marineros, y luego la puerta y las ventanas iluminadas de la fortaleza. Cuando empezaron a subir la colina (Jack sujetó fuertemente las riendas de Yamina para evitar que corriera a su casa), el aire trajo hasta allí el olor a cordero asado.
Pocos minutos después entraban en el gran comedor, y Jack se asombró al ver sentados alrededor de una gran caldera a todos los jenízaros de la compañía y a los oficiales mezclados con ellos, según la costumbre de los turcos de tratarse como iguales, y también al ver sentados a Stephen y a Martin a ambos lados del hombre que era el médico y a la vez el sabio del regimiento. Todos se pusieron de pie e hicieron una inclinación de cabeza, y un momento después volvieron a formar un círculo, en el que el Bey estaba sentado en el lugar que le correspondía y Jack a su lado. Aparte de decir las ceremoniosas palabras con que dieron la bienvenida a los recién llegados mientras se lavaban las manos, hablaron muy poco porque los que habían ayunado sólo se ocupaban de comer cordero. Se comieron el primer cordero entero, junto con una montaña de arroz con azafrán, y del segundo sólo quedaron las costillas cuando todos empezaron a apartarse de la caldera y a hablar. Entonces aparecieron grandes y hermosas cafeteras de cobre, y después que Jack habló con algunos oficiales, vio a su lado a Stephen y Martin. Les preguntó si habían pasado una tarde agradable y si habían visto las aves y los otros animales que esperaban ver. Ellos le dieron las gracias y dijeron que habían pasado una tarde realmente agradable, a pesar de algunos contratiempos, como por ejemplo, que un camello había mordido al señor Martin y había huido. Dijeron que la lesión no era grave, pero el señor Martin estaba muy preocupado porque, según decían, la sífilis podía trasmitirse por la mordida de un camello, aunque el doctor musulmán la había cubierto con un ungüento extraído del escinco. También le contaron que el otro camello, aunque no era malo, no había querido arrodillarse, y, por tanto, ellos no pudieron montarse y tuvieron que traerlo al pueblo tirando de él a través del desierto, a veces incluso corriendo para evitar llegar tarde.
—Pero, ¿vieron al menos algunas aves? —preguntó Jack—. Había muchas cerca de Katia.
Ambos se quedaron silenciosos, pero, al fin, Martin le contó que habían llegado a un espeso carrizal y se habían adentrado en él, caminando trabajosamente a causa del pegajoso lodo, entre el aire lleno de hambrientos mosquitos, y entonces oyeron algunos gritos y movimientos delante de ellos, que les hicieron concebir esperanzas de que verían algún ave, y siguieron avanzando hasta llegar a un charco en que habían encontrado una polla de agua y dos fúlicas como las de Inglaterra. Añadió que después vieron un ave posada en la rama de un sauce y que, a pesar de tener la cara tan hinchada por las picadas de los mosquitos que apenas podían abrir los ojos, pudieron darse cuenta de que era un pinzón.
—El viaje fue difícil a ratos —dijo Martin—, especialmente cuando regresábamos, porque nos caímos sobre unas arzollas, pero valió la pena pasar tantas penalidades, pues pudimos ver las marismas del Nilo.
—Además, tengo razones para creer que el búho real vive allí —dijo Stephen—. No sólo he visto sus excrementos sino que oí al efendi imitar perfectamente su canto, un grave
ujú-ujú
, que es capaz de asustar a mamíferos tan grandes como la gacela y a pájaros del tamaño de la avutarda.
—Bueno, han tenido suerte —dijo Jack—. Señor Hairabedian, creo que ahora deberíamos decir al Bey que deseo ver a Mowett y al funcionario egipcio, y emprender la marcha cuando él estime oportuno, si el informe que me dan es satisfactorio.
El Bey dijo que sabía que el capitán Aubrey estaba impaciente y que no quería retrasarle si su brigada estaba preparada para partir.
—Además —añadió—, puesto que el
odabashi
va a ser el jefe de la escolta, tiene que presentar sus respetos al oficial de rango equivalente —dijo y, torciendo la boca hacia un lado y con entonación inglesa, agregó—: el contramaestre.
Entonces golpeó el gong y se hizo el silencio.
—
Odabashi
—dijo, y el
odabashi
se puso de pie—. Usted y cinco hombres escoltarán al capitán Aubrey, un capitán muy querido por el Sultán, hasta Suez. Avanzarán de noche cuando él se lo ordene. Escoja a esos hombres enseguida y acompañe al dragomán, que le guiará hasta el oficial de rango equivalente al suyo.
El
odabashi
se puso la mano en la frente e hizo una inclinación de cabeza. Entonces, con voz ronca, dijo los nombres de cinco hombres y luego siguió al intérprete.
El señor Hollar, el contramaestre, el señor Borrell, el condestable, y el señor Lamb, el carpintero, estaban bebiendo té en la tienda de los oficiales asimilados cuando el intérprete llevó allí al visitante. El intérprete dijo cuál era su rango y su función, y añadió:
—Creo que debe comer con ustedes.
Luego dijo que tenía que ir enseguida a buscar al primer oficial y al efendi porque el capitán quería saber cómo estaban las cosas.
—Todo está bien —dijo el contramaestre—. Uno de cada cinco camellos tiene colocado detrás de la carga un farol preparado para ser encendido, y a todos los insolentes les han puesto un bozal. Las únicas tiendas que quedan por desmontar son ésta y la de los oficiales, así que podemos partir dentro de cinco minutos. En cuanto al señor Mowett, le encontrará después de pasar la gran hoguera junto a la que está sentada la guardia de estribor.
—Gracias —dijo Hairabedian—. Tengo que irme corriendo.
Desapareció en la oscuridad y dejó al
odabashi
allí de pie.
—Tome una taza de té —dijo el contramaestre en voz alta, y luego, alzando aún más la voz, añadió—: ¡Té! ¡Cha!
El
odabashi
no respondió sino que hizo un extraño movimiento con el cuerpo y permaneció allí de pie, con los brazos colgando a los lados del cuerpo, mirando al suelo.
—Este tipo es peludo como no hay dos —dijo el contramaestre, observándole—. Nunca he visto a nadie tan feo. Parece un mono en vez de un hombre.
—¿Mono? —gritó el
odabashi
, saliendo de su silencio—. Mono será su padre. Tampoco usted es un adonis.
A estas palabras siguió un silencio absoluto, que rompió el contramaestre al fin, preguntando si el
odabashi
sabía hablar inglés.
—Ni una maldita palabra —respondió el
odabashi.
—No era mi intención ofenderle, amigo —dijo el contramaestre, tendiéndole la mano.
—No estoy ofendido —dijo el
odabashi
, estrechándosela.
—Siéntese sobre esta bolsa —dijo el condestable.
—¿Por qué no se lo dijo al capitán? —preguntó el carpintero—. Seguro que se hubiera puesto muy contento.
El
odabashi
se rascó la cabeza, murmurando que era demasiado tímido.
—Le hablé una vez —añadió—, pero no me hizo caso.
—Así que habla usted inglés… —dijo el contramaestre, que daba vueltas en la cabeza a la idea y le miraba fijamente desde hacía rato—. No quisiera parecer atrevido, pero me gustaría saber cómo aprendió.
—Soy un jenízaro —dijo el
odabashi.
—No lo dudo, amigo —dijo el carpintero—. Y debe estar orgulloso de ello.
—Ya saben cómo recluían a los jenízaros, ¿verdad?
Se miraron unos a los otros perplejos y negaron con la cabeza.
—Hoy en día no son tan estrictos —dijo el
odabashi—
, y entran en el cuerpo toda clase de tipos, pero cuando yo era niño, les reclutaban por un procedimiento que llamamos
devshurmeh
. Todavía lo emplean hoy en día, pero no tanto, ¿saben? El
tournaji-bashi
recorre todas las provincias donde hay cristianos, sobre todo Albania y Bosnia, porque las otras son lo que podría llamarse escoria, y de cada pueblo se lleva a un grupo de niños cristianos, unas veces más grande, otras más pequeño, digan lo que digan sus padres. A esos niños los meten en unas barracas especiales, les recortan la polla, y perdóneme por la palabra, y les enseñan a ser buenos musulmanes y buenos soldados. Después de pasar por un período en que son
ajami
, como decimos nosotros, son enviados a una brigada de jenízaros.
—Entonces muchos jenízaros sabrán hablar idiomas extranjeros, ¿verdad? —dijo el carpintero.
—No —dijo el
odabashi—
. Les recluían a tan corta edad y les llevan tan lejos que olvidan su lengua, su religión y las costumbres de su pueblo. Mi caso es diferente. Mi madre estaba en la misma ciudad que yo. Era de Londres, de Tower Hamlets, y se fue a Esmirna a servir de cocinera en casa de un comerciante turco y allí trabó amistad con mi padre, un pastelero de Gjirokastra, y eso le causó problemas con la familia. El se la llevó a Gjirokastra, pero murió, y sus primos la echaron de la tienda, porque esa es la ley, así que ella tuvo que vender sus pasteles en un puesto. Un día el
tournaji-bashi
llegó allí y el abogado de mis primos dio un regalo a su escribiente para que me llevara con ellos, y así lo hizo. Me llevaron a Widin y ella se quedó sola.
—¡Y siendo una viuda! —exclamó el carpintero, moviendo la cabeza a un lado y a otro.
—Fue una crueldad —dijo el contramaestre.
—Detesto a los abogados —dijo el condestable.
—Pero apenas llevaba seis meses como cadete en Widin cuando mi madre instaló el puesto de pasteles frente a las barracas, así que podíamos vernos todos los viernes, y a menudo otros días también. Y cuando terminé ese período, también nos veíamos en Belgrado y en Constantinopla y dondequiera que la brigada iba. Por eso nunca olvidé el inglés.
—Tal vez sea esa la razón por la que le han mandado aquí —sugirió el contramaestre.
—Si es esa, desearía que me hubiera cortado la lengua —dijo el
odabashi.
—¿No le gusta estar aquí?
—Detesto estar aquí, a pesar de su agradable compañía.
—¿Por qué, amigo?
—Siempre he estado en ciudades y aborrezco el campo. Y el desierto es diez veces peor que el campo.
—¿Es porque hay leones y tigres?
—Algo peor, amigo.
—¿Serpientes?
El
odabashi
negó con la cabeza, se inclinó hacia ellos y murmuró:
—Genios y demonios necrófagos.
—¿Qué son genios?
—Duendes.
—Pero usted no cree en los duendes, ¿verdad?
—¿Cómo no creer en ellos si he visto un maldito duende en aquella vieja torre que está allí? Era así de alto —dijo, manteniendo la mano en el aire a una yarda del suelo— y tenía las orejas largas y los ojos anaranjados. Por las noches hace:
¡Ujú-ujú!
Y cada vez que da un grito un pobre hombre muere en algún lugar. No hay peor presagio que ese en el mundo de los mortales. Lo oí casi todas las noches la semana pasada y muchas más veces.
Hizo una pausa y enseguida continuó:
—No debería haber dicho duendes. Son espíritus, espíritus malignos.
—¡Oh! —exclamó el contramaestre, que se burlaba de los duendes, pero, como la mayoría de los marineros, en la que estaban incluidos todos los de la
Surprise
, estaban convencidos de la existencia de espíritus.
—¿Y qué son los demonios necrófagos? —preguntó el condestable en voz muy baja, temeroso de oírlo, pero acercándose más.
—¡Oh, son mucho peores! —exclamó el
odabashi—
. Con frecuencia toman la forma de mujeres jóvenes, pero tienen el interior de la boca verde, como sus ojos, y en ocasiones pueden verse caminando entre las tumbas. Cuando cae la noche sacan de la tierra a los cadáveres recién enterrados y se los comen, y a veces incluso a los que llevan enterrados mucho tiempo. Pero toman toda clase de formas, como los genios. Uno se encuentra a unos y a otros a cada paso en el desierto que vamos a atravesar. Lo único que hay que hacer es decir
transiens per medium illorum ibat
muy rápido, pero sin equivocarse, porque si no…
Durante el ramadán, a esa hora de la noche los cocineros de la fortaleza tiraban los huesos que habían quedado de la comida por fuera de la muralla, y ahora los chacales estaban esperándolos. Pero se enfrentaron con la hiena otra vez y, además, con otras cuatro, y las palabras del
odabashi
fueron interrumpidas por gritos que parecían salir de Bedlam
[11]
y por risas estentóreas que se oían a menos de veinte yardas de allí. Los oficiales asimilados de la
Surprise
, boquiabiertos, se pusieron en pie de un salto y se agarraron los unos a los otros, y entonces un pesado cuerpo se apoyó en la punta de un palo, justo por encima de ellos. Un momento después, el potente grito
¡Ujú-ujú!
llenó la tienda.
Tras el último
¡Ujú-ujú!
, se hizo el silencio dentro y fuera de la tienda, y en medio del silencio, oyeron a un vozarrón decir:
—¡Desmonten esa tienda! ¿Me han oído? ¿Dónde está el contramaestre? ¡Digan al contramaestre que venga! Señor Mowett, que el primer grupo encienda sus faroles y se prepare para partir.
Niobe, corbeta de la Compañía de Indias.
Suez.
Queridísima Sophie:
Aprovecho el amable ofrecimiento del mayor Hooper, de la base naval de Madrás, para escribirte unas breves líneas. El mayor hará el viaje a Inglaterra por tierra hasta El Cairo (ha venido desde el golfo Pérsico atravesando el desierto en un hermoso camello blanco de pura raza que recorría cien millas al día) y hasta aquí sólo ha tardado cuarenta y nueve días.
Llegamos aquí bastante bien. Avanzábamos durante la noche y descansábamos durante el día en tiendas y bajo toldos que nos protegían del calor y cruzamos el istmo antes de lo que el jefe de los camelleros y yo pensábamos, pues hicimos el recorrido en tres etapas en vez de cuatro a pesar de haber salido tarde la primera noche. Esto no se debió a la diligencia de la tripulación de mi barco (aunque es excelente, como sabes), sino a que un estúpido turco que habla inglés, que está al mando de nuestra escolta, les llenó la cabeza con historias de genios y fantasmas, y los pobres iban casi corriendo toda la noche, todos juntos porque tenían miedo de quedarse rezagados y todos deseosos de estar cerca de Byrne, un marinero de la cofa del trinquete que tiene una caja de rapé que da suerte y protege a su dueño de los malos espíritus y las enfermedades.
Desgraciadamente, siempre ocurría algo que hacía que siguieran teniendo supersticiones y miedo. Acampábamos junto a los pozos, y siempre había arbustos cerca, sobre todo arzollas, y entre ellos siempre había algún animal que gritaba como un alma en pena al amanecer o al anochecer o en ambos momentos. Y como si eso no fuera poco, ocurrían milagros, montones de milagros durante el día. Recuerdo uno que sucedió cuando partimos de Bir el Gada temprano, mucho antes de que el sol se pusiera: a poca distancia apareció un grupo de verdes palmeras y unas jóvenes con cántaros caminado entre ellas, y se veían tan claramente que cualquiera hubiera jurado que eran reales. Esos idiotas gritaron: "¡Oh, oh, son los demonios necrófagos! ¡Estamos perdidos!". Entonces Davis (que, según tengo entendido, es un caníbal) se agarró al contramaestre y cerró los ojos, y el contramaestre se agarró a una cincha de un camello, y los dos llamaron a gritos al pequeño Calamy y le rogaron que les avisara cuando hubieran desaparecido. Actuaron como cobardes, y me hubiera avergonzado que les vieran si no fuera porque los turcos actuaron igual.
Y tengo que decir que Stephen no actuó siempre con la sensatez con que debería haberlo hecho. Cuando el pastor Martin afirmó que la creencia en los demonios necrófagos y otros seres parecidos era una superstición, Stephen le contradijo y puso como ejemplos la pitonisa de Endor, la piara de los garadenos y montones de espíritus malignos que aparecen en las Sagradas Escrituras. Luego citó innumerables fantasmas de la antigüedad, dijo que esa creencia había existido siempre en todas las naciones y contó una historia de un hombre lobo que él había visto en los Pirineos que aterrorizó a los cadetes. Martin y él casi no dormían (a menos que dormitaran en sus camellos por la noche mientras avanzábamos), porque mientras los demás descansábamos bajo los toldos, ellos corrían entre los arbustos buscando plantas y animales. Pero creo que no debería haber traído tantas serpientes, porque sabe que atemorizan a los marineros, y mucho menos un monstruoso murciélago que de una punta a otra de las alas mide tres pies. Salió volando cuando estaba sobre la mesa y se posó en el pecho de Killick, y creí que Killick se desmayaría del susto porque creería que era un espíritu maligno.
Sin embargo, a la tarde siguiente se desmayó (te habría dado pena verle) debido a una insolación y un enfado. Dos camellos se enfadaron (según dicen, se enfadan a menudo en la época de celo) y empezaron a pelearse furiosamente cerca de mi tienda, pasaron sobre ella rugiendo y echando espuma por la boca, y desperdigaron mis pertenencias en todas direcciones. Los marineros los agarraron por las patas y la cola y lograron separarlos, pero mi mejor sombrero ya estaba destrozado. Lamento lo ocurrido, porque en vez de una escarapela le había puesto el chelengk, el broche de diamantes turco, que iba a regalarte, pensando que me permitiría tener más influencia sobre los turcos, y los camellos lo pisotearon y lo enterraron en la arena. Killick, con mucha ayuda, removió toneladas de arena hasta que se puso el sol, y entonces se desmayó, como te dije; sin embargo, tuvimos que seguir adelante sin el broche y con el pobre Killick echado sobre un camello.
Volviendo a Stephen, te contaré algo que me sorprendió. Ya sabes que él es muy ahorrador (se compra una chaqueta nueva cada diez años, lleva medias viejas y calzones gastados, y no gasta más que en libros y en instrumentos para la investigación científica), y, sin embargo, en Tina vi con asombro que sacaba una gran cantidad de monedas de oro de su bolsa y compraba una manada de camellos (como la de Job) para transportar la campana de buzo de que te he hablado. Está desmontada, pero hace falta un animal fuerte para llevar cada pedazo. El egipcio que consiguió los animales de tiro para que hiciéramos este viaje no había pensado en el transporte de una campana de buzo, pero, afortunadamente, vendían camellos en el campamento beduino que estaba cerca. ¡A propósito! En ese mismo campamento había una yegua…»