Hairabedian le miró alarmado, pero enseguida se dio cuenta de que el capitán Aubrey hablaba en broma y, sonriendo, le dijo que lo que había ocurrido era que el
Dromedary
había llegado demasiado pronto, que no lo esperaban hasta después del ramadán, y aunque los habitantes del pueblo ya habían reunido los animales de tiro, que era precisamente lo que hacía que aquel lugar pareciera una feria, los oficiales del Ejército no estaban preparados. Añadió que durante los últimos días del ramadán, muchos musulmanes se retiraban a un lugar aislado para orar, y que el bey Murad estaba en la mezquita de Katia, a una hora o dos de camino, y el segundo al mando de la guarnición había acompañado a un sacerdote que se había retirado a un lugar costero y se había llevado la llave del arsenal. Le explicó que ese fue el motivo por el que habían tardado en disparar las salvas cuando llegó el
Dromedary
y que el único oficial que allí quedaba, un
odabashi
, se vio obligado a usar la pólvora que contenían los frascos que llevaban los soldados.
—¿Este caballero es el
odabashi
?
—¡Oh, no, señor! El es un hombre instruido, un efendi, y escribe cartas poéticas en árabe y habla griego, y el
odabashi
, en cambio, no es más que un tosco militar, un jenízaro que tiene un rango equivalente al de contramaestre. El
odabashi
no se atreve a abandonar su puesto y subir a bordo del transporte sin una orden, porque Murad es un hombre irascible y le desollaría y después le mandaría al cuartel general. Sin embargo, el honorable efendi —dijo, mirando hacia el egipcio y haciendo una inclinación de cabeza—, es un funcionario, y su situación es completamente diferente. Ha venido a presentarle sus respetos y a decirle que todo lo que tenían que preparar los habitantes del pueblo ya está a punto y que con mucho gusto le proporcionará cualquier cosa que necesite. También quiere comunicarle que pasado mañana traerán un gran número de lanchas de Menzala para llevar a sus hombres y sus pertrechos a la costa.
—Diga al efendi que le agradezco su visita y sus esfuerzos, pero que no debe preocuparse por las lanchas, porque nosotros tenemos muchas. Además, pasado mañana pienso estar ya a medio camino de Suez. Por favor, pregúntele si puede decirnos cómo es el camino de Suez.
—Dice que ha viajado por ese camino varias veces, señor. Dice que al sur de Tel Farama, aquel monte que está allí, y cerca del oasis llamado Bir ed Dueidar, pasa la ruta de las caravanas que van a Siria, y que el tramo que está después es el que siguen los peregrinos para ir al mar Rojo para tomar el barco que va a Jeddah. También dice que hay varios oasis más y que si los pozos están secos, puede ir a los lagos Balah y Timsah, y que el camino es llano en casi toda su extensión, y firme, a menos que haya habido tormentas de arena, pues suelen formar dunas movedizas.
—Sí, eso coincide con lo que me habían dicho. Me alegro de que él lo haya confirmado. Por otra parte, supongo que el
odabashi
yahabrá mandado a decir a Murad que estamos aquí.
—Me temo que no, señor. Dice que no se debe molestar al Bey durante su retiro por ningún concepto, y que tal vez regrese a la fortaleza mañana por la noche o la noche siguiente. También dice que, de todas formas, es mejor esperar a que termine el ramadán para hacer algo, pues no se hace nada durante el ramadán.
—Comprendo. Entonces diga al efendi que baje a tierra enseguida y que nos proporcione caballos a usted y a mí y también un guía. Nosotros bajaremos en cuanto dé las órdenes necesarias.
Después de esperar a que el egipcio, más pálido y preocupado que antes y visiblemente débil por falta de alimento, terminara de bajar por el costado, Jack reunió a sus oficiales y les dijo que se prepararan para desembarcar en brigadas.
—Será un desembarco
vi et armis
, caballeros —dijo y, satisfecho con la frase y con el deseo de obtener alguna respuesta, repitió—:
Vi et armis.
Entonces escrutó los rostros sonrientes de aquellos hombres que se encontraban ante él y notó que estaban animados, pero que no habían comprendido. Estaban contentos de verle tan alegre, pero lo que realmente les importaba en ese momento era recibir instrucciones claras y detalladas. El capitán Aubrey, dando un suspiro casi imperceptible, se las dio. Dijo que los hombres debían bajar a tierra con las armas y el equipaje en cuanto él diera la señal, que probablemente daría dentro de media hora, y, marchando en filas, irían directamente al campamento que habían preparado para ellos, y allí esperarían sus instrucciones; y no debían dispersarse ni acostarse, pues pensaba recorrer un pequeño tramo del camino esa noche. Dijo que se daría a los tripulantes su ración de tabaco y ron de cuatro días, porque si tenían que beber, era mejor que bebieran como cristianos, y ordenó que dos suboficiales fueran sentados durante todo el viaje sobre los barriles para vigilarlos. Por último, dijo que, a pesar de que se daría a los marineros la comida del lugar, debían llevar la ración de galletas de ese mismo período, pues así se evitarían las quejas de los que tenían el estómago delicado. Entonces, elevando la voz y volviendo la cabeza hacia la cabina contigua, porque sabía que su repostero estaba escuchando detrás del mamparo, dijo:
—¡Killick! ¡Killick! Saca una camisa con chorrera, mi mejor chaqueta, las botas hessianas y los pantalones azules, tanto si son adecuados según la etiqueta o no, porque no quiero estropearme los calzones blancos cabalgando por Asia. Y mi mejor sombrero, con el
chelengk
colocado. ¿Me has oído?
Killick había oído, y puesto que había entendido que el capitán iba a visitar al comandante general del Ejército turco, por primera vez en su vida sacó la mejor ropa sin rezongar ni proponer otra diferente. Además, llegó incluso a sacar la medalla del Nilo de Jack y el sable de cien guineas.
«¡Dios mío, ha aumentado un codo
[10]
de estatura!», pensó Stephen cuando el capitán Aubrey apareció en la cubierta abrochándose el cinturón del que colgaba ese sable.
Era cierto. La idea de realizar una acción importante parecía aumentar la altura y la anchura de Jack y le hacía poner un gesto diferente, un gesto adusto y evasivo. Jack era un hombre realmente corpulento, capaz de llevar sin dificultad un montón de diamantes en el sombrero, y cuando aumentaba su talla moral, su aspecto causaba mucha impresión incluso en quienes le conocían bien y sabían que era un hombre benévolo y amable, aunque no siempre un agradable compañero.
Jack habló con el señor Alien y poco después, justo cuando él y Hairabedian estaban a punto de bajar a la falúa, vio a Stephen y a Martin. Entonces su gesto hosco se transformó en uno risueño.
—Doctor, voy a bajar a tierra —dijo—. ¿Quieres venir conmigo? —preguntó y, al ver que Stephen miraba a su compañero, añadió—: Podemos hacer sitio al señor Martin, sin nos apretamos.
—¡Y pensar que dentro de cinco o diez minutos caminaré por la costa de África! —exclamó Martin cuando la falúa zarpó—. No esperaba lograr algo tan importante.
—Siento decepcionarle —dijo Jack—, pero esa costa que ve es la costa de Asia. África está un poco más a la derecha.
—¡Asia! —exclamó Martin—. ¡Tanto mejor!
Se rió con ganas, y aún reía cuando la falúa varó en la arena de la costa asiática.
El siniestro Davis, que era el remero de proa, saltó a la playa y colocó la plancha para que el agua no salpicara las relucientes botas del capitán, y tuvo incluso la amabilidad de dar su mano velluda y áspera a Stephen y a Martin cuando bajaban torpemente como dos marineros de agua dulce.
A poca distancia de la orilla del mar, la arena dejaba paso a un terreno ondulante cubierto de lodo reseco y de olor penetrante, y el terreno cubierto de lodo dejaba paso a las dunas. Cuando llegaron a las dunas, el viento se encalmó y el calor despedido por la tierra les envolvió, y con el calor llegó un enjambre de moscas negras, gordas y peludas que se abalanzaron sobre ellos y empezaron a caminar por su cara, a subir por las mangas de su ropa y a bajar por su cuello.
Al final del camino les recibió un hombre rechoncho con sus largos brazos colgando a los lados del cuerpo. Era un militar y les saludó a la manera turca. Después miró fijamente a Jack y su
chelengk
, y en su cara ancha y de tez amarilla verdosa, tal vez la cara más fea de todo el mundo musulmán, apareció una expresión de asombro.
—Éste es el
odabashi
—dijo Hairabedian.
—Ya veo —dijo Jack, respondiendo al saludo.
Pero parecía que el
odabashi
no tenía nada que decir, y como anhelaban llegar a lo alto de la colina porque pensaban que allí había menos calor y menos moscas, Jack prosiguió la marcha. Sin embargo, apenas había avanzado cinco yardas cuando el
odabashi
se acercó a él y, visiblemente nervioso, inclinó muchas veces hacia delante la parte superior de su desproporcionado cuerpo mientras, con su áspera voz, decía algo con ansiedad y respeto.
—Le ruega que pase por la entrada principal para que pueda ser recibido por la guardia y los trompetistas —dijo Hairabedian—. También le ruega que entre y tome asiento a la sombra.
—Déle las gracias y dígale que tengo prisa y no puedo desviarme de mi camino —dijo Jack—. ¡Malditas moscas!
Era obvio que el desdichado
odabashi
no sabía qué hacer, porque tenía miedo de molestar a una persona con un adorno tan valioso como el del capitán Aubrey y tenía miedo del bey Murad. Estaba tan angustiado que decía incoherencias; sin embargo, entre las excusas y las frases inacabadas, dijo algo muy claro, que no iba a mandar a buscar a su jefe, porque el Bey había dado orden de que no se le molestara y el principal deber de un soldado era la obediencia.
—¡Que se vaya al diablo! —dijo Jack, caminando aún más rápido entre las moscas—. Dígale que vaya a dar lecciones de moral a otro lado.
Ahora subían por la colina donde se encontraba la fortaleza, caminando por el lodo endurecido, y en cuanto empezaron a caminar por las dunas, el número de moscas disminuyó, pero el calor aumentó.
—Tienes muy mal color —dijo Stephen—. ¿No crees que deberías quitarte esa chaqueta tan gruesa y aflojarte la corbata? Los sujetos corpulentos y gruesos son propensos a tener apoplejía y congestión cerebral y, por tanto, a morir de repente.
—Me pondré bien en cuanto me siente en la silla de montar y empiece a cabalgar —dijo Jack, que no tenía deseos de deshacer el perfecto nudo de su corbata—. ¡Allí está el efendi! ¡Dios le bendiga!
Se aproximaban al campamento que estaba en la ladera de la colina, al este de la fortaleza, que ahora daba sombra a la ladera, y vieron al efendi junto a varios caballos y mozos de cuadra, a cierta distancia de las tiendas y los animales de tiro. Entonces el efendi mandó a un muchacho a salir a su encuentro. El muchacho, que era hermoso, delgado y ágil como un gamo, les saludó con una sonrisa triunfal, dijo que sería su guía hasta Katia y luego les guió por entre las tiendas, las cabañas hechas de ramas de tamariz y los camellos que, echados en el suelo en la misma postura que los gatos, miraban a su alrededor con arrogancia.
—¡Camellos! —gritó Martin—. ¡Camellos! Y, sin duda, estos son los tabernáculos en que se escribió la Sagrada Escritura.
Su único ojo brilló, y, a pesar de las moscas y del asfixiante calor, que a los que acababan de venir del mar les era más difícil de soportar, puso una expresión alegre, una expresión que contrastaba con la de los camelleros, quienes, apáticos a causa del ayuno, estaban tumbados en la sombra y parecían moribundos. Sin embargo, los caballos tenían muchas energías. Eran tres hermosos caballos árabes, dos de ellos bayos y de pequeño tamaño, y el tercero, una yegua de casi dieciséis palmos, y los tres parecían muy contentos y atentos a lo que ocurría a su alrededor. La yegua, una de las criaturas más hermosas que Jack había visto, tenía un raro color dorado, la cabeza pequeña y los ojos grandes y brillantes. A Jack le gustó la yegua en cuanto la vio y, aparentemente, le causó buena impresión, porque aguzó sus pequeñas orejas y le miró con interés cuando él le preguntó cómo estaba.
—Señor Hairabedian, por favor, diga al efendi que admiro su buen gusto —dijo, pasando la mano por el cuello de la yegua—, que la yegua es muy hermosa y que le estoy muy agradecido. Cuéntele qué preparativos hemos hecho para el desembarco de los marineros y dígale que tendrán que esperar aquí hasta que yo regrese, que probablemente será poco después del ocaso, y que espero que entonces los marineros ya hayan comido, los animales ya hayan bebido, las tiendas estén plegadas y los faroles preparados, porque así podremos ponernos en marcha sin perder ni un minuto.
Hairabedian dio el mensaje al efendi, que dejó de tener una expresión preocupada y, en tono satisfecho, dijo que las instrucciones del capitán serían seguidas al pie de la letra.
—Muy bien —dijo Jack—. Doctor Maturin, tenga la amabilidad de hacer la señal convenida al barco con su pañuelo.
Estaba a punto de montar cuando el
odabashi
avanzó y agarró las riendas para ayudarle a subir, diciendo algo muy semejante a «Perdóneme, milord».
—Gracias,
odabashi
—dijo Jack—. Sin duda, es usted un hombre honesto, pero muy tonto. ¿Qué ocurre? —preguntó, mirando a Stephen, que había sujetado una rienda.
—Supongo que no tendrás nada que objetar a que nos acerquemos un poco al delta, en camello tal vez. Así podremos caminar por África y ver parte de su flora.
—No tengo nada que objetar —dijo Jack—. Puedes recoger todas las flores que quieras con tal que cuides de que no te devoren los leones y los cocodrilos, y, sobre todo, que regreses a tiempo. ¿Quieres que Hairabedian hable con el efendi para que os ayude?
—No, no. Nos arreglamos muy bien con el griego. ¡Ve con Dios!
Jack movió hacia un lado la cabeza de la yegua y siguió al muchacho. Empezaron a bajar la colina oblicuamente por detrás de la fortaleza, y cuando llegaron abajo vieron un grupo de tiendas negras entre las que había camellos y caballos atados con cabestros: era un campamento beduino. Entonces la yegua levantó la cabeza y dio un fuerte relincho. Un hombre con una barba larga y gris y una camisa de dormir sucia salió de una de las tiendas y saludó con la mano, y la yegua volvió a relinchar.
—Dice el muchacho que ese es Mohamed ibn Rashid, el hombre más grande y gordo de Beni Khoda, el más pesado del desierto del norte. También dice que la yegua es suya y que todos pensaron que sería adecuada para usted —dijo Hairabedian.