Unos momentos después del último amén, el señor Alien subió a la cofa del mayor seguido de Jack.
—Ahí está, señor —dijo en tono triunfal, dando el telescopio a Jack—. En la colina de la derecha está la fortaleza de Tina, y en la de la izquierda, la vieja ciudad de Pelusio. La recalada ha sido muy rápida, aunque no debería decirlo yo.
—La más rápida que he visto en mi vida —dijo Jack—. Le felicito, señor.
Estuvo observando la lejana costa, una costa lisa y baja, durante un rato y luego preguntó:
—¿Ve una especie de nube al noroeste de la fortaleza?
—Seguramente son las aves acuáticas que viven en la boca del Nilo —respondió Alien—. Esa parte no es más que una inmensa ciénaga ahora, y las aves se crían allí a centenares. Hay grullas, cuervos marinos y otras aves parecidas. Se pasan la noche farfullando, y si uno pasa cerca de allí cuando el viento sopla del suroeste, puede oírlas y, además, ver que la cubierta se recubre de varias pulgadas de excrementos.
—Al doctor le encantará saber esto —dijo Jack—. Le gustan mucho las aves curiosas.
Poco después, mientras bebía una copa de vino de Madeira en la cabina, dijo:
—Tengo una sorpresa para ti, Stephen. El señor Alien me ha dicho que hay innumerables aves acuáticas en la boca del Nilo.
—Lo sé perfectamente, amigo mío —dijo Stephen—. Este extremo del delta es conocido en todo el mundo cristiano como la morada de la polla de agua de plumaje púrpura y de otras mil maravillas de la creación. Y también sé perfectamente que me obligarás a alejarme de aquí enseguida, sin sentir remordimientos, como has hecho tantas veces antes. En verdad, me pregunto cómo es posible que hayas cometido esta crueldad, que me hayas hablado de ese lugar.
—No sin remordimientos —dijo Jack, volviendo a llenar la copa de Stephen—. Lo que ocurre es que no hay tiempo que perder, ya lo sabes. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte, porque el viento ha sido favorable en todo momento y la recalada ha sido más rápida de lo que cualquiera hubiera podido imaginar, y hay muchas probabilidades de que lleguemos a Mubara mucho antes de la luna llena, así que sería una lástima estropearlo todo por ver la polla de agua de plumaje púrpura. Sin embargo, si tenemos éxito, repito, Stephen,
si
tenemos éxito —dijo Jack, tocando la pata de la mesa—, te prometo que a la vuelta Martin y tú podréis llenar el estómago de pollas de agua rojas, blancas y azules, y de águilas de dos cabezas en el mar Rojo y aquí.
Entonces hizo una pausa, luego estuvo silbando muy bajo unos momentos y, por fin, continuó:
—Dime, Stephen, ¿qué es una bolsa?
—Es un saquillo en que las personas guardan el dinero. Vi algunos e incluso tuve uno en mis tiempos.
—Lo que debería haber preguntado es a qué llaman los turcos una bolsa.
—A quinientas piastras.
—¡Dios mío! —exclamó Jack.
No era un hombre codicioso ni avaro, pero desde su juventud, mucho antes de que se enamorara de las matemáticas, podía calcular con rapidez, como la mayoría de los hombres de mar, el botín que le reportaría una presa. Ahora su mente, acostumbrada desde hacía mucho tiempo a hacer cálculos astronómicos y náuticos, calculó en pocos segundos la parte de un botín de cinco mil bolsas que le correspondía a un capitán y su equivalente en libras esterlinas, una impresionante suma que no sólo le permitiría resolver los complicados problemas que tenía en Inglaterra, sino también volver a tener una fortuna, pues había arriesgado la que había hecho gracias a su habilidad como marino, su combatividad y su buena suerte, y, desgraciadamente, había perdido gran parte de ella porque había confiado demasiado en los hombres de tierra adentro, a quienes consideraba más honestos de lo que en realidad eran, y había firmado documentos legales sin leerlos previamente porque le habían asegurado que eran simples formalidades.
—Bueno, esa es una noticia muy buena, muy buena —dijo, llenando las copas otra vez—. No había hablado de este asunto con nadie hasta ahora, porque no era algo seguro sino simplemente una hipótesis. Y aún lo es, desde luego. Pero, dime, Stephen, ¿crees que tenemos posibilidades de tener éxito?
—Respecto a este asunto, mi opinión tiene muy poco valor —dijo Stephen—, pero me parece que, en general, cuando se habla tanto de una expedición como se ha hablado de ésta, no hay probabilidades de coger al enemigo por sorpresa. Era un tema de conversación frecuente en Malta, y no hay ningún hombre a bordo que no sepa adonde vamos. Por otra parte, hay que tener en cuenta esos elementos completamente nuevos, el acuerdo con los franceses y el envío de la galera para recoger a los ingenieros franceses, los cañones y el dinero. Naturalmente, no sé de qué fuente procede la información, y tampoco si es veraz, pero el señor Pocock está convencido de que es cierta, y el señor Pocock no es ningún tonto.
—Me alegro mucho de que pienses así —dijo Jack—. Esa es exactamente mi opinión —añadió, sonriendo porque en su mente veía claramente la galera de Mubara navegando con rumbo norte y bastante hundida en el agua a causa de su pesada carga—. Todavía hay sorpresas agradables en este mundo, diga lo que diga el señor Martin. He tenido docenas de ellas. Has oído su sermón, ¿verdad?
—Estaba en la cofa del mesana.
—Quisiera que no hubiera hablado así de la fragata.
—Lo hizo para ser amable contigo y mostrarte su agradecimiento.
—¡Oh, sí! No creas que soy ingrato. Sé que lo hizo para ser amable conmigo, y le estoy agradecido. Pero los marineros están malhumorados, y Mowett, furioso. Dice Mowett que nunca podrá lograr que vuelvan a esmerarse en limpiar la cubierta ni en pintar el barco, porque en el sermón se decía que ambas cosas eran vanidades y que por su causa el barco iba al desguace.
—Si no le hubieran interrumpido, no me cabe duda de que se habría explicado mejor y hubiera hecho comprender el sentido figurado de sus palabras incluso a la persona menos inteligente. Pero, aun en un caso así, es un error usar tropos y símiles en esta época tan falta de poesía, a menos que uno sea otro Bossuet.
—No está tan falta de poesía, amigo mío —dijo Jack—. Esta misma mañana, justo después del oficio religioso, a Rowan se le ocurrió el verso más hermoso que he oído en mi vida. Él estaba examinando los cañones de seis libras con el segundo oficial y dijo: «¡Oh, máquinas mortales cuyas toscas gargantas / los terribles gritos del inmortal Júpiter imitan…».
—¡Excelente, excelente! Dudo que Shakespeare hubiera hecho uno mejor —dijo Stephen muy serio, asintiendo con la cabeza.
Desde hacía tiempo se había dado cuenta de que los dos jóvenes tenían una tendencia muy mala, una tendencia a cometer plagios, originada por el hecho de que cada uno pensaba que el otro había leído muy pocos libros además de
Elements of Navigation.
—La comida está servida —anunció Killick, asomándose a la puerta y dejando pasar un olor que les era familiar, el desagradable olor de la col hervida.
—Ahora que lo pienso —dijo Jack y vació la copa—, creo que estás equivocado con respecto a los tropos y los símiles. Yo entendí la alusión enseguida y le dije a Alien: «Creo que se refiere al trueno», y Alien me contestó: «Sí, me di cuenta enseguida».
Entonces sonrió, pensando en la posibilidad de hacer un juego de palabras con los términos «cañón» y «trueno», pero enseguida se le ocurrió una frase mejor, y dijo:
—Creo que Rowan
es
otro Bossuet.
Enseguida su risa franca y juguetona llenó la cabina y la popa del
Dromedary
, su eco llegó hasta la proa, y la cara se le puso de color rojo escarlata. Killick y Stephen, sin poder evitar reírse también, se quedaron mirándole hasta que le faltó el aliento. Entonces Jack, jadeando, se secó los ojos, y luego se puso de pie, murmurando todavía:
—¡Otro Bossuet! ¡Dios mío!
Durante la comida el olor de la col y el cordero hervidos fue reemplazado por el del cieno, pues el transporte estaba acercándose a la costa y acababa de pasar la invisible frontera de la zona donde el viento del oeste no venía de alta mar sino del delta del Nilo y de las marismas que bordeaban Pelusio. El señor Martin había estado silencioso hasta ahora, a pesar de que le habían invitado a hacer un brindis el capitán Aubrey, el señor Adams, el señor Rowan, el doctor Maturin e incluso el melancólico señor Gill, que casi nunca bebía; sin embargo, en ese momento puso una expresión satisfecha. Entonces lanzó una significativa mirada a Stephen y tan pronto como pudo se levantó de la mesa.
Stephen tenía que preparar algunas dosis de medicamentos para los enfermos que tendrían que quedarse allí, pero cuando terminó y le confió los jarabes y los granulados al segundo oficial del
Dromedary
, un escocés de mediana edad muy reservado, también él fue corriendo a la cubierta. La costa estaba mucho más cerca de lo que esperaba. Era una costa lisa con una larga playa de arena de color pardo rojizo que hacía parecer el azul del mar más intenso todavía, detrás de la playa había dunas, y detrás de las dunas una colina sobre la que se alzaba una fortaleza flanqueada por una especie de pueblo. A unas dos millas a la izquierda había otra colina, y, a través del aire que vibraba por el calor, se veían trozos de piedra esparcidos que parecían ruinas. Había muy pocas palmas y estaban aisladas. El resto era una infinita cantidad de arena, la arena blanca del desierto de Sin.
El señor Alien había mandado arriar todas las velas excepto el velacho, y el transporte, con el ancla ya preparada para ser echada al agua, se acercaba a la costa a una velocidad apenas suficiente para maniobrar, mientras un sondador decía cuál era la profundidad del mar constantemente: «¡Marca veinte! ¡Marca dieciocho! ¡Marca diecisiete…!». Casi todos los que iban a bordo del transporte estaban en la cubierta mirando hacia la costa con curiosidad y, como era usual en ocasiones como esa, en silencio. Por eso Stephen se asombró al oír una risa cerca del costado del barco, y se asombró más aún cuando llegó al pasamano y vio a Hairabedian dando brincos en el agua. Sabía que el intérprete armenio solía bañarse en el Bósforo y le había oído lamentarse de que el barco nunca navegaba lo bastante despacio para que él pudiera darse un chapuzón, pero había supuesto que si se tiraba al agua era para dar unas cuantas brazadas convulsivas, como hacía él, no moverse entre las olas con la soltura de un anfibio. Podía nadar con suficiente rapidez para mantenerse junto al transporte, y a veces nadaba con la mitad de su rechoncho cuerpo fuera del agua y otras se zambullía y pasaba por debajo del barco nadando y salía a la superficie cerca del costado opuesto, lanzando chorros de agua como un tritón. Pero sus gritos y el borboteo del agua molestaban al señor Alien, porque no podía oír al sondador siempre, y Jack, al darse cuenta de esto, se inclinó sobre la borda y gritó:
—¡Señor Hairabedian, suba a bordo enseguida, por favor!
El señor Hairabedian subió y se quedó allí de pie unos momentos. Tenía puestos unos calzones de percal negros atados a la cintura y las rodillas con cintas blancas que le daban un aspecto ridículo, y el agua chorreaba de su cuerpo pequeño, ancho como un barril y velloso, y de los mechones de pelo negro que rodeaban su calva. Como había notado las miradas de reproche, su amplia sonrisa de rana había desaparecido y su expresión alegre había sido reemplazada por una resignada. Pero su malestar no duró mucho. El señor Alien dio la orden de echar el ancla, y enseguida el ancla cayó al agua y la cadena se desenrolló. Entonces el barco viró la proa contra el viento y el condestable hizo la primera de las once salvas que debía disparar, ya que, según un acuerdo tomado hacía tiempo, saludarían y serían recibidos con ese número de salvas.
Pero parecía que las salvas habían sorprendido a los turcos o no los habían sacado de su sopor, pues no respondieron. Durante la larga y silenciosa espera, Jack sintió cómo su indignación aumentaba por momentos. Era capaz de soportar que le trataran con descortesía y con desprecio, pero le parecía intolerable incluso la más leve ofensa a la Armada real, y esta ofensa no era leve, pues responder al saludo era un asunto muy importante. Al mirar la fortaleza por el telescopio, vio que lo que pensaba que era un pueblo era en realidad un grupo de tiendas entre las cuales había asnos y camellos y algunos hombres con ropa de paisano sentados en la sombra, y todo el conjunto le pareció una feria en la que todos estaban soñolientos. Y no notó movimiento en el interior de la fortaleza.
—Señor Hairabedian, vaya a vestirse inmediatamente. Señor Mowett, baje a tierra y diga al señor Hairabedian que les pregunte qué ocurre y qué piensan. Bonden, prepara mi falúa rápido.
Hairabedian bajó corriendo y reapareció unos minutos más tarde con una túnica blanca y un casquete bordado. Entonces dos robustos marineros, tan disgustados como su capitán, le bajaron hasta la falúa. La embarcación avanzó hacia la costa con tanta rapidez que, por el impulso que llevaba, se detuvo sobre la playa. Pero antes de que Mowett y Hairabedian llegaran a las dunas, se oyeron débiles cañonazos en la fortaleza y un grupo de soldados bajaron por el sendero en dirección a ellos.
Puesto que Jack no quería parecer preocupado, le dio el telescopio a Calamy, y luego empezó a dar paseos por el lado de estribor del alcázar con las manos tras la espalda. Pero el doctor Maturin no tenía esa preocupación, no estaba allí para preservar la dignidad del rey Jorge ni de nadie, así que le quitó el telescopio al cadete y lo dirigió hacia aquel grupo. Los soldados habían llegado adonde estaba la falúa, y Hairabedian y tres o cuatro de ellos discutían a la manera oriental, agitando los brazos, pero antes de que Stephen pudiera descubrir el motivo de la discusión (si era una discusión), Martin le señaló un ave que volaba en lo alto del cielo despejado, con sus alas blancas como la nieve totalmente abiertas, que parecía ser una cuchareta, y ambos estuvieron mirándola hasta que regresó la falúa, en la cual venía un funcionario egipcio pálido, serio y preocupado.
Jack condujo a los hombres abajo y ordenó que trajeran café.
—Con su permiso, señor —dijo Hairabedian en voz baja—, el efendi no puede comer ni beber nada hasta que se ponga el sol. Estamos en el ramadán.
—En ese caso, no vamos a atormentarle ni a torturarle bebiendo delante de él —dijo Jack—. ¡Killick! ¡Killick! ¡No traigas el café! Dígame, señor Hairabedian, ¿qué pasa en la costa? ¿Este caballero ha venido a invitarme a bajar a tierra o tengo que volar la fortaleza delante de sus narices?