El perro de terracota (18 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El perro de terracota
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—Adelante, dime lo que has hecho.

—Ante todo, pensé que a Ingrassia no se le tenía que dejar andar suelto por ahí como si tal cosa y le encargué a dos de los nuestros que lo vigilen día y noche. No podrá ni siquiera ir a mear sin que yo me entere.

—¿De los nuestros? ¿Le has puesto cerca a hombres de los nuestros? Pero ¿es que no sabes que ése a los nuestros les conoce hasta los pelos del culo?

—No soy tonto. No son de los nuestros, de Vigàta, quiero decir. Son agentes de Ragona que ha destacado el jefe, a quien me he dirigido.

Montalbano lo estudió con admiración.

—Conque te has dirigido al jefe, ¿eh? ¡Bravo, Mimì, qué bien sabes ampliar tus propias actividades!

Augello no contestó y prefirió seguir adelante con su explicación.

—También hubo un pinchazo telefónico que podría significar algo. Tengo en mi despacho la transcripción, voy a buscarla.

—¿No la recuerdas de memoria?

—Sí, pero tú al oírla eres capaz de descubrir...

—Mimì, a estas horas tú ya has descubierto todo lo que se podía descubrir. No me hagas perder el tiempo. Dímelo.

—Bueno pues, desde el supermercado Ingrassia llama a Catania, a la empresa Brancato. Pide hablar directamente con Brancato y éste se pone al aparato. Ingrassia lamenta los errores cometidos durante el último envío, dice que no se puede enviar un camión con mucho adelanto, que el asunto le ha causado muchos problemas. Pide una cita para estudiar otro sistema de envío más seguro. La respuesta que le da Brancato es desconcertante. El tipo levanta la voz, se enoja y le pregunta a Ingrassia cómo tiene la cara de llamarlo. Tartamudeando, Ingrassia pide explicaciones. Y Brancato se las da, dice que Ingrassia es insolvente, que los Bancos le han aconsejado no mantener más relaciones con él.

—¿Y cómo reacciona Ingrassia?

—Nada. No dice ni mu. Cuelga sin despedirse.

—¿Tú has comprendido el significado de la llamada?

—Claro... Que Ingrassia pedía ayuda y que los otros se lo han quitado de encima.

—Vigila a Ingrassia.

—Ya te he dicho que es lo que hice. —Una pausa. —¿Qué hago? ¿Me sigo encargando de la investigación?

Montalbano no contestó.

—¡Si serás maricón! —comentó Augello.

—¿Salvo? ¿Estás solo en el despacho? ¿Puedo hablar con entera libertad?

—Sí. ¿Desde dónde llamas?

—Desde mi casa, tengo unas cuantas décimas de fiebre.

—Lo siento.

—Pues no, no tendrías que sentirlo. Es una fiebre de crecimiento.

—No entiendo, ¿qué quieres decir?

—Es una fiebre que sufren los niñitos, los pequeñines. Les dura dos o tres días, llegan a treinta y nueve y hasta a cuarenta, pero no hay que asustarse, es natural, es la fiebre del crecimiento. Cuando se les pasa, los niñitos han crecido unos cuantos centímetros. Estoy segura de que yo, cuando me baje la fiebre, también habré crecido. Mentalmente, no físicamente. Te quiero decir que nadie, como mujer, me ha ofendido tanto como tú.

—Anna...

—Déjame terminar. Ofendido de verdad. Tú eres malo, Salvo. Y yo no me lo merecía.

—Anna, procura razonar. Lo que ocurrió anoche fue por tu bien...

Anna colgó. Tal vez Montalbano se lo hubiera hecho comprender de mil maneras inapropiadas; sabiendo que en aquellos momentos la chica estaba sufriendo horriblemente, él se sintió peor que un cerdo, pues por lo menos la carne de cerdo se puede comer.

Encontró enseguida el chalé a la entrada de Gallotta, pero le pareció imposible que alguien pudiera vivir en aquellas ruinas. Se veía con toda claridad que medio techo estaba hundido; en el tercer piso forzosamente tenía que entrar el agua cuando llovía. El ligero viento que soplaba en aquellos momentos bastaba para sacudir una persiana que no se comprendía cómo era posible que todavía aguantara sin caer. La parte superior del muro de la fachada tenía unas grietas tan anchas como un puño. El segundo piso, el primero y la planta baja parecían encontrarse en mejores condiciones. El estucado hacía años que había desaparecido, las persianas estaban todas rotas y despintadas, pero, por lo menos, cerraban aunque estuvieran torcidas. La verja de hierro forjado estaba entreabierta e inclinada hacia afuera, inmovilizada desde tiempos inmemoriales en la misma posición en medio de las malas hierbas y la tierra. El jardín era una masa informe de árboles retorcidos y matorrales espesos que formaban un revoltijo compacto. Montalbano avanzó por el caminito de piedras sueltas y se detuvo delante de la puerta despintada. Ya estaba oscureciendo, pues el paso de la hora legal a la solar servía, en realidad, para acortar los días. Vio un timbre y tocó. O, mejor dicho, lo apretó pues no oyó ningún sonido, ni siquiera lejano. Lo intentó de nuevo antes de comprender que el timbre no funcionaba ya en tiempos del descubrimiento de la electricidad. Llamó utilizando la aldaba en forma de cabeza de caballo y finalmente, a la tercera llamada, oyó unos pies que se arrastraban. La puerta se abrió sin el menor sonido de cerrojo o pestillo, sólo con un gemido prolongado de alma del purgatorio.

—Estaba abierta, era suficiente con empujar, entrar y llamarme.

El que hablaba era un esqueleto. Jamás en su vida había visto Montalbano una persona tan flaca. O, mejor dicho, las había visto en su lecho de muerte, resecas y consumidas por la enfermedad. Aquélla, en cambio, estaba de pie, aunque doblada por la mitad, y parecía viva. Vestía una sotana que, en lugar de ser negra tal como debía de ser al principio, ahora tiraba a verde, y el alzacuello, que antes era blanco, ahora era de color gris. Calzaba unos zapatones claveteados de campesino, de esos que ya no se vendían. El hombre estaba completamente calvo y su cabeza era una calavera, a la que parecía que alguien hubiera puesto en plan de broma unas gafas de montura dorada y lentes muy gruesas, en las cuales naufragaba su mirada. Montalbano pensó que los dos muertos de la cueva estaban recubiertos de más carne que aquel cura. Huelga decir que era viejísimo.

Con gestos ceremoniosos, el anciano lo invitó a entrar y lo acompañó a un salón inmenso, literalmente repleto de libros, no sólo en las estanterías sino también por el suelo, donde formaban unas pilas altas que casi alcanzaban el techo y se sostenían en un equilibrio imposible. A través de las ventanas no penetraba la luz, pues los libros amontonados en las repisas ocultaban por completo los cristales. Los muebles eran un escritorio, una silla y un sillón. A Montalbano le pareció que la lámpara del escritorio era un quinqué de verdad. El anciano cura retiró los libros que cubrían el sillón e hizo sentar a Montalbano.

—Aunque no sé de qué manera lo puedo ayudar, dígame.

—Tal como ya le habrán dicho, soy comisario de policía y...

—No, no me lo dijeron ni yo lo pregunté. Anoche ya muy tarde vino uno del pueblo a decirme que alguien de Vigàta quería verme y yo le contesté que viniera a las cinco y media. Si usted es comisario, ha caído en mal sitio, está perdiendo el tiempo.

—¿Por qué dice que estoy perdiendo el tiempo?

—Porque yo no saco los pies de esta casa desde hace treinta años por lo menos. Las caras antiguas han desaparecido y las nuevas no me convencen. Las provisiones me las traen cada día; de todos modos, yo sólo tomo leche y un caldo de gallina una vez a la semana.

—Se habrá enterado a través de la televisión...

En cuanto inició la frase, Montalbano se detuvo; la palabra «televisión» le había sonado equivocada.

—En esta casa no hay corriente eléctrica.

—Bien pues, habrá leído en los periódicos...

—No compro periódicos.

¿Por qué empezaba constantemente con mal pie? Tomó una especie de carrera con la respiración y se lo contó todo de golpe, desde el tráfico de armas hasta el descubrimiento de los muertos en el
crasticeddru
.

—Espere a que encienda la luz y así hablaremos mejor.

El cura rebuscó entre los papeles de la mesa, tomó una caja de fósforos y encendió uno con mano trémula. Montalbano se quedó petrificado.

«Como se le caiga», pensó, «nos asamos en tres segundos».

Sin embargo, la operación llegó a feliz término, pero todo fue mucho peor, pues la luz iluminaba débilmente media mesa y dejaba en la oscuridad más absoluta el lado en el que se encontraba el anciano. Montalbano observó con estupor cómo el cura extendía una mano y tomaba una botellita con un tapón muy raro. Encima de la mesa había otras tres, dos vacías y una llena de un líquido de color blanco. No eran botellas sino biberones, cada uno provisto de su propia tetina. Se puso estúpidamente nervioso al ver que el anciano empezaba a chupar.

—Perdone, pero no tengo dientes.

—Pero, ¿por qué no se toma la leche en un jarrito, una taza, qué se yo, un vaso?

—Porque así me da más gusto. Es como fumar en pipa.

Montalbano decidió largarse de allí cuanto antes. Se levantó, sacó del bolsillo dos fotografías que le había dado Jacomuzzi y se las mostró al sacerdote.

—¿Podría ser un ritual funerario?

El anciano contempló las fotografías, se animó y soltó una especie de gemido.

—¿Qué había en el interior del cuenco?

—Varias monedas de la década de los 40.

—¿Y en la vasija de barro?

—Nada... no se veía ningún resto... debía de contener sólo agua.

El viejo se pasó un buen rato chupando con expresión pensativa. Montalbano volvió a sentarse.

—No tiene sentido —dijo el cura, y dejó las fotografías sobre la mesa.

Dieciséis

Montalbano estaba al borde del agotamiento; bajo la lluvia de preguntas del cura se notaba la cabeza confusa y, por si fuera poco, cada vez que no sabía qué contestar, Alcide Maraventano soltaba una especie de quejido y daba, a modo de protesta, una chupada más ruidosa que las demás. Ya iba por el segundo biberón.

¿En qué dirección estaban orientadas las cabezas de los cadáveres?

¿La vasija era de barro común o de otro material?

¿Cuántas monedas había en el interior del cuenco?

¿Cuál era la distancia entre la vasija, el cuenco y el perro de terracota en relación con los cuerpos?

Por fin, el interrogatorio de tercer grado terminó.

—No tiene sentido.

La conclusión del interrogatorio confirmó con toda exactitud lo que el cura ya había dicho al principio. El comisario, con mal disimulado alivio, creyó poder levantarse, saludar y retirarse.

—Espere, ¿a qué viene tanta prisa?

Montalbano volvió a sentarse, resignado.

—No es un rito funerario, pero puede que sea otra cosa.

De repente, el comisario se libró del cansancio y el abatimiento y recuperó toda su lucidez mental: Maraventano era una cabeza que pensaba.

—Dígame, le agradeceré mucho su opinión.

—¿Usted ha leído a Umberto Eco?

Montalbano empezó a sudar.

«Dios mío, ahora me va a hacer un examen de literatura», pensó, pero consiguió contestar:

—He leído su primera novela y los dos diarios mínimos, que me parecen...

—No, yo las novelas no las conozco. Me refería al «Tratado de semiótica general», algunas de cuyas citas nos podrían ser útiles.

—Lo siento, pero no lo he leído.

—¿Tampoco ha leído «Semeiotiké», de Kristeva?

—No, y tampoco tengo ganas de leerlo —contestó Montalbano, que ya estaba empezando a hartarse y sospechaba que el viejo le estaba tomando el pelo.

—Qué le vamos a hacer —dijo Alcide Maraventano en tono resignado—. En ese caso, le voy a poner un ejemplo muy sencillito.

«Lo cual quiere decir a mi nivel», dijo Montalbano hablando consigo mismo.

—Bueno, si usted, que es comisario, encuentra un muerto por arma de fuego con una piedra en la boca, ¿qué piensa?

—Mire —dijo Montalbano, dispuesto a tomarse la revancha—, esto ya es muy antiguo, ahora matan sin dar explicaciones.

—Ah... Por eso, para usted la piedra en la boca constituye una explicación.

—Claro.

—¿Y qué quiere decir?

—Quiere decir que el muerto había hablado demasiado, que dijo cosas que no tenía que decir y había actuado de espía.

—Exacto. Por consiguiente, usted ha comprendido la explicación porque estaba en posesión del código del lenguaje, en aquel caso, metafórico. Pero, si usted hubiera ignorado el código, ¿qué hubiera pensado? Nada. Para usted hubiera sido un pobre hombre asesinado al que «inexplicablemente» habían introducido una piedra en la boca.

—Empiezo a comprender.

—Y ahora, volviendo a nuestro tema: alguien mata a dos jóvenes por razones que ignoramos. Puede hacer desaparecer los cadáveres de varias maneras... en el mar, bajo tierra, bajo la arena. Pero no, los traslada al interior de una cueva y, además, coloca a su lado un cuenco, una vasija de barro y un perro de terracota. ¿Qué ha hecho?

—Ha enviado una comunicación, un mensaje —dijo Montalbano a media voz.

—Es un mensaje, en efecto, que, sin embargo, usted no puede entender porque no conoce el código —dijo el cura.

—Déjeme pensar... Pero el mensaje tenía que estar dirigido a alguien, no a nosotros, cincuenta años después de los hechos.

—¿Y por qué no?

Montalbano lo pensó un poco y se levantó.

—Me voy, no quiero robarle tanto tiempo. Lo que me ha dicho me ha sido muy valioso.

—Quisiera serle todavía más útil.

—¿Cómo?

—Usted me ha dicho hace poco que ahora matan sin dar explicaciones. Pero explicaciones siempre las hay y siempre se nos dan, de lo contrario, usted no haría el trabajo que hace. Sólo que los códigos son muchos y muy variados.

—Gracias —dijo Montalbano.

Habían comido los boquerones a la vinagreta que la señora Elisa, la mujer del jefe, había sabido cocinar con arte y pericia y cuyo resultado estribaba en la milimétrica cantidad de tiempo que la tartera tenía que permanecer en el horno. Después de la cena, la señora se había ido a ver televisión en el salón, no sin antes haber dejado encima del escritorio del estudio de su marido una botella de Chivas, una de licor amargo y dos vasos.

Durante la comida, Montalbano había hablado con entusiasmo de Alcide Maraventano, de su singular estilo de vida y de su cultura e inteligencia, pero el jefe sólo había puesto de manifiesto una curiosidad leve, dictada más por la cortesía hacia su invitado que por un verdadero interés.

—Dígame, Montalbano —dijo el jefe en cuanto ambos estuvieron solos—, yo comprendo muy bien el entusiasmo que en usted ha podido despertar el descubrimiento de los cadáveres de dos personas asesinadas en el interior de la cueva. Pero perdóneme que se lo diga: lo conozco desde hace demasiado tiempo como para no prever que usted se sentirá fascinado por este caso por los enigmas inexplicables que plantea y también porque, en el fondo, si usted diera con la solución, ésta resultaría absolutamente inútil. Una inutilidad que para usted sería en extremo agradable y, perdóneme la franqueza, casi connatural.

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