El perro de terracota (13 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El perro de terracota
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—Pero ¿qué es todo este alboroto de mierda esta mañana? —chilló desde adentro la señora Carmilina, por lo que Montalbano se retiró sin despedirse.

—Creo haber comprendido, con bastante aproximación, el camino que seguían las armas para llegar a la cueva. Sígame, señor. Bueno pues, de una manera que todavía no hemos averiguado, las armas llegan desde algún lugar del mundo a la empresa Brancato, de Catania, que las almacena y coloca en cajas grandes marcadas con su nombre, como si contuvieran electrodomésticos normales destinados a los supermercados. Cuando se recibe la orden de la entrega, los de la Brancato cargan las cajas de armas junto con las otras. Como medida de precaución, en algún lugar del camino entre Catania y Caltanissetta sustituyen el camión de la empresa por otro previamente robado, así, en caso de que alguien descubra las armas, la empresa Brancato puede decir que ellos no tienen nada que ver con aquellos manejos, que el camión no es suyo y, más aún, que ellos han sido víctimas de un robo. El camión robado inicia su recorrido, deja las cajas... ¿cómo diríamos...? limpias en los distintos supermercados que tiene que abastecer y se dirige a Vigàta.

»Pero antes de llegar, cuando ya se ha hecho completamente de noche, se detiene en el
crasticeddru
y descarga las armas en la cueva. Por la mañana a primera hora —eso me ha dicho el señor Lacommare— entregan las últimas cajas en el supermercado de Ingrassia y se van. Por el camino de regreso a Catania, el camión robado es vuelto a sustituir por el auténtico de la empresa, el cual regresa a su sede como si hubiera efectuado el viaje. Cada vez se encargan de alterar el cuentakilómetros. Y esta bromita se repite nada menos que desde hace tres años, pues Jacomuzzi nos ha dicho que la habilitación de la cueva se remonta precisamente a unos tres años.

—Lo que me está explicando sobre el procedimiento habitualmente utilizado encaja de maravilla —dijo el jefe—. Pero sigo sin comprender el montaje del robo falso.

—Actuaron movidos por la necesidad. ¿Recuerda el tiroteo que hubo entre una patrulla de carabineros y tres malhechores en la campiña de Santa Lucia? Un carabinero resultó herido.

—Sí, lo recuerdo... Pero ¿eso qué tiene que ver?

—Las emisoras locales de radio dieron la noticia hacia las nueve de la noche, justo cuando el camión se estaba dirigiendo al
crasticeddru
. Santa Lucia se encuentra a no más de dos o tres kilómetros del objetivo de los contrabandistas, quienes debieron de enterarse de lo ocurrido a través de la radio. No era prudente que los sorprendiera una patrulla —acudieron muchas al escenario de los hechos— en un lugar desierto. Hubieran tropezado sin duda con un control, pero eso era un mal menor y hubieran tenido muchas probabilidades de salir airosos de la situación. Y así fue. Por consiguiente, llegan con mucho adelanto e inventan el cuento del supermercado cerrado de Trapani.

»Ingrassia, informado del contratiempo, manda descargar y el camión simula regresar a Catania. Lleva todavía las armas, las cajas que, tal como le explican a Lacommare, el gerente, estaban destinadas al supermercado de Trapani. El camión se oculta en las inmediaciones de Vigara, en la propiedad de Ingrassia o en la de algún cómplice suyo.

—Vuelvo a preguntarle: ¿por qué simular un robo? Desde el lugar en el que lo habían escondido, el camión podía dirigirse perfectamente al
crasticeddru
sin necesidad de volver a pasar por Vigàta.

—Era necesario. Si los hubieran interceptado los carabineros, la Policía Judicial o cualquier otro grupo de las fuerzas del orden con las cajas y sin el resguardo correspondiente del envío, hubieran despertado sospechas. Y si los hubieran obligado a abrir una caja, se habría producido una catástrofe. Era absolutamente necesario que se llevaran las cajas descargadas en el supermercado de Ingrassia, que éste, con razón, había prohibido que se abrieran.

—Empiezo a comprender.

—A una determinada hora de la noche, el camión regresa al supermercado. El vigilante no está en condiciones de reconocer ni a los hombres ni el camión, pues la víspera aún no había entrado a trabajar. Cargan las cajas todavía sin abrir, se dirigen al
crasticeddru
, descargan las cajas de las armas, retroceden, abandonan el camión en la gasolinera y listo.

—Perdone, pero ¿por qué no se han deshecho de la mercancía robada para proseguir después viaje a Catania?

—Éste es el toque genial: al permitir que lo encuentren en apariencia con toda la mercancía robada, obstaculizan las investigaciones. Automáticamente nos vemos obligados a contar con la hipótesis de un incumplimiento de alguna obligación de carácter delictivo, una amenaza, una advertencia por una cuota no pagada. En resumen, nos obligan a indagar a un nivel más bajo, ese que, por desgracia, tiene un carácter casi cotidiano en nuestra tierra. E Ingrassia interpreta muy bien su papel, contándonos la absurda historia de la broma, como dice él.

—Verdaderamente genial.

—Sí, pero, bien mirado, un error o una falla siempre se descubre. En este caso, no se dieron cuenta de que un trozo de cartón había resbalado entre las tablas de madera del piso de la cueva.

—Sí, sí... —dijo el jefe con expresión meditabunda. Después, casi hablando solo, añadió: —Quién sabe adónde habrán ido a parar las cajas vacías.

De vez en cuando, el jefe se fijaba en detalles sin importancia.

—Quizá las cargaron en algún vehículo y fueron a quemarlas al campo. Porque en el
crasticeddru
hubo por lo menos dos vehículos cómplices, tal vez para poder llevarse al chofer tras haber abandonado el camión en la gasolinera.

—O sea que, sin aquel trozo de cartón, no hubiéramos podido averiguar nada —dijo el jefe.

—Bueno, no exactamente. Yo estaba siguiendo otro camino que seguro me hubiera llevado a las mismas conclusiones. Verá, es que se vieron obligados a matar a un pobre anciano.

El jefe pegó un brinco y lo miró con expresión perpleja.

—¿Un asesinato? ¿Y cómo es posible que yo no me enterara?

—Porque lo hicieron pasar por accidente. Sólo la otra noche tuve la certeza de que habían manipulado los frenos del automóvil.

—¿Se lo dijo Jacomuzzi?

—¡Por el amor de Dios! Jacomuzzi es un encanto y muy competente, pero meterlo en este asunto hubiera sido algo así como divulgar un comunicado de prensa.

—Cualquier día de éstos tendré que darle a Jacomuzzi un buen reto para que entienda bien —dijo el jefe, lanzando un suspiro—. Cuéntemelo todo, pero en orden y despacio.

Montalbano le contó la historia de Misuraca y de la carta que éste le había enviado.

—Lo mataron sin necesidad —agregó—. Sus asesinos ignoraban que ya me lo había comunicado todo por escrito.

—Pero... explíqueme qué motivo tenía Ingrassia para encontrarse en los alrededores del supermercado mientras simulaban el robo, según Misuraca.

—Porque, en caso de que se hubiera producido algún otro contratiempo, una visita inoportuna, por ejemplo, él hubiera salido para explicar que todo estaba en regla, que devolvía la mercancía porque los de la Brancato se habían equivocado con los pedidos.

—¿Y el vigilante nocturno en el refrigerador?

—Eso ya no era un problema. Lo hubieran hecho desaparecer.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el jefe tras una pausa.

—El regalo que nos ha hecho Tano el Griego, a pesar de no habernos facilitado ningún nombre, ha sido muy importante, y conviene que no lo desperdiciemos. Si actuamos con prudencia, podríamos descubrir actividades cuyo alcance ignoramos. Pero tenemos que ser cautos. Si detenemos ahora mismo a Ingrassia o a alguien de la empresa Brancato, no conseguiríamos nada. Hay que llegar a los peces más gordos.

—Estoy de acuerdo. Les diré a los de Catania que sometan a una estrecha vig...

Interrumpió la frase e hizo una mueca. Acababa de recordar con profundo dolor la existencia del infiltrado que había hablado en Palermo y que fue la causa de la muerte de Tano. Quizás hubiera otro en Catania.

—Vamos a actuar con un plan más modesto —sugirió—. Vigilemos sólo a Ingrassia.

—En ese caso, convendría obtener la autorización del juez —dijo el comisario.

Cuando ya estaba a punto de salir, el jefe lo llamó.

—Por cierto, mi mujer ya está mucho mejor. ¿Le vendría bien el sábado por la noche? Tenemos muchas cosas de qué hablar.

El comisario encontró al juez Lo Bianco de un buen humor insólito y con los ojos resplandecientes.

—Le veo muy buen aspecto —no pudo evitar decirle.

—Pues sí, la verdad es que estoy francamente bien.

El juez miró a su alrededor con cara de conspirador, se inclinó hacia Montalbano y le dijo en un susurro:

—¿Sabe que Rinaldo tenía seis dedos en la mano derecha? Por un instante, Montalbano se desconcertó. Después recordó que el juez se dedicaba desde hacía muchos años a la redacción de su voluminosa obra «Vida y obra de Rinaldo y Antonio Lo Bianco, maestros jurados de la Universidad de Girgenti en tiempos del rey Martín el Joven (1402-1409)» porque se le había metido en la cabeza que ambos personajes eran parientes suyos.

—¿De veras? —replicó Montalbano con asombro divertido. Era mejor seguirle la corriente.

—Sí, señor. Seis dedos en la mano derecha.

«Se debía de hacer unas pajas fabulosas», fue el comentario sacrílego que estuvo a punto de hacer Montalbano, pero se contuvo a tiempo.

Después le comentó al juez toda la cuestión del tráfico de armas y del asesinato de Misuraca. Le explicó también la estrategia que pensaba seguir y le pidió autorización para intervenir los teléfonos de Ingrassia.

—Se la voy a dar ahora mismo —dijo Lo Bianco.

En otro momento, el juez hubiera manifestado sus dudas, puesto impedimentos y previsto problemas, pero esta vez, entusiasmado por el descubrimiento de los seis dedos de la mano derecha de Rinaldo, hubiera estado dispuesto a concederle a Montalbano autorización para torturar, empalar y quemar en la hoguera a quien quisiera.

El comisario fue a su casa, se puso un short, pasó un buen rato en el agua, regresó, se secó y no volvió a vestirse; en el refrigerador no había nada, pero en el horno vio una tartera con cuatro enormes porciones de pasta
'ncasciata
, un plato digno del Olimpo; se comió dos raciones, volvió a dejar la tartera en el horno, puso el despertador, durmió como un tronco por espacio de una hora, se levantó, se duchó, se puso la camisa y los vaqueros sucios y se dirigió a su despacho.

Fazio, Germanà y Galluzzo lo esperaban vestidos con ropa de trabajo. En cuanto lo vieron, tomaron las palas, los picos y las azadas y entonaron el antiguo coro de los braceros, levantando en alto las herramientas.

—«¡Llegó la hora! ¡Llegó la hora! ¡La tierra para el que la trabaja!»

—¡Si serán bribones! —fue el único comentario de Montalbano.

Junto a la entrada de la cueva del
crasticeddru
ya se encontraban Prestia, el cuñado periodista de Galluzzo, y un camarógrafo que llevaba dos grandes lámparas de pilas.

Montalbano miró de reojo a Galluzzo.

—Verá... —dijo éste ruborizándose—, como usted el otro día le dio permiso...

—Bueno, bueno... —asintió el comisario.

Entraron en la cueva y, obedeciendo a una orden de Montalbano, Fazio, Germanà y Galluzzo pusieron manos a la obra para retirar las piedras que estaban como soldadas entre sí. Trabajaron tres horas largas y hasta el comisario, Prestia y el camarógrafo dieron una mano turnándose con ellos hasta que, al final, consiguieron derribar la pared. Tal como había dicho Balassone, vieron con toda claridad el pequeño corredor, pero lo demás se perdía en la oscuridad.

—Entra —le dijo Montalbano a Fazio.

Éste tomó una linterna, se arrastró sobre el vientre y desapareció. A los pocos segundos, oyeron su voz sorprendida:

—¡Oh, Dios mío, señor comisario, venga a ver!

—Ustedes entren cuando yo los llame —les dijo Montalbano a los demás, pero especialmente al periodista que, al oír a Fazio, había estado a punto de arrojarse al suelo para entrar en el corredor también arrastrándose.

La longitud del pequeño corredor equivalía prácticamente a la de su cuerpo. En un momento pasó al otro lado y encendió la linterna. La segunda cueva era más pequeña que la otra y daba de inmediato la impresión de estar absolutamente seca. En el centro había una alfombra todavía en buen estado. A la izquierda de la alfombra, un cuenco y, a la misma altura a la derecha, una vasija. Formando el vértice del triángulo invertido, en el lado inferior de la alfombra, un perro pastor de terracota de tamaño natural. Sobre la alfombra, dos cuerpos abrazados, apergaminados como en una película de terror.

Montalbano sintió que le faltaba la respiración y no consiguió decir nada. Por una extraña razón recordó a los dos jóvenes a los que había sorprendido en la otra cueva haciendo el amor. Los que habían quedado del otro lado se aprovecharon de su silencio; sin poder resistir la curiosidad, entraron uno detrás de otro. El camarógrafo encendió las lámparas y empezó a grabar frenéticamente. Nadie decía nada. El primero en recuperarse fue Montalbano.

—Avisa a los de la Brigada Científica, al juez y al doctor Pasquano —dijo.

Ni siquiera se volvió hacia Fazio para darle la orden. Estaba contemplando la escena como hipnotizado, temiendo que el más mínimo gesto lo pudiera despertar de aquel sueño que estaba viviendo.

Doce

Despertando del hechizo que lo había petrificado, Montalbano empezó a gritarles a todos que se quedaran de espaldas a la pared, que no se movieran y no pisaran el suelo de la cueva, que estaba cubierto por una finísima arena rojiza que también cubría las paredes, filtrada quién sabe de dónde. En la otra cueva no se observaba el menor vestigio de aquella arena y es posible que ésta hubiera sido la causa de que los cadáveres no se hubieran descompuesto. Eran un hombre y una mujer de una edad imposible de establecer a primera vista: el comisario dedujo que eran de distinto sexo por la configuración de los cuerpos, no por los atributos sexuales, que ya no existían, borrados por un proceso natural. El hombre estaba tendido de lado, con el brazo estirado sobre el pecho de la mujer, que yacía boca arriba. Por consiguiente, estaban abrazados y permanecerían abrazados para siempre, pues lo que había sido la carne del brazo del hombre se había como pegado y fundido con la carne del pecho de la mujer. (No, muy pronto los separaría el doctor Pasquano.) Bajo la piel arrugada y apergaminada, se destacaba el blanco de los huesos; se habían resecado y convertido en pura forma. Parecía que ambos estuvieran sonriendo, pues los labios, que se habían retraído y estirado alrededor de la boca, dejaban al descubierto los dientes. Al lado de la cabeza del muerto estaba el cuenco en cuyo interior había varios objetos redondos; al lado de la mujer, en cambio, se encontraba la vasija de barro, como las que en otros tiempos llevaban consigo los campesinos para conservar el agua fresca. A los pies de la pareja, el perro de terracota. Medía aproximadamente un metro y conservaba intactos los colores gris y blanco. El artista que lo había creado lo había representado con las patas anteriores estiradas, las posteriores dobladas, la boca entreabierta por la que asomaba la lengua, y los ojos atentos: en resumen, estaba agachado, pero en posición de guardia. A través de algunos agujeros de la alfombra se veía la arena del suelo, pero era posible que los agujeros fueran antiguos, que la alfombra ya estuviera en aquel estado antes de que la colocaran en la cueva.

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