El perro de terracota (11 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El perro de terracota
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Montalbano no sólo dio vía libre al cuñado de Galluzzo y a su camarógrafo de Televigata sino que incluso los ayudó a realizar la primicia informativa, actuando como director improvisado, haciendo montar un lanzagranadas que Fazio empuñó en posición de disparo, e iluminando profusamente el interior de la cueva para que se pudieran fotografiar o grabar todos los cargadores y todos los cartuchos.

Al cabo de dos horas de trabajo duro, consiguieron vaciar la cueva. El periodista y su camarógrafo regresaron a toda prisa a Montelusa para preparar el reportaje, y Montalbano llamó a su superior por su teléfono celular.

—Ya está todo cargado.

—Muy bien. Mándemelo aquí, a Montelusa. Ah, por cierto... Deje a un hombre de guardia. Dentro de poco irá para allá Jacomuzzi con la Brigada Científica. Mi enhorabuena.

Jacomuzzi se encargó de enterrar de modo definitivo la idea de la rueda de prensa. De manera totalmente involuntaria, por supuesto, pues en las ruedas de prensa y las entrevistas Jacomuzzi se encontraba como pez en el agua. El jefe de la Brigada Científica, antes de acudir a la cueva para efectuar las tomas de muestras y exámenes adecuados, se había encargado de avisar a una docena de periodistas, tanto de la prensa escrita como de la televisión. Si el reportaje preparado por el cuñado de Galluzzo saltó a los telediarios regionales, el barullo y la conmoción que provocaron los reportajes dedicados a Jacomuzzi y a sus hombres alcanzaron resonancia nacional. Tal como Montalbano había previsto, el jefe decidió anular la rueda de prensa, pues todo el mundo ya se había enterado de todo, y se limitó a divulgar un comunicado pormenorizado.

En su casa, en calzoncillos, con una botella grande de cerveza en la mano, Montalbano disfrutó viendo en la televisión el rostro de Jacomuzzi, siempre en primer plano, explicando de qué forma sus hombres estaban desmontando pieza por pieza la construcción de madera del interior de la cueva en busca del más mínimo indicio, la más mínima sombra de huella dactilar o el vestigio de una huella. Cuando desnudaron la cueva y ésta recuperó su aspecto inicial, el camarógrafo de Retelibera captó una panorámica lenta y prolongada de su interior. Y precisamente en el transcurso de esa panorámica, el comisario reparó en una cosa que no encajaba; fue una simple impresión, nada más. Pero más valía comprobarlo. Llamó a Retelibera y preguntó si estaba Nicolò Zito, su amigo, el periodista comunista.

—No hay problema, ordeno que te lo graben.

—Pero es que yo no tengo el trasto ese... ¿cómo carajo se llama?

—Pues entonces ven a verlo aquí.

—¿Estaría bien mañana a las once?

—Muy bien. Yo no voy a estar, pero lo dejaré dicho.

A las nueve de la mañana del día siguiente, Montalbano se dirigió a Montelusa, a la sede del Partido en el que militaba el
cavaliere
Misuraca. La placa situada al lado del portal indicaba que había que subir al quinto piso. Pero la placa traicionera no informaba que había que subir a pie, pues el condenado edificio carecía de ascensor. Tras haber subido por lo menos diez tramos casi sin resuello, Montalbano llamó varias veces a una puerta que permaneció obstinadamente cerrada. Volvió a bajar y cruzó el portal. Justo al lado había una frutería y verdulería; un anciano estaba atendiendo a un cliente. El comisario aguardó a que el verdulero estuviera solo.

—¿Usted conocía al
cavaliere
Misuraca?

—¿A usted qué carajo le importa las personas que conozco o no conozco?

—Me importa. Soy de la policía.

—Muy bien, pues. Yo soy Lenin.

—¿Está bromeando?

—De ninguna manera. Me llamo Lenin de verdad. El nombre me lo puso mi padre y yo me enorgullezco de él. ¿O es que usted pertenece a la misma categoría de los del portal de al lado?

—No. Y además, yo sólo vine para cumplir un servicio. Repito: ¿conocía usted al
cavaliere
Misuraca?

—Pues claro que lo conocía. Se pasaba la vida entrando y saliendo de aquel portal e hinchándome las bolas con su
Cinquecento
de mierda.

—¿Qué molestias le causaba el coche?

—¿Qué molestias...? Lo estacionaba siempre delante de mi local, lo hizo incluso el mismo día en que más tarde se estrelló contra el camión.

—¿Lo estacionó justo aquí delante?

—Pero ¿es que hablo en chino? Justo aquí mismo. Le pedí que lo moviera de sitio, pero él se puso hecho una furia, empezó a gritar y dijo que no tenía tiempo que perder conmigo. Entonces yo me enojé en serio y le contesté con muy malos modos. En resumen, poco faltó para que llegáramos a las manos. Por suerte, pasó un muchacho y le dijo al
cavaliere
, que en paz descanse, que él cambiaría el
Cinquecento
de lugar y le pidió las llaves.

—¿Sabe dónde lo estacionó?

—No, señor.

—¿Podría reconocer al muchacho? ¿Lo había visto alguna otra vez?

—De vez en cuando lo veía entrar en el portal de al lado.

Debía de ser uno de su mismo grupo.

—El secretario político se llama Biraghin, ¿verdad?

—Creo que sí. Trabaja en el Instituto de las Casas Populares. Es uno de la parte de Venecia, a esta hora está en el despacho. Aquí abren a las seis de la tarde, ahora es muy temprano.


¿Dottor
Biraghin? Soy el comisario Montalbano, de Vigàta... Perdone que lo moleste en su despacho.

—Faltaría más, dígame usted.

—Necesito la ayuda de su memoria. La última reunión del Partido en la que participó el pobre
cavaliere
Misuraca, ¿qué clase de reunión fue?

—No entiendo la pregunta.

—Perdone, no se enoje, es sólo una investigación de rutina, para aclarar las circunstancias de la muerte del
cavaliere
.

—¿Por qué? ¿Acaso hay algo que no está claro?

Menudo pelmazo era el
dottor
Ferdinando Biraghin.

—Todo está clarísimo, no se preocupe.

—¿Pues entonces?

—Yo tengo que cerrar el expediente, ¿comprende? No puedo dejar un procedimiento sin terminar.

Al escuchar las palabras «expediente» y «procedimiento», la actitud de Biraghin —burócrata del Instituto de las Casas Populares— cambió de golpe.

—Ya, son cosas que comprendo muy bien. Se trataba de una reunión del Directorio del Partido, en la cual el
cavaliere
no tenía ningún derecho a participar, pero hicimos la vista gorda.

—¿O sea que fue una reunión limitada?

—Unas diez personas.

—¿Acudió alguien a buscar al
cavaliere
?

—Nadie, teníamos la puerta cerrada con llave. Me acordaría. Lo llamaron por teléfono, eso sí.

—Perdone, supongo que usted ignora el tenor de aquella llamada.

—¡No sólo no ignoro el tenor sino que hasta conozco al barítono, el bajo y la soprano! —y soltó una carcajada. (¡Pero qué gracioso era Ferdinando Bimghin!) —Usted ya sabe cómo hablaba el
cavaliere
, como si todos los demás fueran sordos. Era difícil no oírlo cuando hablaba. Imagínese que una vez...

—Perdóneme,
dottor
Biraghin, dispongo de muy poco tiempo. ¿Consiguió usted entender el...? —Montalbano hizo una pausa y descartó la palabra «tenor» para no volver a tropezar con el humorismo negro de Biraghin. —¿… la esencia de la llamada?

—Pues claro. Era alguien que le había hecho el favor de cambiarle el auto de sitio al
cavaliere
. Y el
cavaliere
, en lugar de darle las gracias, se enojó con él por haberle estacionado el coche demasiado lejos.

—¿Consiguió usted entender quién llamaba?

—No. ¿Por qué?

—Porque dos y dos no son tres —contestó Montalbano, y cortó.

De modo que el muchacho, tras haber efectuado la faenita mortal en el interior de algún garaje cómplice, se había permitido incluso el capricho de hacerle dar un paseo al
cavaliere
.

A una empleada amable de Retelibera, Montalbano le explicó que él era una nulidad total en todo lo relacionado con la electrónica. Podía encender el televisor, eso sí, buscar los programas y apagar el aparato. De lo demás no sabía ni pizca. Con gran paciencia y amabilidad, la muchacha puso la cinta y retrocedió e inmovilizó las imágenes todas las veces que Montalbano se lo pidió. Al salir de Retelibera, el comisario tuvo el convencimiento de haber visto lo que le interesaba. Pero lo que le interesaba no tenía aparentemente el menor sentido.

Diez

Se detuvo indeciso delante de la entrada de la
trattoria
San Calogero: ya era la hora de comer, desde luego, y experimentaba el deseo de hacerlo, pero, por otra parte, la idea que se le había ocurrido mientras miraba la grabación y que necesariamente tenía que comprobar, lo impulsaba a dirigirse al
crasticeddru
. El aroma de salmonetes fritos procedente del interior del local ganó finalmente la partida. Se comió unos entremeses especiales de mariscos y después se hizo servir un par de lubinas tan frescas, que parecía que todavía estuvieran nadando en el agua.

—El señor está comiendo sin interés.

—Es verdad, pero el caso es que tengo un pensamiento metido en la cabeza.

—Los pensamientos hay que olvidarlos cuando uno se encuentra delante de la gracia que le está haciendo el Señor con estas lubinas —dijo solemnemente Calogero, y se retiró.

Pasó por el despacho para ver si había alguna novedad.

—Ha llamado varias veces el
dottor
Jacomuzzi —le dijo Germanà.

—Si vuelve a llamar, dile que más tarde me pondré en contacto con él. ¿Tenemos una linterna potente?

Cuando, desde la carretera provincial, llegó a las inmediaciones del
crasticeddru
, Montalbano dejó el vehículo y decidió seguir adelante a pie; el día era bueno y soplaba una ligera brisa que refrescaba y elevaba su ánimo. El territorio que rodeaba la cresta estaba ahora marcado por las huellas de los automóviles que habían pasado por allí, la laja que servía de puerta se había desplazado a unos metros de distancia y la entrada de la cueva estaba al descubierto. En el momento de entrar, se detuvo y aguzó el oído. Desde el interior llegaban unos murmullos apagados, interrumpidos de vez en cuando por gemidos suaves. Lo asaltó una sospecha: ¿allí dentro estarían torturando a alguien? No tenía tiempo de regresar al vehículo y tomar la pistola. Entró de un salto, encendiendo al mismo tiempo la linterna potente.

—¡Alto ahí! ¡Policía!

Los dos que estaban en la cueva se quedaron petrificados de espanto, pero el que más petrificado se quedó fue el propio Montalbano. Eran dos jovencitos desnudos que estaban haciendo el amor: ella con las manos apoyadas en la pared y los brazos extendidos y él pegado a ella por detrás. Bajo la luz de la linterna parecían dos estatuas bellísimas. El comisario se notó las mejillas ardientes de vergüenza y musitó torpemente mientras iniciaba la retirada tras haber apagado la linterna:

—Perdón... me equivoqué... no se preocupen...

Salieron menos de un minuto después; no se tarda nada en ponerse los vaqueros y una remera. Montalbano lamentaba de veras haberlos interrumpido, pues aquellos jóvenes estaban volviendo a consagrar a su manera la cueva, ahora que ésta había dejado de ser un depósito de muerte. El muchacho pasó por delante de él con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos; en cambio, ella lo miró un instante con una sonrisa leve en los labios y una luz pícara en la mirada.

Al comisario le bastó un simple examen superficial para confirmar que lo que ya había observado en la grabación correspondía a lo que estaba viendo en la realidad: mientras que las paredes laterales de la cueva eran relativamente lisas y compactas, la parte inferior de la pared del fondo, es decir, la del lado opuesto a la entrada, presentaba asperezas, salientes y concavidades como si hubiera sido toscamente esculpida. Sin embargo, no se trataba de la labor de un cincel sino de unas piedras colocadas la una al lado de la otra y que más tarde el tiempo se había encargado de soldar, fijar y mimetizar con polvo, tierra y surcos de agua y salitre hasta transformar el muro tosco en una pared casi natural. Siguió estudiando con atención la pared, la exploró centímetro a centímetro y, al final, no le cupo ninguna duda: en el fondo de la cueva tenía que haber otra abertura de por lo menos un metro cuadrado, que había sido tapada, pero no en los últimos años.

—¿Jacomuzzi? Montalbano... Necesito sin falta que tú...

—Pero ¿se puede saber dónde te has ido a rascar las bolas? ¡Me he pasado toda la mañana buscándote!

—Pues bueno, ya estoy aquí.

—He encontrado un trozo de cartón de hacer paquetes o, mejor dicho, de embalaje para envíos.

—Confidencia por confidencia: yo una vez encontré un botón de color rojo.

—¡Pero qué terrible eres! Me callo.

—Vamos, no te ofendas.

—En este trozo de cartón hay unas letras. Lo encontré debajo del piso de la cueva. Debió de introducirse en un intersticio entre las tablas.

—¿Qué es esa palabra que has dicho?

—¿Piso?

—No, la otra.

—¿Intersticio?

—Ésa. ¡Dios mío, qué culto eres y qué bien hablas! ¿Y no han encontrado nada más debajo de esa cosa que nombraste?

—Sí, clavos oxidados, también un botón precisamente, pero de color negro, un trozo de lápiz y pedazos de papel, pero la humedad los había convertido en papilla. El trozo de cartón aún está en buenas condiciones porque es evidente que se encontraba allí desde hacía pocos días.

—Mándamelo. Oye, ¿tienen un sonar y a alguien que lo sepa utilizar?

—Sí, lo hemos utilizado en Misilmesi hace una semana para buscar a tres muertos que finalmente conseguimos localizar.

—¿Me lo puedes enviar aquí a Vigàta hacia las cinco?

—Pero ¿estás loco? ¡Son las cuatro y media! Digamos dentro de dos horas. Aprovecharé para ir yo también y llevarte el cartón. Pero ¿para qué lo quieres?

—Para medirte el culito.

—Allí está el director Burgio. Dice que si lo puede recibir, tiene que decirle algo, cuestión de cinco minutos.

—Hazlo pasar.

El director Burgio estaba jubilado desde hacía diez años, pero en el pueblo todo el mundo le seguía dando aquel título porque, durante más de treinta años, había sido director de la Escuela de Capacitación Comercial de Vigàta. Con Montalbano mantenía una buena amistad; el director era un hombre de cultura vasta y profunda, con un enorme interés por la vida a pesar de la edad; algunas veces el comisario había compartido con él sus paseos relajantes por el muelle. Le salió al encuentro.

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