El perro de terracota (22 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: El perro de terracota
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—Dada la situación espantosa que reinaba en la isla por culpa de los bombardeos, las escuelas cerraron el último día de abril y nosotros nos ahorramos el terrible examen final, pues nos aprobaron o suspendieron por medio de la evaluación anual. Lisetta, así se llamaba mi amiga, el apellido era Moscato, se trasladó con su familia a un pueblecito del interior. Me escribía con frecuencia y conservo todavía todas sus cartas, por lo menos las que llegaron. Ya sabe usted que el correo de entonces...

»Mi familia también se trasladó, pero nosotros nos fuimos nada menos que al continente, a casa de un hermano de mi padre. Al terminar la guerra, escribí a mi amiga tanto a la dirección del pueblecito como a la de Vigàta. No obtuve respuesta y me preocupé. A finales del 46 regresamos a Vigàta. Fui a ver a los padres de Lisetta. Su madre había muerto y su padre intentó al principio no hablar conmigo; después me trató con muy malos modos y me dijo que Lisetta se había enamorado de un soldado americano y que lo había seguido contra la voluntad de su familia. Agregó que, para él, su hija era como si estuviera muerta.

—Sinceramente, me parece una historia verosímil —dijo Montalbano.

—¿Qué te dije? —terció Burgio, tomándose la revancha.

—Piense, señor comisario, que la cosa era muy rara, incluso sin tener en cuenta lo que ocurrió después. En primer lugar, es rara porque, si Lisetta se hubiera enamorado de un soldado americano, me lo hubiera hecho saber de la manera que fuera. Y además, en las cartas que me envió desde Serradifalco, así se llamaba el pueblecito en el que ellos se habían refugiado, siempre repetía lo mismo: el sufrimiento que le causaba la lejanía de un amor misterioso y apasionado. Un joven cuyo nombre jamás me quiso decir.

—¿Está segura de que aquel amor misterioso existía realmente? ¿No podía tratarse de una fantasía juvenil?

—Lisetta no era de las que se perdían en fantasías.

—Mire —observó Montalbano—, a los diecisiete años y, por desgracia, también más tarde, no se puede estar seguro de la constancia de los sentimientos.

—Tiene razón —dijo Burgio.

Sin decir nada, la señora sacó otra fotografía del sobre. Mostraba a una muchacha vestida de novia, dando el brazo a un joven apuesto con uniforme de soldado norteamericano.

—Ésta la recibí desde Nueva York, lo decía el matasellos, en los primeros meses del 47.

—Y eso elimina todas las dudas, creo —insistió el director.

—Pues no, más bien las suscita.

—¿En qué sentido, señora?

—Porque dentro del sobre sólo estaba esta fotografía de Lisetta con el soldado y nada más, no había ninguna nota ni nada. Y detrás de la foto tampoco había nada escrito, puede comprobarlo. Y entonces, ¿me quiere explicar usted por qué una amiga íntima de verdad se limita a enviarme una fotografía sin una sola palabra?

—¿Reconoció la letra de su amiga en el sobre?

—La dirección estaba escrita a máquina.

—Ah...

—Y le quiero decir una última cosa: Elisa Moscato, Lisetta, era prima hermana de Lillo Rizzitano. Y Lillo la quería mucho, como a una hermana pequeña.

Montalbano miró al director Burgio.

—La adoraba —reconoció éste.

Diecinueve

Cuanto más lo pensaba, cuanto más le daba vueltas, tanto más se convencía de que estaba siguiendo la pista acertada. No le había hecho falta ni siquiera su paseo habitual de meditación hasta el final del muelle; en cuanto salió de la casa de los Burgio con la fotografía nupcial, se fue disparando a Montelusa.

—¿Está el doctor?

—Sí, pero está trabajando, se lo advierto —contestó el portero.

Pasquano y sus dos ayudantes se encontraban alrededor de la mesa de mármol en la que yacía un cadáver desnudo y con los ojos abiertos. Razón le sobraba al muerto para tener los ojos abiertos de asombro, pues los tres hombres estaban brindando con vasos de papel y el médico sostenía en la mano una botella de vino espumoso.

—Pase, pase, estamos celebrando.

Montalbano le dio las gracias al ayudante que le ofreció un vaso y Pasquano le sirvió vino.

—¿A la salud de quién? —preguntó el comisario.

—A la mía. Con ésta, llego a la milésima autopsia.

Montalbano tomó un sorbo, se apartó con el médico y le mostró la fotografía.

—¿La chica del
crasticeddru
podía haber tenido una cara como la de ésta de la fotografía?

—¿Por qué no se va al carajo? —le dijo dulcemente Pasquano.

—Perdone... —se excusó el comisario.

Dio media vuelta y se fue. Era un estúpido, no el médico sino él. Se había dejado arrastrar por el entusiasmo y le había ido a hacer a Pasquano la pregunta más imbécil que se pudiera imaginar.

No corrió mejor suerte en la Brigada Científica.

—¿Está Jacomuzzi?

—No, fue a ver al jefe.

—¿Quién se encarga del laboratorio fotográfico?

—De Francesco, en el sótano.

De Francesco estudió la fotografía como si todavía no le hubieran explicado la posibilidad de reproducir imágenes sobre películas sensibles a la luz.

—¿Qué desea de mí?

—Saber si se trata de un montaje fotográfico.

—Ah, eso no es lo mío. Yo sólo sé fotografiar y revelar. Las cosas más difíciles las enviamos a Palermo.

Después la rueda empezó a dar vueltas en la dirección apropiada y se inició la serie positiva. Llamó al fotógrafo de la revista que había publicado la reseña del libro de Maraventano, cuyo nombre recordaba.

—Perdone que lo moleste, ¿es usted el señor Contino?

—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?

—Soy el comisario Montalbano y necesito verlo.

—Celebro conocerlo. Venga ahora, si quiere.

El fotógrafo vivía en la parte vieja de Montelusa, en una de las pocas casas que quedaban en pie después de un corrimiento de tierras que había hecho desaparecer todo un barrio de nombre árabe.

—En realidad, yo no soy fotógrafo de profesión. Enseño historia en el liceo, pero me divierto. Estoy a su disposición.

—¿Podría decirme si esta fotografía es un montaje?

—Puedo intentarlo —contestó Contino. Observó la fotografía.

—¿Sabe cuándo se hizo?

—Me han dicho que hacia el año 46.

—Vuelva mañana.

Montalbano inclinó la cabeza sin decir nada.

—¿Es urgente? Pues entonces, vamos a hacer una cosa... Dentro de unas dos horas, le podré dar una primera respuesta, pero habrá que confirmarla.

—De acuerdo.

Montalbano se pasó las dos horas en una galería de arte, donde se exponía la obra de un pintor siciliano septuagenario ligado todavía a una cierta retórica populista, pero con una paleta rica de colores intensos y vivísimos. Pese a todo, contempló las telas con mirada distraída, pues estaba esperando con impaciencia la respuesta de Contino y, cada cinco minutos, consultaba su reloj.

—Bueno pues, usted me dirá.

—Acabo de terminar ahora mismo. A mi juicio, se trata de un auténtico montaje fotográfico. Muy bien hecho.

—¿De qué lo deduce?

—De las sombras del trasfondo. La cabeza de la chica se montó en sustitución de la cabeza de la novia verdadera.

Montalbano no le había dicho nada. Contino no había sido advertido, el comisario no lo había inducido con sus palabras a llegar a aquella conclusión.

—Le diré más: la imagen de la chica está retocada.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que se la envejeció un poco, por así decirlo.

—¿Me la puedo llevar?

—Pues claro, ya no la necesito. Creía que iba a ser más difícil, pero no hace falta confirmar nada, como le había dicho antes.

—Me ha sido usted sumamente útil.

—Debo decirle, señor comisario, que mi opinión es privada, ¿me explico? No tiene ningún valor legal.

El jefe no sólo lo recibió de inmediato sino que incluso lo hizo con los brazos abiertos.

—¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Tiene tiempo? Venga conmigo, vamos a casa, estoy esperando una llamada de mi hijo. Mi mujer estará encantada de verlo.

Massimo, el hijo del jefe, era médico y trabajaba en un grupo de voluntarios. La organización se llamaba «Sin fronteras» y sus miembros desarrollaban su labor como podían en los países devastados por la guerra.

—Mi hijo es pediatra, ¿sabe? Actualmente se encuentra en Ruanda y estoy muy preocupado por él.

—¿Sigue habiendo enfrentamientos?

—No me refería a los enfrentamientos. Cada vez que consigue llamarnos, lo noto más agobiado por el horror y la situación atormentadora que está viviendo.

El jefe se sumió en el silencio. Sin duda para distraerlo de los negros pensamientos en los que se había encerrado, Montalbano le comunicó la noticia.

—Estoy en un noventa por ciento seguro de conocer el nombre y apellido de la muchacha hallada muerta en el
crasticeddru
.

El superior no habló; se limitó a mirado boquiabierto.

—Se llamaba Elisa Moscato y tenía diecisiete años.

—¿Cómo demonios lo hizo?

Montalbano se lo contó todo.

La esposa del jefe lo tomó de la mano como si fuera un chiquillo y lo hizo sentar en el sofá. Se pasaron un ratito conversando y después el comisario se levantó y dijo que tenía un compromiso y tenía que irse. No era verdad. Simplemente no quería estar allí cuando recibieran la llamada; el jefe y su mujer tenían derecho a disfrutar solos y en paz de la voz lejana de su hijo, aunque sus palabras estuvieran preñadas de angustia y dolor. En el momento en que abandonaba la casa, sonó el teléfono.

—He cumplido mi palabra, como ve. Le devuelvo la fotografía.

—Pase, pase.

La señora Burgio se apartó para franquearle la entrada.

—¿Quién es? —preguntó el marido desde el comedor.

—Es el comisario.

—¡Pero dile que pase! —rugió él, como si su mujer le hubiera negado la entrada a Montalbano.

Estaban cenando.

—¿Pongo un plato? —preguntó la señora.

Lo puso sin esperar la respuesta. Montalbano se sentó y ella le sirvió caldo de pescado, aderezado con perejil.

—¿Ha conseguido sacar algo en claro? —preguntó la mujer sin prestar atención a la mirada severa del esposo, que no consideraba oportuno aquel asalto.

—Desgraciadamente, sí, señora. Creo que se trata de un montaje fotográfico.

—¡Dios mío! Pues entonces, el que me la envió quiso hacerme creer una cosa por otra.

—Sí, creo que ésa fue la intención: intentar poner punto final a sus preguntas sobre Lisetta.

—¿Ves como yo tenía razón? —le dijo la señora casi a gritos a su marido, y rompió a llorar.

—Pero ahora, ¿por qué lloras? —le preguntó él.

—¡Porque Lisetta está muerta y, en cambio, me quisieron hacer creer que estaba viva y felizmente casada!

—Mira, puede que fuera la propia Lisetta la que...

—¡No digas estupideces! —replicó la señora, arrojando la servilleta sobre la mesa.

Se produjo un silencio embarazoso. Después la mujer preguntó:

—Está muerta, ¿verdad, señor comisario?

—Me temo que sí.

La señora se levantó, se cubrió el rostro con las manos y abandonó el comedor; en cuanto salió, la oyeron abandonarse a una especie de gemidos quejumbrosos.

—Lo siento —dijo el comisario.

—Ella se lo buscó —contestó sin la menor compasión el director, siguiendo su propia lógica de disputas conyugales.

—Permítame una pregunta. ¿Está seguro de que entre Lillo y Lisetta sólo existía la clase de afecto a la que usted y su esposa se han referido?

—Explíquese mejor.

Montalbano decidió hablar claro.

—¿Usted excluye que Lillo y Lisetta fueran amantes?

Burgio soltó una carcajada y descartó la hipótesis con un gesto de la mano.

—Mire, Lillo estaba locamente enamorado de una chica de Montelusa, que no ha vuelto a tener noticias suyas desde julio del 43. Y no puede ser el muerto del
crasticeddru
por la sencilla razón de que el campesino que lo vio herido y presenció cómo los soldados lo cargaban en el camión y lo trasladaban quién sabe adónde, era una persona seria y sensata.

—Entonces, eso sólo puede significar una cosa: que no es cierto que Lisetta haya huido con un soldado americano. Por consiguiente, el padre de Lisetta le contó a su esposa una mentira. ¿Quién era el padre de Lisetta?

—Me parece recordar que se llamaba Stefano.

—¿Vive todavía?

—Murió, ya anciano, hace por lo menos cinco años.

—¿A qué se dedicaba?

—Me parece que al comercio de la madera. Pero en mi casa no se hablaba de Stefano Moscato.

—¿Porqué?

—Porque no era una persona muy de fiar. Tenía negocios ilícitos con sus parientes, los Rizzitano, ¿me explico? Había tenido problemas con la Justicia, no sé de qué tipo. En aquella época, en las familias de personas educadas y honradas no se hablaba de esa gente. Era como hablar de la mierda, y usted perdone.

La señora Burgio regresó con los ojos enrojecidos y una carta en la mano.

—Ésta es la última carta que recibí de Lisetta cuando estaba en Acquapendente, adonde me había trasladado con mi familia.

Serradifalco, 10 de junio de 1943

Angelina querida, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu familia? No puedes imaginarte lo mucho que te envidio porque tu vida en un pueblo del norte no puede compararse ni de lejos con la cárcel en la que yo paso mis días. Además de la vigilancia asfixiante de papá, está la vida monótona y estúpida de un pueblo formado por cuatro casas. Imagínate que el domingo pasado al salir de misa, un chico de aquí al que ni siquiera conozco me dirigió un saludo. Papá se dio cuenta, lo llamó aparte y la emprendió a bofetadas con él. ¡Auténticas barbaridades! Mi única distracción es la lectura. Tengo por amigo a Andreuccio, un niño de diez años, hijo de mis primos. Es inteligente. ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez que los niños pueden ser más listos que nosotros?

Desde hace algunos días, mi querida Angelina, vivo hundida en la desesperación. He recibido, por un medio tan arriesgado que sería muy largo de explicar, una notita de cuatro líneas de Él, Él, Él, en la que me dice que está desesperado, que ya no resiste sin verme, que, después de todo el tiempo que llevaban en Vigàta, han recibido la orden de marcharse en cuestión de días. Yo me siento morir de no verlo. Antes de que se vaya lejos, tengo, tengo, tengo que pasar unas cuantas horas con él para no volverme loca. Ya te contaré y, entre tanto, te envío un abrazo muy fuerte. Tuya,

Lisetta

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