El paladín de la noche (38 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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Esperando distraerse un poco de su miedo creciente, Mateo examinó con indiferencia a su alrededor. La habitación era sombría y nada confortable. Una enorme chimenea dominaba casi toda una pared, pero en ella no ardía ningún fuego. Debía de resultar difícil obtener combustible en aquella isla estéril, dedujo Mateo mirando con tristeza las frías cenizas acumuladas en el hogar. Ahora sabía por qué todo el mundo vestía tan pesados ropajes y comenzó a pensar con añoranza en un suave terciopelo negro envolviéndolo cálidamente. Descorriendo unas recias cortinas rojas, encontró una ventana. Ésta estaba hecha de grandes placas de vidriera emplomada que mostraban el dibujo de la serpiente cercenada; no tenía barrotes y daba la impresión de que podía abrirse con facilidad, pero Mateo no sintió ningún deseo de intentarlo. Aunque no podía verlos, era capaz de sentir la oscuridad y los seres malignos que acechaban fuera. Su vida no valdría un ochavo si ponía el pie fuera de los muros del castillo.

Volviéndose y apoyándose sobre la repisa de la chimenea, Mateo pensó que no había esperanza para ellos…, para ninguno de ellos. Auda ibn Jad había descrito con un tono frío y desapasionado el destino que le esperaba a Zohra en la Torre de las Mujeres. El Paladín Negro había dejado claro que admiraba a la mujer nómada por los fuertes y apasionados seguidores que daría a su dios, añadiendo que tenía intención de pedirla para su propio uso privado, al menos hasta que le diera sus primeros hijos. La charla de Ibn Jad acerca de sus intenciones había repugnado a Mateo más que la visión de las pulidas calaveras que adornaban la barandilla de las escaleras. Si el hombre hubiese hablado con lascivia o deseo, habría demostrado al menos algún sentimiento humano aun cuando fuese de la másbaja naturaleza. Pero Auda ibn Jad había hablado como si se tratase de la crianza de ovejas o ganado vacuno.

—¿Qué va a ser de Khardan? —había preguntado Mateo, cambiando bruscamente de tema.

—Ah, eso no puedo decirlo —había sido la respuesta de Auda—. Lo decidirán los miembros de la Sacristía esta noche. Yo únicamente puedo hacer mi recomendación.

Solo en aquella helada habitación, tomando pequeños sorbos del vino que en su boca sabía a sangre, Mateo se preguntó qué significaba aquello. Al recordar las cabezas humanas empaladas en la Frontera de la Muerte, tuvo un escalofrío. Pero, lo que sí era cierto, pensó, es que si sólo se propusiesen asesinar a Khardan no llevarían a cabo toda aquella ceremonia. Ibn Jad se había mostrado dispuesto a arrojar al califa a los ghuls, pero aquello había sido en un arrebato de ira o…

Mateo fijó su mirada en la llama de la vela que ardía sobre la repisa de la chimenea. Quizás había sido una prueba. Tal vez Ibn Jad nunca había tenido intención de entregar a Khardan a los ghuls.

Un suave golpe en la puerta lo hizo sobresaltar; su mano tembló tanto que derramó vino sobre sus ropas mojadas. Intentó invitar a la persona a entrar, pero su voz no pudo vencer la sensación de opresión en su garganta. No es que importara demasiado; la puerta se abrió y una mujer entró.

Su presencia impactó en Mateo como el calor del sol abrasador del desierto, cegándolo y quemándolo al mismo tiempo. Su malignidad era profunda, oscura y antigua como el Pozo de Sul; su majestad, intimidadora, y su poder, abrumador. Mateo se inclinó ante ella como lo habría hecho ante el cabeza de su propia orden. Era consciente de los ojos que lo estudiaban, ojos que habían estudiado a incontables otros antes que él, ojos que eran viejos y sabios en el conocimiento de las terribles profundidades del alma humana.

No era posible mentir a aquellos ojos.

—Tú vienes de Tirish Aranth —dijo la Maga Negra.

La puerta se cerró en silencio tras ella.

—Sí, señora —contestó Mateo con voz casi inaudible.

—La cara de la Gema de Sul que comparten Promenthas y tu dios, Astafás.

—Sí, señora.

¿Sabía ella que le mentía? ¿Cómo es posible que no lo supiera? Ella debía de saberlo todo.

—He oído que en aquella parte del mundo los hombres tienen el don de la magia. Nunca he conocido a ningún mago varón. ¿Tú eres un hombre? ¿No un eunuco?

—Soy un hombre —murmuró Mateo sonrojándose.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

Sentía aquellos ojos escrutándolo y, súbitamente, se vio envuelto en una espesa fragancia de almizcle. Las paredes de la antecámara se convirtieron en agua y comenzaron a deslizarse hasta algún vasto océano que ascendía en torno a él. Unos labios suaves tocaron los suyos y unas manos habilidosas le acariciaron el cuerpo. El olor y el tacto despertaban un deseo casi instantáneo…

Y entonces oyó una carcajada.

El agua desapareció, las paredes lo rodearon de nuevo y la fragancia fue disipada por un viento frío. Jadeando, Mateo tomó aliento.

—Lo siento —dijo la maga, divertida—, pero tenía que cerciorarme de si estabas diciendo la verdad. Un hombre de tu edad, sin barba y con unas facciones y una piel que cualquier mujer envidiaría… He oído decir que los hombres ganaron la magia a costa de la pérdida de su virilidad, pero veo que no es así.

Respirando pesadamente, con el cuerpo ardiéndole de vergüenza y el estómago retorciéndose de repulsión, Mateo no pudo responder ni mirar a la mujer.

—¿Los niños varones que nazcan de ti adquirirán también este don?

—Podría ser así o no —respondió Mateo, extrañado por esta inesperada pregunta.

Entonces vino a su mente la descripción que Auda ibn Jad había hecho de la Torre de las Mujeres. Levantó la cabeza y la miró.

—Sí —dijo ella, respondiendo a su pensamiento—. Serás de bastante valor para nosotros. ¡Hombres magos! —exclamó la mujer con una profunda inhalación de placer—. ¡Guerreros adiestrados para matar con armas arcanas! Podríamos muy bien llegar a ser invencibles. Es una lástima —añadió mirándolo fríamente— que no haya más como tú. ¿Tal vez se podría persuadir a Astafás para que nos prestara algunos otros?

—E… estoy seguro de que… él se sentiría honrado, lo mismo que yo, d… de serviros —tartamudeó Mateo sin saber qué otra cosa decir.

La sugerencia lo espantaba. De nuevo sintió el tacto de las manos de la mujer en su cuerpo y al instante desvió la cara, intentando ocultar su repugnancia.

Evidentemente, no resultó.

—Quizás un poco más viriles que tú —dijo con ironía la maga—. Y ahora dime, ¿cómo se las arregla alguien tan joven y obviamente inexperto como tú para convocar y controlar a un diablo de Sul?

Mateo se quedó mirándola indefenso. No era más que un harapo mojado en las manos de aquella mujer. Ella lo había retorcido y exprimido y ya no le quedaba dignidad ni humanidad ninguna. Ella lo había reducido al nivel de una bestia.

—¡No lo sé! —repuso él bajando la cabeza—. ¡No lo sé!

—Eso es lo que me temía —dijo la Maga con un tono suave.

Una mano le dio unas palmaditas a Mateo mientras un brazo se deslizaba en torno a sus hombros. Ahora era el contacto de una madre, calmante y consolador. Ella lo condujo de vuelta a su silla y él se dejó caer en ella, sollozando acobardado… como un niño en sus brazos.

—Perdóname, hijo mío —dijo la voz, y Mateo levantó la cabeza y vio con claridad a la maga por primera vez.

Vio en ella la belleza, la crueldad, el mal y aquella extraña compasión que había visto en el rostro de Auda ibn Jad y los otros adoradores de Zhakrin.

—Pobre muchacho —murmuró ella, y ni su propia madre podría haber mostrado tanta pena por él—. Tenía que hacerte esto. Tenía que estar segura —dijo, acariciándole la cara—. Tú eres nuevo en los caminos de la sombra y encuentras la marcha difícil. Lo mismo les sucede a todos los que vienen a nosotros desde la luz; pero, con el tiempo, te acostumbrarás e incluso disfrutarás en la oscuridad.

La maga le cogió la cara entre sus manos y miró profundamente dentro de sus ojos.

—¡Y eres afortunado! —susurró con una pasión en la voz que se transmitió a la carne de Mateo—. ¡Afortunado por encima de todos los hombres, puesto que es evidente que Astafás te ha
escogido
para hacer su voluntad! ¡Te está concediendo un poder que de otro modo no poseerías! ¡Y eso significa que sabe de nosotros, que nos observa y apoya nuestra lucha!

Mateo comenzó a temblar sin control al tiempo que la importancia de estas palabras y su verdad le desgarraban el alma.

—La transición será dolorosa —continuó la maga abrazándolo estrechamente, compadecida de su miedo—, pero así es todo nacimiento. —Llevó su cabeza hasta su propio pecho y le acarició el pelo—. Siempre he lamentado no poder traer más que hijas de la magia a este mundo. Siempre he soñado dar a luz a un hijo nacido para este arte. ¡Y ahora, aquí estás tú…, el Portador, elegido para custodiar, para llevar nuestro más preciado tesoro! ¡Es una señal! Te tomo para mí, desde este momento.

Los labios de la mujer se apretaron contra su carne, y Mateo sintió como si un cuchillo le atravesase el corazón. Se encogió y soltó un quejido de dolor.

—Duele —dijo ella en voz baja, enjugando una lágrima que había caído desde su ojo sobre la mejilla de Mateo—. Ya sé que duele, mi pequeño, pero el sufrimiento pronto terminará y, entonces, encontrarás paz. Y ahora debo dejarte. Ese hombre, Khardan, está esperando mi ministerio para poder recibir el honor que se le va a otorgar. Aquí tienes vestiduras secas. Enseguida te traerán comida. ¿Deseas alguna cosa más… ? ¿Cómo te llamas?

—¡Mateo!

La palabra pareció salir como estrujada a presión de su pecho por un estallido de su corazón.

—Mateo, ¿no deseas nada más? Entonces, prepárate. La Sacristía se reúne esta noche a las diez, dentro de cuatro horas. ¡Ah, pobre muchacho! —exclamó con un chasquido de lengua contra el velo de su boca—. Se ha desmayado de golpe. Su mente puede aceptarlo, pero no su corazón. Éste se me resiste, se resiste a la oscuridad. ¡Pero yo ganaré, sí, yo ganaré!

»¡Astafás me ha enviado un hijo!

Capítulo 8

En el castillo Zhakrin había un gran salón hecho enteramente de mármol negro y de forma perfectamente circular. Negras columnas rodeaban un amplio espacio de suelo central en el que el emblema de la serpiente cercenada, hecho de oro, había sido incrustado en el mármol. Sólo había una pieza de mobiliario en toda la sala en aquel momento, y ésta era una pequeña mesa sobre la que descansaba un objeto cubierto de terciopelo negro. La estancia se abría sólo en raras ocasiones y exclusivamente con fines ceremoniales. Se la conocía con el nombre de Sacristía y allí era donde los seguidores de Zhakrin se reunían una vez al mes o cuando quiera que, como ahora, había algo de especial importancia que exponer ante al pueblo.

Sus paredes de piedra habían almacenado el frío del invierno, y el frío de la sala helaba el corazón. El negro mármol, brillando a la luz de innumerables antorchas colocadas en candelabros hechos con huesos de manos humanas, parecía hielo por el hálito congelador que despedía. Mateo se arrebujó agradecido dentro del calido y grueso terciopelo de sus nuevas vestiduras, con las manos cruzadas dentro de las mangas.

A las diez, una campana de hierro resonó por todo el castillo. El pueblo de Zhakrin, con aire solemne, comenzó a llegar al salón. Rápidamente y sin confusión, cada uno, hombre o mujer, ocupó su lugar en el gran círculo que se fue formando alrededor de la serpiente cercenada. Había más hombres que mujeres. Las mujeres iban vestidas con hábitos negros semejantes a los de la maga, y muchas estaban encinta. Cada mujer se situaba al lado de un Paladín Negro, y Mateo dedujo que debía de tratarse de sus esposas. En casi todas las mujeres sintió un poderoso don para la magia, lo que hizo que ya no se extrañara de cómo aquella gente se las arreglaba para sobrevivir bajo tan duras y hostiles condiciones.

Aquí y allá, respetuosamente erguidos a unos pocos pasos de distancia del círculo de los adultos, había algunos jóvenes de unos dieciséis años, la edad mínima requerida para asistir a la Sacristía. Por los comentarios hechos por los que entraban, así como por las orgullosas y afectuosas miradas dirigidas a aquellos jóvenes, Mateo adivinó que serían hijos de los Paladines. Una vez más se maravilló ante la sorprendente dicotomía de aquella gente: el amor y la calidez expresada a miembros de la familia y amigos, y la despiadada crueldad con que trataban al resto del mundo.

La Maga Negra apareció de repente a su lado, como materializándose en el aire helado. Acordándose de lo que había ocurrido entre ellos en la habitación, Mateo bajó la cabeza y un ardiente rubor se extendió por toda su piel. Sabía que se había desmayado y que alguien lo había vestido y calentado como a un niño, y sospechaba quién había sido ese alguien. La Maga Negra no dio ninguna muestra, ni con palabras ni con miradas, de que estuviese consciente de su confusión. De pie, a su lado, contemplaba tranquila y orgullosamente cómo su gente ocupaba sus lugares correspondientes en el círculo. Éste estaba ya casi completo, con excepción de algunos huecos que, al parecer, habían quedado deliberadamente vacantes.

—Con el tiempo, podrás ocupar tu sitio con nosotros en el Círculo Sagrado —dijo la maga—. Pero, de momento, todavía no. Espera aquí y no te muevas hasta que no se te convoque.

—¿Cómo está Khardan? —preguntó en voz baja Mateo.

Como respuesta, la Maga Negra volvió ligeramente la cabeza. Mateo siguió su mirada y vio a Kiber y otro
goum
conduciendo a Khardan hasta el interior de la sala. El califa estaba pálido y evidentemente confundido y asombrado por lo que veía. Pero caminaba con serenidad y firmeza y no se veía indicio de dolor en su cara.

—¿Y Zohra? —inquirió Mateo tragando saliva, asombrándose de su atrevimiento.

—¿Zohra?

La maga escuchaba tan sólo a medias sus palabras; tenía los ojos puestos en la congregada asamblea.

—¿Y la mujer que venía con nosotros? —insistió Mateo.

La maga lo miró y sacudió la cabeza; sus ojos se oscurecieron.

—No albergues ningún interés por ella, hijo mío. Hay muchas otras mujeres aquí tan hermosas como esa flor salvaje del desierto. Ésa no es para ti. Ha sido elegida por otro.

La voz de la Maga Negra era reverente y discreta. Pensando que se refería a Auda ibn Jad, Mateo se sorprendió al verla mirar al Paladín Negro con un ligero fruncimiento del entrecejo.

—No, y tampoco para él. Espero que no se lo tome a mal.

Indicándole con un gesto que guardara silencio, la maga dedicó a Mateo una sonrisa tranquilizadora y luego lo abandonó para ir a ocupar su sitio en el círculo junto al Señor de los Paladines Negros.

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