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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (17 page)

BOOK: El paladín de la noche
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En este momento crítico, los seguidores de Quar elevaron sus voces. Mirad hacia el norte, dijeron. Mirad a la ciudad de Kich y ved lo bien que vive su gente. Mirad a la rica y poderosa ciudad de Khandar. Ved cómo el emperador trae paz y prosperidad a su pueblo. Ved al amir de Quar, quien os ha salvado de los salvajes nómadas. Abandonad vuestras inservibles creencias, pues vuestro dios os ha traicionado. Convertios a Quar.

Muchos de los seguidores de Uevin así lo hicieron, y Quar se preocupó de que aquellos que acudían a adorarlo a sus templos vieran bendecidos todos sus esfuerzos. La lluvia cayó sobre
sus
campos.
Sus
hijos eran educados y tenían éxito en la escuela.
Sus
minas de oro eran prósperas.
Sus
máquinas funcionaron. En consecuencia,
ellos
fueron elegidos para el Senado. Y
ellos
comenzaron a ganar el control de los ejércitos.

Uevin intentó ofrecer resistencia pero, sin sus inmortales, estaba perdiendo la fe de su gente y, por tanto, haciéndose cada vez más débil.

El amir poco sabía ni se preocupaba por la guerra en el cielo. Aquello era de la competencia del imán. A Qannadi le preocupaban los informes acerca de un general de Bas asesinado por soldados indisciplinados, un gobernador depuesto por el Senado o una manifestación de estudiantes. Mientras leía las misivas de sus espías, Qannadi juzgó que era el momento adecuado para marchar hacia el sur. Las ciudades de Bas estaban listas para caer en sus manos cual fruta madura.

Una llamada a la puerta perturbó sus pensamientos.

Contrariado, Qannadi levantó los ojos de su lectura.

—He dado órdenes de que no se me molestara.

—Soy Hasid, general —respondió una voz cascada.

—Entra —dijo el amir al instante.

La puerta se abrió. Qannadi pudo ver a su guardia personal al otro lado y, tras él, un anciano. Vestido con sucios harapos y con un cuerpo nudoso y retorcido como un algarrobo, había sin embargo una dignidad y un orgullo en el porte del anciano que, junto con su erguida pose, lo delataban como un soldado. El guardia se hizo a un lado para dejar pasar al anciano y luego se apresuró a cerrar la puerta. El amir oyó las botas del centinela golpear sordamente en el suelo cuando éste tomó posición fuera de la puerta.

—¿Qué hay, Hasid? El joven…

—Creo que deberías mandarlo llamar, oh rey —dijo Hasid, pronunciando con esfuerzo la apelación real.

—Ya hace lo bastante que nos conocemos como para dispensarte de semejantes formalidades, amigo mío. ¿Por qué debería mandar llamar al joven ahora? —preguntó Qannadi mirando una vela cuya lenta llama daba cuenta del paso de las horas marcadas en la cera.

Era ya bien pasada la medianoche.

—¡Ha de ser esta noche! —insistió el veterano soldado—. Mañana no quedará nada de Achmed.

—¿Qué ha ocurrido?

Con el entrecejo fruncido, el amir dejó el despacho sobre la mesa y dirigió por completo su atención a Hasid.

—Este mediodía, el joven perdió el control de sí mismo y comenzó a gritar a la multitud congregada en la verja su intención de unirse a tu ejército. Hubo un linchamiento, general. Me sorprende que no hayas oído nada al respecto.

—Ese gordo estúpido que está a cargo de la prisión nunca me informa. Tiene pánico de que lo encierre en una de sus propias celdas. Y tiene razón, pero todo a su debido tiempo. Continúa.

—Los guardias aplacaron la revuelta, apartando a los nómadas a golpes y encerrándolos en sus celdas. Pero no antes de que éstos casi mataran a Achmed.

Alarmado hasta sentir una punzada de miedo, como si le hubiesen clavado un hierro frío en las entrañas, Qannadi se puso en pie.

—¿Se encuentra bien?

—No lo sé, señor. No he podido averiguarlo —respondió Hasid sacudiendo la cabeza.

—¿Por qué no has venido a decírmelo antes? —preguntó el amir golpeando con su puño la mesa y derramando el aceite de la lámpara sobre sus despachos.

—Si he de seguir siéndote de utilidad —respondió el viejo soldado con astucia—, debo mantener mi apariencia de un preso más. No me atreví a salir hasta que los guardias hubieron bebido lo bastante para quedarse dormidos. Creo que el joven todavía vive. Yo me acerqué a su celda y oí su respiración, pero ésta es rápida y corta.

Ciñéndose la espada, Qannadi abrió la puerta de un tirón.

—Quiero una escolta de veinte hombres montados y listos para cabalgar dentro de quince minutos —dijo al centinela.

Saludando, el guardia se volvió y corrió hasta un balcón que daba sobre los cuarteles. Su voz resonó a través de la noche y, en cuestión de momentos, el amir oyó un trapaleo de metal y un clamor en el patio que le anunciaban que estaban obedeciendo sus órdenes con prontitud.

—Espera aquí —dijo el amir al anciano soldado—. Voy a seguir necesitándote, pero no en la prisión.

Hasid saludó, pero su rey se hallaba ya fuera de la habitación.

Capítulo 8

Achmed se despertó y, esta vez, consiguió mantenerse en vigilia. Hasta entonces, la conciencia lo había abandonado como una serpiente escurriéndose a través de las manos del danzarín en los bazares. Ahora observó a su alrededor, capaz de reconciliar sueños y realidad, pues vagamente recordaba su llegada a aquel lugar, sólo que en su mente lo visualizaba como un sitio oscuro y sombreado, iluminado por tenues velas y poblado de mujeres con velo que susurraban extrañas palabras y lo tocaban con manos frías.

Ahora era de día. Las mujeres se habían ido. Sólo había un hombre anciano, sentado junto a él y mirándolo con rostro grave. Achmed lo miró y parpadeó, pensando que podía ser un truco de su dolorida cabeza y desaparecería. Él conocía al anciano, pero no de sus oscuros sueños. Lo recordaba de… de…

—Tú estabas en la prisión —dijo Achmed sobresaltándose ante el sonido de su propia voz, que parecía distante, más alta.

—Sí.

La grave expresión del anciano no se alteró.

—¿Es que no estoy en ella, ahora?

—No. Estás en el palacio del amir.

Achmed miró a su alrededor. Sí, se había enterado de eso. Había vislumbrado antorchas encendidas y unos fuertes brazos levantándolo de su camastro. La voz del amir, henchida de cólera. Una cabalgada y el punzante dolor. Agua caliente inundando su piel y unas manos de hombre, suaves como las de una mujer, lavando su magullado cuerpo. Después, aquella habitación…

Su mano sintió el tacto de unas sábanas de seda. Estaba tendido sobre un grueso y suave colchón que descansaba sobre una alta estructura de madera decorativamente labrada. Llevaba encima ropas limpias. La mugre había desaparecido de su cuerpo y olía a dulce fragancia de rosa y azahar mezclada con pino y otros perfumes más misteriosos.

Al levantar los ojos, Achmed vio los colgantes de seda cayendo con elegancia sobre los altos pilares de madera de la cama hasta descender en pliegues en torno a él. Las cortinas habían sido descorridas para permitirle tener una vista de la habitación, magnífica y hermosa más allá de toda fantasía, y del arrugado anciano, sentado inmóvil al lado de la cama.

—Estuviste a punto de morir —dijo el anciano—. Mandaron llamar a los médicos, quienes hicieron lo que pudieron, pero fue la magia de Yamina la que te devolvió a la vida.

—Tú eras uno de los prisioneros. ¿Cómo es que estás aquí?

—Yo estaba en la prisión —corrigió el anciano—, pero no era un prisionero.

—No lo entiendo.

—El gener… el amir me hizo encerrar en la prisión para vigilarte a ti. Me llamo Hasid y fui capitán de la guardia personal de Abul Qasim Qannadi durante veinte años, hasta que me hice ya demasiado viejo. Se me concedió una honorable pensión y una casa. Pero yo le dije al amir cuando lo dejé: «General, llegará algún día en que necesites a un viejo soldado como yo. No a esos jóvenes, que piensan que todas las batallas se ganan con toques de trompeta y gritos y precipitadas carreras aquí y allá. Necesitarás a alguien que sepa que, algunas veces, la victoria se obtiene tras una larga y paciente espera y manteniendo la boca cerrada». Y así fue —concluyó Hasid con tono grave—. Así fue.

—¿Y fuiste a prisión… voluntariamente? —preguntó Achmed sentándose en la cama y mirando con asombro al viejo soldado—. ¡Pero… ellos te dieron una paliza!

—¡Ja! —exclamó Hasid con aire divertido—. ¿Llamas a eso una paliza? ¿De esos perros? Mi madre me las dio peores, por no decir nada de mi sargento. ¡Él sí sabía pegar! Una vez me rompió tres costillas —dijo el anciano soldado sacudiendo la cabeza con admiración— por beber en una guardia. «La próxima vez, Hasid», me dijo el sargento ayudándome a levantarme, «te romperé la cabeza». Pero no hubo próxima vez; yo aprendí mi lección.

Achmed palideció. El recuerdo se abalanzó sobre él. Aquellos rostros coléricos, asustados, las sañudas patadas y puñetazos…

—¡Me odian! ¡Intentaron matarme!

—¡Naturalmente! ¿Qué esperabas? Pero no por la razón que crees. Tú dijiste la verdad, y era la verdad lo que ellos estaban tratando de echar abajo, no a ti. Lo sé bien. Lo he visto antes —aseguró con gesto pensativo mientras se rascaba detrás de sus harapos—. Poco hay que yo no haya visto.

—¿Qué ha sido de ellos? —preguntó, tenso, Achmed.

—El amir los ha liberado.

—¿Qué? —dijo Achmed con estupor—. ¿Liberado?

—Abrió de par en par las puertas de la prisión. Los dejó arrastrarse sobre sus barrigas de nuevo hasta el desierto, igual que perros apaleados.

«Tenderte sobre la sepultura de tu amo… »

—¿Por qué habrá hecho eso? —murmuró Achmed empujando inquieto las sábanas de seda hacia un lado.

—Es generoso, el amir. Déjalos ir. Él retiene a sus madres, sus esposas, sus familias, aquí en la ciudad. Pueden ir a casa con ellas, si lo desean, o atravesar el desierto y encontrarse con que su tribu ya no es más que un puñado de ancianos, batiendo sus desdentadas encías y lamentándose de un dios que ya no se preocupa…

Achmed se estremeció.

—¡No lo entiendo! —dijo apresuradamente y, echando una mirada a los lujos y refinamientos que lo rodeaban, agregó—: ¿Por qué hace el general todo
esto
? Te manda vigilarme. Me trae aquí. Me salva la vida… Todo para que adiestre sus caballos… No lo creo —añadió con una creciente sombra de sospecha en su rostro.

—Lo creíste cuando estabas en prisión.

—En aquella cloaca de Sul tenía sentido. Tal vez porque yo quería creerlo.

Achmed echó las mantas a un lado y deslizó sus piernas desnudas sobre el borde del colchón. Haciendo caso omiso del agudo dolor de cabeza, se esforzó por levantarse.

—Ahora lo veo. Me ha estado mintiendo. Tal vez me está utilizando, reteniéndome como rehén.

Un repentino mareo lo asaltó. Haciendo una pausa, se llevó la mano a la cabeza intentando luchar contra él.

—¿Dónde están mis ropas? —preguntó medio desmayada.

—¿Rehén? ¿Y qué rescate crees que podría pagar tu padre? No le ha quedado nada.

Achmed cerró los ojos para impedir que la habitación siguiera dando vueltas en torno a él. Un sabor amargo llenó su boca; temió encontrarse enfermo. «No le ha quedado nada. Ni un hijo siquiera… »

Achmed sintió agua fría salpicada en la cara. Jadeando, abrió los ojos y se quedó mirando fijamente a Hasid.

—¿Por qué… ? —balbució.

—Creí que ibas a desmayarte —explicó Hasid volviendo a colocar la garrafa de agua sobre una mesa cercana—. ¿Te sientes mejor?

Todo cuanto pudo hacer fue asentir con la cabeza.

—Entonces vístete —ordenó el anciano soldado—. Tus ropas viejas han sido quemadas, como lo serán las mías una vez que pueda desembarazarme de ellas —dijo rascándose de nuevo—. Ahí tienes otras nuevas.

Restregándose la cara mojada, Achmed miró a los pies de su cama y, extendido sobre ella, vio un sencillo caftán de algodón blanco apenas diferente del que el propio Qannadi llevaba.

—No puedo decirte por qué está haciendo todo esto…, al menos no con palabras. Eso sería traicionar la confianza de un amigo. Pero, si te encuentras lo bastante bien como para caminar un poquito —continuó Hasid—, tengo algo que enseñarte que puede que responda a tus preguntas… —dijo mirando al joven por el rabillo del ojo—, si eres tan listo como él dice que eres, claro está.

Sin palabras, moviéndose con lentitud y cuidado para evitar sacudir su dolorida cabeza, Achmed se puso una suave túnica interior y después, encima de ella, el caftán. Esperaba no tener que andar demasiado lejos. A pesar de la magia curativa, sentía las piernas débiles y quebradizas como las de un potro recién nacido.

—¡Vamos! —lo animó Hasid dándole un pequeño manotazo en las costillas—. Yo caminé una vez ocho kilómetros con un tobillo roto, ¡y sin ninguna mano de mujer que me atendiese!

Apretando los dientes contra el dolor, Achmed siguió al anciano soldado a través de aquella habitación que era tan grande como la tienda de Majiid. Alfombras de intrincado y delicado entretejido cubrían el suelo; sus brillantes colores eran tan hermosos que parecía una profanación pisar sobre ellas. Muebles de madera lacada, decorados con hojas doradas y adornados con raros y bellos objetos, descansaban al lado de bajos sofás cuyos rebosantes cojines de seda invitaban al joven a dejarse caer sobre ellos y perderse entre sus bordadas hojas y flores. Sintiéndose torpe y desmañado, temeroso de enviar por los suelos alguna preciosa vasija, Achmed intentó imaginarse caminando con un tobillo partido. Por fin, decidió que el viejo estaba mintiendo. Cuando, más tarde, Achmed preguntó al amir si la afirmación de Hasid era verdad, Qannadi sonrió de oreja a oreja. Hasid
estaba
mintiendo. No habían sido ocho kilómetros los que había caminado. Habían sido quince.

Acercándose a una ventana, el anciano soldado apretó la cara contra el cristal e indicó a Achmed que hiciese lo mismo. La habitación se encontraba en la planta baja del palacio. Las ventanas daban al exuberante jardín a través del cual él y Khardan habían escapado hacía tan sólo unos meses. La esplendorosa luz del sol fue como una cuchillada para sus ojos, los recuerdos lo fueron para su corazón. Achmed no pudo ver nada durante largos instantes.

—¿Bien? —dijo Hasid dándole otro manotazo en el pecho.

—No…, no puedo…, quiero decir…, ¿qué es lo que… ?

—Allí, el hombre que está justo en frente de nosotros, junto a esa fuente.

Parpadeando con rapidez, y sin atreverse a frotarse los ojos con la mano por miedo a provocar el desprecio de Hasid, Achmed consiguió por fin enfocarlos hacia un hombre que se erguía a pocos metros de ellos, arrojando grano a varios pavos reales que se habían congregado a su alrededor.

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